Cuervo (Clarín): 02
Capítulo II
Durante mucho tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses, como se empeña en llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato Resma, han venido negando, pero negando en absoluto, que su querida ciudad fuese insalubre. Según la mayoría de la población, la gente se moría porque no había más remedio que morirse, y porque no todos habían de quedar para antecristos; pero lo mismo sucedía en todas partes, sólo que «ojos que no ven, corazón que no siente»; y como allí casi todos eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos..., por eso, es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes eran, y parecían muchos.
-¡Claro! -gritaba cualquier vecino-, aquí la entrega uno, y todos le conocemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan tanto las cosas; en Madrid mueren cuarenta..., y al hoyo; nadie lo sabe más que La Correspondencia, que cobra el anuncio.
Después de la revolución fue cuando empezó el pueblo a preocuparse y a creer a ratos en la mortalidad desproporcionada. Según unos, bastaba para explicar el fenómeno la dichosa revolución.
-Sí, hay que reconocerlo: desde la Gloriosa se muere mucha gente; pero eso se explica por la revolución.
Según otros, había que especificar más. Cierto, era por culpa de la revolución, pero, ¿por qué? Porque con ella había venido la libertad de enseñanza, y con la libertad de enseñanza el prurito de dar carrera a todos los muchachos del pueblo y hacerlos médicos de prisa y corriendo y a granel. ¿Qué resultaba? Que en dos años volvían los chicos de la Universidad hechos unos pedantones y empeñados en buscar clientela debajo de las piedras. Y enfermo que cogían en sus manos, muerto seguro. Pero esto no era lo peor, sino la aprensión que metían a los vecinos y las voces que hacían correr y lo que decían en los periódicos de la localidad.
Sobre todo el doctor Torcuato Resma (que años después tuvo que escapar del pueblo porque se descubrió, tal se dijo, que su título de licenciado era falso); Torcuato Resma, en opinión de muchos, había traído al pueblo todas las plagas de Egipto con su dichosa higiene y sus estadísticas demográficas y observaciones en el cementerio y en el hospital, y en la malatería y en las viviendas pobres, y hasta en la ropa de los vecinos honrados. «¡Qué peste de don Torcuato! ¡Mala bomba lo parta!»
Publicaba artículos en que siempre se prometía continuar, y que nunca concluían por lo que ya explicaré, en el eco imparcial de la opinión lagunense, El Despertador Eléctrico, diario muy amigo de los intereses locales y de los adelantos modernos, y de vivir en paz con todos los humanos, en forma de suscriptores. Los artículos de don Torcuato comenzaban y no concluían: primero, porque el mismo Resma no sabía dónde quería ir a parar, y todo lo tomaba desde el principio de la creación y un poco antes; segundo, Porque el director de El Despertador Eléctrico se le echaba encima con los mejores modos del mundo, diciéndole que se le quejaban los suscriptores y hasta se le despedían.
-Bueno, comenzaré otra serie -decía Resma-, porque la ya empezada no admite tergiversaciones (así decía, tergiversaciones) ni componendas, y si sigo los caprichos de los lectores de usted, me expongo a contradecirme.
Y don Torcuato comenzaba otra serie, que tenía que suspender también porque el alcalde, o el capellán del cementerio, o el administrador del hospicio, o el arquitecto municipal, o el cabo de serenos, se daban por aludidos.
-Yo quiero salvar a Laguna de una muerte segura; se están ustedes dejando diezmar...
-Lo que usted quiere es matarme el periódico.
-Yo no aludo a nadie, yo estoy muy por encima de las personalidades...
-No, señor; usted tendrá buena intención, pero resulta que sin querer hiere muchas susceptibilidades...
-¡Pero entonces aquí no se puede hablar de nadie, no se puede defender la higiene, criticar los abusos y perseguir la ignorancia!...
-No, señor; no se puede... en perjuicio de tercero.
-Lo primero es la vida, la salud, la diosa salud.
-No, señor; lo primero es el alcalde, y lo segundo el primer teniente de alcalde. Usted sabrá higiene pública, pero yo sé higiene privada.
-Pero su periódico de usted es de intereses materiales...
-Sí, señor, y morales. Y mi único interés moral es que viva el periódico, porque si usted me lo mata, ya no puedo defender nada, incluso el estómago.
El último artículo que publicó Resma en El Despertador Eléctrico comenzaba diciendo:
«Esperemos que esta vez nadie se dé por aludido. Vamos a hablar de la terrible enfermedad que azota en toda la comarca al nunca bastante alabado y bien mantenido ganado de cerda...»
Pues por este artículo, que no iba más que con los cerdos, fue precisamente por el que tuvo que abandonar Resma la colaboración de El Despertador Eléctrico. No fueron los cerdos los que se quejaron, sino el encargado de demostrar que ya no había cerdos enfermos en la comarca. Este mismo personaje, que se tenía por gran estadista, excelente zoólogo y agrónomo eminente, fue el que años atrás había sido comisionado para estudiar en una provincia vecina el boliche. Parece ser que el boliche es un hierbato, importado de América, que se propaga con una rapidez asoladora y que deja la tierra en que arraiga estéril por completo. Pues nuestro hombre, el de los cerdos, fue a la provincia limítrofe con unas dietas que no se merecía; gastó allí alegremente su dinero, llamémosle así, y no vio el boliche ni se acordó de él siquiera hasta que, poco antes de dar la vuelta para Laguna, un amigo suyo, a quien había encargado que estudiara «aquello del boliche, o San Boliche», se le presentó con una Memoria acerca de la planta y una caja bien cerrada, donde había ejemplares de ella.
El hombre de los cerdos guardó la caja en un bolsillo de su cazadora, metió en la maleta la Memoria, y se volvió a Laguna. Y allí se estuvo meses y meses sin acordarse del boliche para nada y sin que nadie le preguntase por él, porque entonces todavía no estaba Resma en el pueblo, sino en Madrid, estudiando o falsificando su título. Al fin, en un periódico de oposición al Ayuntamiento se publicó una terrible gacetilla, que se titulaba: «¿Y el boliche?» El de los cerdos se dio una palmada en la frente y buscó la Memoria del amigo, que no pareció. No estaba en la maleta ni en parte alguna, a no ser los dos primeros folios, que se encontraron envolviendo los restos grasientos de una empanada fría. ¡El boliche! ¿El boliche de la caja? Ese pareció también... en la huerta de la casa. La caja se había perdido; pero el boliche, no se sabe cómo, había ido a dar a la huerta, y allí hacía de las suyas; pasó pronto a la heredad del vecino, y de una en otra saltó a las afueras, se extendió por los campos, y toda la comarca supo a los pocos meses lo que era el boliche y en qué consistían sus estragos. Este hombre de los cerdos sanos y del boliche fue el que hizo a don Torcuato dejar El Despertador Eléctrico, porque amenazó con incendiar la imprenta y la redacción y matar al director y a cuantos se le pusieran por delante.
Afortunadamente, por aquellos días aparecióJuan Claridades, periódico jocoserio que venía al estadio de la Prensa a desenmascarar a Lucrecia Borgia, o sea a la descarada inmoralidad, que lo invade todo, etc., etc. ¿Qué más quería don Torcuato? Allí continuó su campaña higiénica... en letras de molde. Pero tenía un formidable enemigo. ¿Quién? Don Ángel Cuervo; es decir, nuestro héroe.