Cuasi - Pesadilla política

Cuasi - Pesadilla política
de Mariano José de Larra


Hay hombres que dan su nombre a su siglo, hombres privilegiados que, calculada la fuerza de cuanto los rodea, y la suya propia, saben hacer a la primera tributaria de la segunda; que se constituyen manivelas de la gran máquina en que los demás no saben ser más que ruedas. Dan el impulso, y su siglo obedece. Hombres fascinadores, como la serpiente, que hacen entrar cuanto miran en la periferia de su atmósfera; hombres reverberos, cuya luz se proyecta toda al exterior sobre los demás objetos y les da vida y color. Son los grandes mojones que el Criador coloca a trechos en la Creación para recordarle su origen; por ellos se ha dicho sin duda que Dios ha hecho el hombre a su semejanza.

¡Sesostris, Alejandro, Augusto, Atila, Mahoma, Tamurbec, León X, Luis XIV, Napoleón! ¡Dioses en la tierra! Sus épocas participaron de su energía y de su grandeza; en derredor suyo y a su ejemplo se produjeron, a modo de emanaciones de ellos, multitud de hombres notables, que recorrieron como satélites su misma carrera. Después de ellos, nada. Después del coloso, los enanos.

Actualmente empezamos a dejar atrás una época que tendrá nombre; el último hombre reverbero ha desaparecido. Después del hombre grande, todo hombre es chico. Uno sólo falta, y se necesitan cien mil para llenar su vacío. ¡Y aún! Expirado el reino del hombre, entran los hombres. Agotados los hechos, nacen las palabras.

¡Si habrá épocas de palabras, como las hay de hombres y de hechos! ¡Si estaremos en la época de las palabras!

Acababa de hacer estas reflexiones, cuando sentí sobre mí algo más fuerte que yo; oí sin ver, y mudé de sitio sin andar.

–Ven conmigo, dame la mano. ¿Ves esa mancha enorme que se extiende sobre la tierra y crece y se desparrama como la gota de aceite que ha caído en el papel de estraza? Es la segunda Babel. Estás sobre París. Mira los mortales de todos los países. Cada cual se apresura a traer aquí una piedra para contribuir al loco edificio. ¿No oyes ya la confusión de las lenguas? El inglés, el alemán, el español, el italiano, el... ¡Babel la nueva! Empiezan a no entenderse. Ya en una ocasión se han tirado unos a otros a la cabeza los materiales de la grande obra; el suelo ha salido de madre como un río de su álveo; las casas se han desmoronado... era el amago de la confusión, de la no inteligencia. «¡Una cadena nos pesa!», dijeron; y en vez de añadir: «¡Fuera cadena!»,clamaron: «¡Otra que no pese!». Risum teneatis? El lobo los comía, y en lugar de comerse ellos al lobo, se comieron unos a otros. Raro modo de entenderse. Corrió la sangre y hoy están como estaban.

»Sube a lo más alto y oirás el ruido inmenso, el ruido del siglo y de sus palabras, y oirás sobre todas ellas la gran palabra, la palabra del siglo.

–Lo que veo es los hombres muy pequeños; pero la distancia sin duda...

–¡Bah!, de aquí no se ve más que la verdad. ¿Los ves pequeños? Ahora es únicamente cuando los ves como ellos son. De cerca, la ilusión óptica (ésta es la verdadera frase física) te los hace parecer mayores. Pero advierte que esas figuras que semejan hombres, y que ves bullir, empujarse, oprimirse, retorcerse, cruzarse y sobreponerse, formando grupos de vida como los gusanos producidos por un queso de Roquefort, no son hombres tales, sino palabras. ¿No oyes el ruido que se exhala de ellos?

–¡Ah!

–Palabras del derecho, palabras del revés, palabras simples, palabras dobles, palabras contrahechas, palabras mudas, palabras elocuentes, palabras-monstruos. Es el mundo. Donde veas un hombre, acostúmbrate a no ver más que una palabra. No hay otra cosa. No precisamente a palabra por barba; tampoco. Despacio. A veces en uno verás muchas palabras, tantas, que aquel solo te parecerá cien hombres; en cambio, otras veces, y será lo más común, donde creas ver cien mil hombres, no habrá más que una sola palabra.

»Mira las palabras de dos caras, palabras-bifrontes, Janos; son las palabras de honor, llamadas así por apodo; según te necesiten las verás del bueno o del mal frente. A su lado, las palabras-promesas, palabras-manifiestos, regularmente coronadas, siempre escuchadas y creídas, pero tan ambiláteras como las otras; palabras-callos, endurecidas, incorregibles, que han de arrancarse de raíz si han de dejar de doler.

»¿Ves esa multitud de figurillas que se agitan, se muerden, se baten, se matan?... Todo eso es la palabra Honor. ¿Ves ese sinnúmero, muchedumbre armada, toda erizada y hostil? Lo llamáis ejército, y no es más que ambición; palabra-monstruo, briares, palabra-puercoespín, llena de púas; palabra-percebe, toda patas y manos. Mira qué de furiosos; teas encendidas, sangre, saqueo, confusión; todo ese ruido son nueve letras: «fanatismo», palabra-loco de atar; sin embargo, nadie la ata.

»¡Ah! Aquí viene la palabra-arlequín, la palabra-camaleón. ¡Qué de faces, qué soltura! Todos corren tras ella, inútilmente. Mira cómo la quiere coger la palabra-pueblo es de las que llamé palabras-contrahechas; ciega, sordomuda, se deja guiar e interpretar, sin hacer más que dar de cuando en cuando palo de ciego; como no ve, da ciento en la herradura y ninguna en el clavo; por lo regular se da a sí misma.

»Pero todo ese vano ruido se apaga y se confunde. ¡Sitio, sitio! ¡Plaza, plaza! La gran palabra, la nuestra, la de nuestra época, que lo coge y lo atruena todo. En ella se cifra nuestro siglo de medias tintas, de medianías, de cosas a medio hacer; de todas las palabras que reinan en figura de hombres y cosas por allá bajo, ésta es en el día la que reina sobre todas: CUASI. Ése es todo el siglo XIX. Obsérvala; a cada una de sus facciones le falta algo; no es más que un perfil; ni está de pie, ni sentada. Vestida de blanco y negro día y noche. Más breve: palabra-cuasi, cuasi-palabra.

»Empezamos por aquí. Mira al suelo perpendicularmente. A tus pies está la Francia. Un pueblo cuasi-libre la ocupa. En otro siglo hubiera hecho una revolución entera; en éste, y en su año 30, no ha podido hacer más que una cuasi revolución; en el trono un cuasi rey, que representa una cuasi legitimidad. Una Cámara cuasi nacional, que sufre en el país de nuevo una cuasi censura, cuasi abolida por una cuasi revolución; un rey cuasi asesinado; una gran nación cuasi descontenta y otra conmoción política cuasi próxima.

»¿Qué ves en Bélgica? Un estado cuasi naciente y cuasi dependiente de sus vecinos, mandado por otro cuasi rey.

»Mira la Italia. Tantos estados cuasi como ciudades; cuasi presa del Austria. La antigua Venecia cuasi olvidada. Un Supremo Pontífice, en el día cuasi pobre, y del cual cuasi nadie hace caso.

»Vuélvete al Norte. Pueblos cuasi bárbaros, regidos por un emperador cuasi déspota en un país cuasi despoblado y desierto. En Alemania los pueblos cuasi más civilizados con un Gobierno cuasi absoluto cuasi temperado por sus Dietas, instituciones cuasi representativas. En Holanda, nación cuasi toda mercantil y navegante, un rey cuasi rabioso y cuyo poder cuasi se desmorona.

»En Constantinopla mismo, un imperio cuasi agonizante, una civilización cuasi naciente y un sultán cuasi ilustrado, con costumbres cuasi europeas.

»En Inglaterra, una industria y un comercio, monopolio cuasi del mundo; un orgullo nacional cuasi insufrible y otro cuasi rey que no decide cuasi nada, y una mayoría cuasi whig. Un Gobierno cuasi oligárquico, que tiene la audacia de llamarse liberal.

»En Portugal, una cuasi nación, con una lengua cuasi castellana y recuerdos de una grandeza cuasi borrada. Un cuasi ejército y una cuasi protección a España de cuasi seis mil hombres, cuasi todos portugueses.

»En España, primera de las dos naciones de la Península (es decir, de la cuasi-ínsula), unas cuasi instituciones reconocidas por cuasi toda la nación; una cuasi-Vendée en las provincias con un jefe cuasi imbécil; conmociones aquí y allí cuasi parciales; un odio cuasi general a unos cuasi hombres que cuasi sólo existen ya en España. Cuasi siempre regida por un Gobierno de cuasi medidas. Una esperanza cuasi segura de ser cuasi libres algún día. Por desgracia muchos hombres cuasi ineptos. Una cuasi ilustración repartida por todas partes. Una cuasi intervención, resultado de un cuasi tratado, cuasi olvidado, con naciones cuasi aliadas. El cuasi en fin en las cosas más pequeñas. Canales no acabados, teatro empezado, palacio sin concluir, museo incompleto, hospital fragmento; todo a medio hacer... hasta en los edificios el cuasi.

»Por último, tiende la vista por doquiera; una lucha cuasi eterna en Europa de dos principios: reyes y pueblos, y el cuasi triunfante de ella y resolviéndola con su justo medio de tener cuasi reyes y cuasi pueblos. Época de transición y de transacción; representaciones cuasi nacionales, déspotas cuasi populares; por todas partes un justo medio, que no es otra cosa que un gran cuasi mal disfrazado.

–¡Oh!, dejadme respirar, por Dios; estoy cuasi mareado.

–Plutarco ha dicho que los pueblos serían felices cum reges philosopharentur, aut cum philosophi regnarent. Respetando la opinión de Plutarco, yo me atrevería a decir que los pueblos no serán nunca felices ni más ni menos que los individuos que los componen. Pero pudieran al menos ser hombres y ser pueblos si no fueran en el día cuasi nada. Luchando entre principios contrarios, sufren el tormento del que descuartizan cuatro caballos que corren en direcciones opuestas.

Concluido este cuasi sermón, cesé de oír, y a poco cesé de ver; dejado de la mano del ser fantástico que me sostenía sobre Babel la nueva, volví a caer en París, donde me encontré rodando entre la confusión de palabras vestidas de frac y de sombrero que a pie y en coche recorren las calles de la gran capital. Volví a ver los hombres de nuevo, grandes como no son, y abrí los ojos buscando mi cicerone.

No vi nada sino el gran cuasi por todas partes.