Cuento de embustes

Cuento de embustes
de Fernán Caballero


Había vez y vez una Princesa muy estrafalaria, que dijo a su padre, el cual deseaba que tomase estado, que no se casaría sino con aquel que supiese mentir más que ella, y ella lo hacía de manera que nadie podía sobrepujarla. Llegó esto a oídos de un pastorcillo que anidaba por el campo.

-Yo me presentaré -dijo para sus adentros-, que de seguro le gano en mentir la palma a la Princesa; que mentir me lo ha enseñado una culebra descendiente de la del Paraíso -y se fue a Palacio.

-¿Qué traes? -le preguntó al verle llegar la Princesa.

-Sepa V. A. R. -respondió el pastorcillo- que he viajado mucho y que le vengo a relatar mis viajes.

-Bien está -dijo la Princesa-; pero si dices una palabra de verdad, te mando echar a la calle con cajas destempladas.

-Mi primer viaje fue largo -dijo el pastorcillo-, porque estando sembrando una palma, creció tan de pronto y tan alta, que me levantó consigo hasta el cielo. Llegué allí en tan buena ocasión, que me hallé en la boda de las once mil vírgenes; y porque a una de ellas eché un requiebro, me alargó San Pedro un puntapié, que me botó fuera. Atravesé en mi caída el mar, y me encontré con la luna, en la que me entré por un ojo, y me hallé que tenía los sesos de plata y los cabellos de oro; me descolgué por uno de ellos; la luna volvió la cara, y al verme se cortó el cabello de un bocado; este se desprendió, y caí en una calabaza, donde lo pasé muy bien, hasta que llevaron mi casa a la plaza, donde la compraron para un convento de monjas. Las monjas creyeron que era yo un gusano y me tiraron con la basura a la huerta del convento; habiendo caído un aguacero, me nací allí. Corteme las raíces con mi navaja y eché a andar por esos mundos. Llegué a un río, eché las redes, y pesqué un borrico; me monté en él y seguí caminando. A los dos días vi que tenía el animal una matadura; se le enseñé a un albéitar, que me mandó que le pusiera habas; se las puse y nació un habar que parecía un bosque; cogí una escopeta y me puse a cazar en él y maté a un jabalí; era hembra, y después de muerta parió una vieja, que bauticé, y le puse «Nací-tarde». La tía «Nací-tarde» se enamoró de mí, y por verme libre de ella me subí en una tortuga que corría más que el viento, y en un santiamén me llevó a los profundos centros de los mares. Allí me encontré un convento de sardinas, de que era priora una ballena, que al verme abrió su bocaza y me tragó; pero con un chorro de agua, que echó por las narices me lanzó a la orilla. Allí me encontraron tendido unos marineros, y como la sal del mar se había cuajado, y estaba yo todo blanco y agarrotado, me vendieron a unos «santi-barati», que a su vez me vendieron a un sevillano, que me puso en el patio de su casa, rodeado de tiestos con matas. La primera noche llovió, y con eso se me derritió la sal y pude echar a correr. Supe que Su Alteza Real buscaba para premiarlo a uno que fuese más embustero que ella, y dije: Allá voy a probarle que yo lo soy.

-Pues ya dijiste una verdad, pues mientes más que yo -dijo la Princesa-, por lo cual no te puedes casar conmigo; pero como has mentido tan bien, mejor que otro alguno, es justo que te premie y te dé un buen destino. ¿Qué destino hay vacante? -preguntó S. A. R. al ministro.

-Señora -respondió el ministro-, no hay otro alguno que el de director de la «Gaceta», por haber muerto esta mañana el que lo era.

-Pues que sea inmediatamente dado dicho destino a este pastor, por los méritos que ha contraído -repuso la Princesa.

Y así sucedió, y el pastorcillo siguió mintiendo en la «Gaceta», por lo cual las gentes dieron en decir: «Mientes más que la 'Gaceta'»; dicho que se hizo refrán y dura hasta el día.