Cuadros de viaje (1915)
de José Ortega y Gasset


¡SE VAN, SE VAN!





Debe haber en mi corazón algo así como una nao con las velas rotas y los obenques segados, porque de otro modo no acierto a explicarme la atracción que sobre mí ejercen los puertos. Sentado en uno de estos norays de hierro donde se amarran los vapores y que llevan impresa en relieve la marca de fábrica, yo me estaría unos cuantos siglos, como dicen que oyendo a un jilguero se estuvo cierto santo eremita. Y más que en ningunos otros, hallo complacencia en estos puertos españoles, que son todos un poco tristes, porque son todos un mucho pobres.

Así en este puerto de Gijón, tan sin ventura, que ni siquiera es el puerto de Gijón. Enfrente de él, a unas cuantas millas de distancia, avanza sobre el mar, como una lengua que lame su espalda inquieta, un cerro oscuro. Los ingenieros fueron allá, desventraron el cerro y, a la fuerza, lo convirtieron en puerto del Musel. Luego vinieron los empleados del Ministerio de Fomento e hicieron del puerto del Musel el puerto de Gijón. Para todo ello se encontraron razones sobradas de orden económico y náutico. Hubo, sin embargo, largas y ardientes disputas que dividieron en dos bandos acérrimos a los gijoneses, como hoy se dividen en germanófilos y francófilos y mañana se dividirán de otra manera, porque a los buenos españoles les es el mundo un pretexto para querellarse los unos con los otros.

Puesto a elegir, yo me declaro partidario del viejo puerto gijonés. ¿Por qué? Por casticismo, por tradicionalismo. En nuestra raza lo castizo fue siempre ponerse de parte del vencido. El primer poema que un español compuso — La Farsalia, de Lucano — cantaba a un vencido, y el héroe de nuestra mejor novela personifica la enorme capacidad del hombre para ser derrotado. Por esto prefiero el puerto antiguo de Gijón, que es de los dos el vencido. Apenas si se hace caso de él, y hasta don Faustino Rodríguez Sampedro, que es propietario de uno de los muelles, se afana por desprenderse de su propiedad y quiere vender a toda costa el muelle al Ayuntamiento.

Todos los días, entre doce y una, vengo a visitar el pequeño puerto humillado. Suele haber media docena de vapores o poco más que van ingurgitando por sus anchas escotas las vagonetas cargadas de carbón. Algunas balandras y quechemarines aguardan aquí y allá, movidas levemente por la respiración del mar. que se contrae y se dilata en ritmo jamás roto como un pecho infinito. Atracada junto a un montón de tablas y unos toneles de éter yacentes sobre el muelle, está la goleta Luisa, tan blanca y tan menuda, dejando ver todas sus intimidades. Es ya una amistad, contraída por el azar de un encuentro, como todas las amistades. Tiempos vendrán en que se avergüence el hombre de haber ejercitado sin método y al acaso este supremo modo del sentimiento que llamamos amistad. Un día la amistad se organizará científicamente. Entretanto nos hacemos amigos de un hombre como de una goleta, porque los hemos encontrado en nuestro camino. Cada siete u ocho días la goleta Luisa llega de Santander, rasgando la fina piel del mar, y se adhiere al muelle del Sr. Rodríguez Sampedro. En lá cubierta picotean unas gallinas, se desliza un gato de piel luminosa y hace sus bellaquerías un mico que el patrón compró en Lisboa. La admiración hacia el Prometoide encadenado suele reunir sobre el muelle un tropel de muchachos que le azuzan con grandes gritos agudos: ¡Portugués, portugués!

Uno de los mayores encantos que para el hombre de tierra ofrece la vida del hombre de mar, es la extrema alternativa entre máxima actividad y completa inercia que aquélla trae consigo. Hombres de tierra adentro serían igualmente incapaces de soportar los febriles afanes de la hora de tormenta o la en que culmina la pesca y la profunda inacción de los días en el puerto. Nadie sabe estarse tan heroicamente inmóvil horas y horas, como estos pescadores.

Estos pescadores no son asturianos. Me ha parecido observar que la raza asturiana vive en cierto modo de espaldas al mar, por lo menos, que no tiene los instintos piscatorios. He oído que prefieren la navegación de altura, que son, en gran número, pilotos y fogoneros. Así será: pero en toda la costa que he recorrido no he visto más que un pueblo que tenga el alto estilo de las razas pescadoras. Se llama Cudillero, y es un terrible nido hincado en la peña, apto sólo para que de él se lancen al mar sus hombres, como recios cormoranes, «el cuello tendido, el ala silbando».

Pero estos pescadores a que me refiero son vascos. ¡Pobre puerto viejo de Gijón! No ha bastado al destino humillarle supeditándole al joven puerto del Musel, tan petulante, con sus grúas aparatosas y sus trasatlánticos, allá enfrente, bajo el cerro tajado. Esta es, al fin y al cabo, una humillación económica y administrativa, una preterición y mengua de orden civil. Y a un temperamento delicado y digno, con vitalidad recogida e íntima, le trae siempre un poco sin cuidado todo lo civil y administrativo. Los hombres más finos han sentido siempre un secreto placer en verse pobres y ser nadies. Los rangos económicos y los sociales se fundan en un principio de utilidad, y el hombre exquisito sabe desde hace dos mil años que a las cosas óptimas del universo les acontece ser inútiles.

Es más doloroso para este puerto que ante una pupila desinteresada, prevenida a mirarlo estéticamente, su nota más vigorosa y cumplida, la que mejor se prende en la memoria y más sacude la fantasía consiste en unas lanchas boniteras vizcaínas que siempre hay en él surtas. Sobre todo cuando se ha anunciado galerna y el cielo ceniciento gravita a lo largo de la costa, acuden por docenas, con un rumor de alarma, ligeras y trémulas bajo las ráfagas. Allí se están dos o tres días, unas junto a otras, en haces disciplinados, con su mástil único y oblicuo teñido de añil, su obra muerta de color añil, sus hombres hercúleos con anchos calzones azules, prietas camisetas de punto, boinas ajustadas, pipas en las bocas, semblantes triangulares, tallados en carne bruna por el hacha de un dios terco y simplista. N o cabe imagen más llena de estilo, en que un modo de vida se exprese a sí mismo con tal pureza y plenitud. La nave y el hombre parecen aquí inseparables y forman una extraña unidad monstruosa, de esencial mitología, parida por el mar en una jornada tempestuosa y fecunda. Estos pescadores, digo, no abandonan nunca su embarcación; perduran en actitudes hieráticas indefinidamente, esfumados en la dulce niebla de la marina, y tienen además la ventaja de parecerse todos algo a D. Miguel de Unamuno.

¡Inercia letal del puerto a mediodía! En el Iciar — un vaporcito que hace el cabotaje desde San Sebastián — se ha suspendido la labor de carga durante la siesta. En el suelo un hombre duerme tendido; el alma de tina pala sírvele de almohada. Chapotea el agua tenazmente.

Y llegan dos hombres. Uno, con chapeo pardo, mugriento; otro, con gorra gris desfilachada. Ambos maltraídos, con gesto de atroz cansancio, las barbas crecidas y la tez de ese color amarillento que viene de las noches a la intemperie y las mañanas sin aseo. Se acercan al hombre que duerme sobre el hierro de la pala, y uno de ellos dice:

— ¿Ha venido el capitán?

— No, todavía no.

— ¿Cree usted que nos dará trabajo para llevarnos en cambio a San Sebastián?

— ¡Mal se anda, amigos!

— ¿Cómo se va a andar?... Ciento veinticinco leguas traemos desde El Ferrol. Y o y aquí mi cuñado...

— Pues a mala parte vienen si buscan trabajo.

— No, si vamos para Francia.

El hombre del chapeo pardo es un castellano que habla con una rara inteligencia de las cosas; es sereno y enérgico ante la vida, ante esa vida suya áspera, opresiva. Todo lo ve como es, con claridad y precisión. El hombre de la gorra gris, su cuñado, es extremeño; como suelen hoy — (¿dónde nació Pizarro, Hernán Cortés?) — los de su tierra, tiene el carácter reblandecido y morazo; sin espontaneidad, sin arranque, va al estricote del otro. Llamado por éste, fue de Cáceres a Ferrol; tardó tres meses; cuando llegó había pasado la buena ocasión para el trabajo. Pone a la vida adversa un rostro entre lamentable y cómico, y oculta su cobardía ante la dureza del destino bajo un disfraz de burlas.

— En Ferrol se acabó el trabajo — prosigue el del chapeo pardo —. Un amigo mío que se fue a Burdeos hace seis meses y' hoy tiene una buena colocación me ha escrito que me vaya y nos dará jornada. Por eso, dejamos diez reales a las mujeres y echamos a andar con otros diez. En Galicia nos echaban de los pueblos.

— ¡Qué gente, la verdad!—interrumpió el extremeño—. Pero yo me decía: donde una tierra acaba otra empieza. ¡Vamos pa alante!

— Las canteras están cerradas, muchas fábricas lo mismo. Las minas apretadas de obreros.

— ¡No hay donde dar una peoná!

— No sé cómo hemos llegado aquí. Hay que ver esos caminos, llenos de gente como uno, con los «macutos» a la espalda y los dientes largos.

— Va más gente por esas carreteras que por la calle Mayor.

— ¿Y dónde van? —pregunto yo.

— Todos pa Francia, caballero. Allí se vive bien. Pero aquí todo va mal. Los comercios están ahogados. Porque, mire, caballero, los comercios no viven del rico, sino del pobre; cuando el pobre hambrea los comercios se secan.

— Ayer comimos gracias a una motocicleta. Veníamos con un sol que hacía sudar hasta al gallo de la Pasión. Y pasó uno con una motocicleta. Y yo le dije a éste: —Cristo, ¡quién tuviera ruedas! Y éste me dijo: —Déjale, que puede que acabe al paso, como nosotros. En efecto: media legua más allá lo encontramos parado, soplándole a la máquina. Le estuvimos ayudando, y, al fin, tuvimos que cargar el chisme a la espalda. Nos dio dos pesetas, y comimos.

— Todos los días —dice el de la pala— llegan aquí a púnaos gente como vosotros.

Y entonces el extremeño cómico y lamentable pronunció esta frase esencial:

— Le digo a usted que esta guerrita va a arreglar el estómago a más de cuatro.

¿Germanófilos, francófilos? Insultos de unos periodistas a otros periodistas en las columnas impresas, de unos ciudadanos a otros ciudadanos en torno a las mesas de los cafés, soberbias y estulticias oratorias, ausencia de lealtad y cordialidad nacional, palabras...

Y en tanto, estos dos hombres, el uno con su chapeo pardo, el otro con su gorra gris, carretera adelante, hacia Francia, se van.

España, 9 septiembre 1915.