Cuervo (Clarín): 09
Capítulo IX
Creo haber dicho ya que la frase bienquisto era muy del agrado de don Ángel, y no sólo amaba la frase, sino lo que significaba; le encantaba el aprecio general, y no porque de esto venía a vivir, pues sus rentas consistían principalmente en lo que se guisaba en las cocinas amigas, sino por el aprecio mismo, por entrar y salir como Pedro por su casa en todos los hogares. No, no era un parásito en el sentido de que explotase sus relaciones con reflexión y cálculo; no pensaba en eso: era un idealista, un artista a su modo; comía donde le cogía la hora de comer, pero sin fijarse, como la cosa más natural del mundo, cual si el tener un sitio suyo en todos los comedores de la ciudad fuese una ley social que no podía menos de cumplirse.
Dejemos cuanto antes este aspecto mezquino prosaico, ruin, de la vocación de Cuervo, aspecto a que él no daba importancia; despreciemos a los mal pensados, como él los despreciaba. Cuervo, además de tener asegurado el pan de cada día, se sentía hombre de influencia; muchos personajes de provincias y algunos de la corte que tenían en Laguna residencia de verano estimaban a Cuervo en lo mucho que valía y a una recomendación suya atendían muchas veces antes que a la de un elector con docenas de votos. Pero él no solía sacar partido de esta ventaja; a lo que estaba, estaba; se contentaba con ser admitido y agasajado en la más escogida sociedad, lo mismo que en la casa más humilde.
Gracias a este trato continuo con los altos y los bajos había adquirido cierta soltura y equitativa independencia de maneras sociales que le hacían semejarse en este punto a esos grandes señores de verdad que saben ser aristocráticamente democráticos, y sin dejar de apreciar los matices de la clase y de la educación, estimar como la primera y la más respetable la condición humana, y, dentro de ésta, los grados de la debilidad y la desgracia.
Además, no era un adulador. Era un corruptor, pero sin echarlo de ver él, ni los que experimentaban su disolvente influencia. Ayudaba a olvidar; era un colaborador del tiempo. Como el tiempo por sí no es nada, como es sólo la forma de los sucesos, un hilo, Cuervo era para el olvido de eficacia más inmediata, pues presentaba de una vez, como un acumulador, la fuerza olvidadiza que los años van destilando gota a gota. Don Ángel vertía a cántaros el agua del Leteo.
Al volver de un entierro a la casa mortuoria, por la puerta que a él se le abría parecía entrar el aire fresco de la vida, la alegría de la Naturaleza inconsciente, el cándido egoísmo de las fuerzas fatales. Era el primero que hacía sonreír a la viuda, al huérfano. Los padres solían ser refractarios..., pero, al fin, sucumbían: sonreían también. Llenaba la sala oscura y las fantasías de cosas del mundo; discretamente, con medida, pero sin miedo ni hipocresías de rodeos, se convertía en un periódico noticiero del día de la fecha, y tenía el instinto seguro de los acontecimientos más a propósito para recordar la vida, la actividad, la salud, la fuerza, el movimiento, todo lo contrario de la muerte.
También aludía a la ceremonia reciente, al entierro, a los funerales, pero sin citar al protagonista; hablaba del coro, de lo lucido que había estado. Y sin insistir, se refería de pasada a las buenas relaciones de la familia. Sembrada esta primera semilla, vertido este primer chorro de agua del olvido, Cuervo dejaba a las visitas prodigar sus consuelos vulgares, y se metía por la casa adentro. Iba a la cocina; si allí había desorden, rastros de la enfermedad, descuidos consiguientes a los días de apuro, él procuraba que desapareciesen tales huellas; la cocina era para los vivos; ¡todo en su sitio! Había que alimentar bien a la señorita o al señorito para que no sucumbiera al dolor. Y comenzaba a sonar la maquinaria de aquella fábrica de conserva humana; gruñía el vapor, saltaba la chispa, chisporroteaba la lumbre, chillaba el aceite, y era el conjunto animado de tal orquesta un ergo vivamuns que sustituía al ergo bibamus, que no sería allí oportuno, aunque viniese a decir lo mismo.
De la cocina, don Ángel pasaba al comedor; preparaba, o retocaba, al menos, la mesa, y hasta no tenía inconveniente en aclarar un vaso o pasarle el rodillo a un plato, porque él quería el servicio como los caños del agua, como la plata; y si bien no tenía nada de particular que los criados, con la pena... de los amos, olvidasen el fregoteo, allí estaba él para suplir faltas. Y seguía su inspección por la casa adelante, vertiendo vida por todas partes, borrando vestigios del otro, del difunto, como desinfectando el aire con el ácido fénico de su espíritu incorruptible, al que no podía atacar la acción corrosiva de la idea de la muerte.
Por fin, llegaba a la jaula vacía, a la alcoba del enemigo, porque en adelante ya lo era el difunto. Comenzaba la guerra sorda, irreflexiva. ¡Abrir ventanas! Venga aire, fuera colchones; todo patas arriba; aquí no ha pasado nada. Como no hubiera orden expresa en contrario, y a veces aunque la hubiera, Cuervo transformaba el escenario de repente como el mejor tramoyista, y a los pocos momentos nadie reconocía la habitación en que había resonado un estertor horas antes.
No se podría decir si al que de allí había salido le estaban bautizando en la iglesia o enterrando en el cementerio. Pero faltaba lo principal: la escena, o serie de escenas, a solas con el que quedaba, con la viuda, con el hijo...