Cronicuentos disparatados
ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO
CRONICUENTOS DISPARATADOS
Primera Edición 2006
Aquel día la ilustre y elegante madame Monalisa me recibió en la lujosa prisión de sus encantos. Yo había viajado hasta Francia patrocinada por el recién fundado Instituto Franco-Mexicano de la Feminidad Icónica Liberada, A.C. con el propósito de entrevistarla para la revista El muy, pero muy eterno femenino.
Después de haber hecho todo tipo de largos e increíbles trámites burocráticos (creí que sólo en nuestro país reinaba la sandez tortuguista), por fin recibí la autorización de efectuar este curioso propósito y como consecuencia emocionante, hoy me encuentro en la gigantesca casa, toda una fortaleza, de esta famosa mujer, quien, por supuesto, me ha recibido con esa misteriosa sonrisa que oscila entre la burla y el placer; displicente conciencia sarcástica de adivinar lo que de ella se dice y de disfrutarlo rebosando de picardía.
Cuando entré en el museo, un guía me indicó la sala donde se ubicaba la célebre dama y me advirtió que estaba prohibido el flash. De inmediato la vi en su gran exhibidor -vestida discreta, pero con gran elegancia, según la moda de su época -y sin perder las sonrisas, ni ella ni yo, me indicó que me acercara.
Fascinada la miré luminiscente y apenas si pude murmurar, como buena caravanera mexicana:
-Gracias por tener la amabilidad de recibirme, Madame. Sólo le quitaré unos minutos, que nada son, ante su perenne inmortalidad. No sabe usted cuánto anhelaba esta entrevista que me congratula hacerle porque una beldad artística como lo es usted…- Ella, sin tanto preámbulo y al grano, con una voz melodiosa, a la florentina, me contestó gentil, sin olvidar su compostura:
-Sé bienvenida a mi sala, representante de los simpáticos mexicanos. ¿A qué debo la insistencia de tu visita?
-Como usted es muy conocida en el mundo entero, y hay tanto que se ha comentado sobre su persona, mi revista quiere saber si se podría agregar algo más que aún no se haya dicho sobre su vida; sobretodo aclarar el más interesante dato que intriga a su multitud de admiradores, o, como se dice hoy, sus fans: Su sonrisa. ¿Por qué sonríe siempre?
-(¡Ah! Come tutti scemi di sempre.) En primer lugar, porque así quedé retratada, ¿Lógico, no? y en segundo, porque Leo -tan sensible y tan erudito- siempre le gustaba inundar de símbolos su ambiente; sabía tantos códigos que iban desde Hermes Trimegisto pasando por Zoroastro, Pitágoras y Platón, hasta Marsilio Ficino o Giovanni Pico della Mirandola, sus casi contemporáneos; como siglos después lo hacía el misterioso alemán, Atanasio Kircher, y a mí me dejó como una muestra ejemplar de uno de sus refulgentes regodeos semióticos.
Por eso me dicen la Gioconda, es decir, en italiano, la juguetona o la gozosa; del latín iocum cuasi sinónimo de gaudium que en occitano dio gai en el sentido de gozo y de ahí se extendió al francés y a otros idiomas, como el inglés, donde se convirtió en el comodino y eufemístico gay.
Por eso a mí me ven, desde el populacho hasta los intelectualoides, como alegre y vistosa; gai, en la breve y antigua palabra provenzal; y tantas adjetivaciones semejantes que me han endilgado: animada, vital, festiva; hasta de loca disfrazada me han tratado.
La verdad es que yo soy hija de la Gaya Ciencia que inspiraba a mi pintor, la ciencia de la felicidad, la filosofía hecha de amor; acaso porque él tenía ese regocijo amoroso que sus manos y sus ojos dieron forma en mí y en otras de sus obras. El deleite de la creación. El que no medita la Gaya y no la ejecuta, sólo se queda en gallo de vulgar y efímero corral.
Recuerdo cuando Leonardo me leía versos del primer trovador conocido, Guillaume de Poitiers, un poeta del 1100, y los de otros, cuya regla era ser gozosos, alegres, gais. Quizás ahí radica el origen de mi dichosa sonrisa. Era tan bello escuchar en labios de Leo, cuando yo posaba para él, las realizaciones poéticas de las Leys d’Amors de los ya para entonces viejos poetas de Provenza. Éstos hacían de la íntima alegría, una de las cualidades esenciales del amor cortés; ese que se paseaba garboso entre gaias domnas, en el gai temps de pascor y en los gais auzels donde el so o sonido melódico se constituía en la primera condición para algo ser gai y poder escribir gaias razós y gaias chansós, eso que hoy no tienen ustedes, con tantas estridencias de la animalada reguetonera y rapera que hace cada vez más ligeros de cascos a los jóvenes de su siglo; pero sobre todo, cráneos vacíos con articulaciones mecánicas, como los autómatas que diseñaba nuestro Da’Vinci. En cambio nosotros… - y mostraba su sonrisa inmortal como en un suspiro de complacencia.
Asombrada ante su discurso académico concluí que Monalisa era una verdadera e ilustrada dama ítalo-francesa renacentista, aunque haya, según algunos expertos, ciertas sospechas, nunca confirmadas, sobre su real personalidad. Nacida en Italia, se vio obligada a radicar en París, por culpa de los mercachifles del arte, en el famoso Museo de Louvre, desde hace siglos.
-Sí, ya sé lo que estás pensando- exclamó levemente molesta, ante mi boquiabierto silencio, pero siempre con su sonriente beneplácito.- Aunque se haya dicho que fui un adolescente pre-bigotón disfrazado de mademoiselle, no fui un travesti ni novio de Da’Vinci. Ni me estaban metiendo el dedo por debajo haciéndome cosquillas. Mi sonrisa es insinuante, nada más.
-¿Insinuante de qué?
-De lo que quieran. Esto es lo que un buen crítico semiótico denomina indeterminación sustancial, según he escuchado a algunos de los especialistas que suelen analizarme o psico... ¿Capisci?
-¿O sea que astutamente Don Leonardo Da Vinci quiso dejar esa insinuación múltiple en su retrato?
-¡Claro! Como un acto concreto de la Gaya Ciencia; no saben cómo lo disfrutó. Mi sonrisa le parecía la cúspide de las Leys d’Amors. La aquiescencia, el goce interior… la síntesis de la íntima fruición y afirmaba que yo tenía una sonrisa tan enigmática que le permitiría jugar con los múltiples sentidos de ella. ¿Cómo dicen hoy ustedes? Eso de Derrida. Creo que diseminación o desconstrucción. Yo me reía siempre de él y de sus grandilocuentes disparates como los que hoy ustedes repiten como nuevos, pero que el sol ya los ha escuchado muchas veces.
Lo que pasa es que la seria cara con la que se le conoce, ha destanteado a la humanidad. Soy un guiño de su relajo renacentista. A mí me divertía imaginar lo que pensarían…Y así me quedé, no sonriente en la loma, sino en mi cuasi, Santo Óleo.
-Pero un señor de barbas (por eso se las dejan algunos), parece ser muy formal o ¿no?, madame Monalisa.
-Eso confunde, ya ves al tal Santaclós, qué de risotadas da y eso que luce una blanca barba de anciano. (C’est un con.) De seguro por su promoción-inglesa le quitaron lo sereno de Papa Noel y lo hicieron un copión que de todo se ríe, como insulso chiste yanqui.
-Pero Santa es un santo y Leonardo no lo era.
-En verdad, no. Era muy picarón, si supieran… Pero se creía mago y me dejó encantada, sonriendo para siempre, sin la esperanza de que venga un príncipe y me quite la dichosa sonrisita, que con la cuenta de la luz que gastan en mí, para que me vea lisa y no se le noten las arrugas a esta Mona, - a la tela de mi pintura, me refiero- se me ha hecho eterna como el título de su revista.
-¿Entonces no le gusta su sonrisa?
-Para ser franca, me agrada sonreírme de los que creen adivinarme…
-¿Se siente cómoda en este célebre museo parisino, El Louvre?
-Pues no mucho, porque a diario tengo que soportar a tantos mirones que intentan descubrir en mí esas sabidas no sé qué cosas. Murmuran, pontifican y lanzan exclamaciones en todos los idiomas al verme:
- ¡Magnificent!
- ¡Tutta una bellísima madonna!
- ¡Est tres belle!
-¡Voto a Dios que ésta no es lo que aparenta!- y se acercan hasta donde mi guardián lo permite y alguno que otro, aunque como sabes, están prohibidos los flashazos, me deslumbra con sus relámpagos de contrabando.
La de escándalos armados por culpa de tales fanáticos míos. A veces me dan ganas de insultarlos, pero tengo que seguir sonriendo: ¡Ji!, ¡Ji! ¡Ji! (Las palabrotas sólo las pienso, porque Ich bin eine dame. No como las vulgares rockeras de hoy.)
Como entenderás, únicamente cuando cierran el museo, puedo salirme de cuadro y andar de grande charla con la presuntuosa de la Milo que recupera sus brazos y manos de Venus y se siente la estrella del Louvre. Yo dejo que se lo crea, pues al fin al cabo, siempre la eclipso. A ella nunca la han sacado a pasear tantas veces como a mí, para visitar otros museos del mundo. ¡Es tan pesada!
Otra que recupera su inteligencia, es decir, la cabeza y se transforma en una loca desternillada y destornillada, pues vuela para aquí y vuela para allá, como gallina recién desenjaulada, es la Victoria de Samotracia. Sólo se queda quieta cuando ve que se abren los sarcófagos egipcios y las momias salen a bailar un psycho trance para actualizarse en sus monótonos bailes orientales. Entonces ella se siente la Mata Hari y mueve como desatada, el vientre. Porque has de saber que la tal espía, sí sabía menearlo bien, no como otras…
-¡Oh, el tiempo que se me ha concedido para este diálogo, se ha acabado, querida Gioconda! ¡Es una lástima! Ha sido tan breve el placer y tan largo el viaje. Sólo me dieron sus cuidadores unos minutos para charlar con usted, sin embargo, todo ha sido fantástico doña Monalisa y me gustaría permanecer un rato más, pero creo que están a punto de cerrar el museo y tengo que despedirme. Sólo una última pregunta quisiera hacerle: ¿Está celosa de las mujeres de hoy que intentan ser afamadas como usted?
-¿Celosa yo? Esas ni me importan. Todas son unas fugaces y desparpajadas vendeculos. ¿Cómo voy a tenerles celos, si yo soy imperecedera? Nunca necesité más que una sonrisa para ser atrayente y no como…
Apresurada corté el desenlace que se adivinaba venir y le agradecí la interesante información dada. Ya sólo dije:
-Deseamos que nunca se le quite esa cara de gozosa que tanta falta hace en estos tiempos de neuróticos muy disimulados por la televisión.
Ya verá como algunos payos pedantes de mi país, se van escandalizar con esta humorística y fantástica entrevista. Y los nacos ni la entenderán. Acaso los verdaderos artistas, sonrían ante los comentarios adversos de los intelectuales de capilla que se las dan de grandes cerebros, pero esté segura que no serán perdurables, como usted lo ha sido.
Ella asintió con su indeleble sonrisa el comentario y yo terminé como en un sálvese quien pueda, pues ella ya se aprestaba a lanzar más disparos…
-Ojalá que pronto pueda volver a entrevistarla para saborear un poco más de su humorismo gozoso, de su pizpireta charla y de la visión que tiene usted de nuestro siglo XXI. Chao. Y salí como escurrida de mi pequeñez.
La noticia llegó a los cielos con la rapidez del rayo de Zeus, quien se despertó en su cunita de anciano furioso porque no lo dejaban permanecer en su sueño eterno desde que el tierno de Joshua le había dado su lección de amor y paz. Por fortuna, sonreía Zeus, las guerras entre los estúpidos humanitos proseguían y parecían no tener fin, aunque los teóricos del eros lanzaran manifiestos, sentones y marchas.
Pero resulta que las más recientes novedades traídas por el de los pies alados, Hermes, indicaban que ya de nada servían las hazañas de sus notables hijos e hijas; ni Hércules ni Aquiles ni Héctor ni Odiseo; es más, ni Homero que los engreídos historiadores daban también por inexistente, debía ser tomado en cuenta en las escuelas. Era tan complejo y descontextualizado leer la Ilíada y la Odisea; y aún más, el Mahhabaratha y el Ramayana. Las tragedias ni mencionarlas; indescifrables y malos ejemplos de violencia para la juventud.
Era el colmo: tanto que había costado ganarse de boca en boca la fama de inmortales para que ahora... ¡Nefastos historiadores del estúpido siglo XXI que se creen con el derecho de parcharlo todo! Renegados de Herodoto, de Hesíodo, de Apolodoro, de Ovidio, de Isidoro de Sevilla, de Alfonso X, el sabio; hasta de César Cantú, de Will Durant, de Veit Valentin, de Jacques Pirenne, de Walter Goetz y muchos otros profundos investigadores de nuestro pasado. En cambio con estos ligeruchos iconoclastas, proseguía Zeus, rojo de energumenia, adiós Palas Atenea, Afrodita y Artemisa, las tres gracias que se habían quedado como en un engarróteseme a’i convertidas en estatuas de mármol y más frías que el Eneas despreciador de Dido.
-¡Tan buena que estaba! (se interfirió a sí mismo, como en uno de sus relámpagos irascibles, el enojón libidinoso máximo jerarca del Panteón, del Parnaso y del Olimpo). No era posible tanta pedantería, dizque intelectual, de los endiosados espulgadores de la historia.
Todos los héroes eran solo mentira. Ensoberbecidos preconizaban: Inventos para darles atole con el dedo, en términos de Huitzilopochtli, a los creídos humanitos siempre explotados por los poderosos asaltantes de los tronos y hacerlos vivir en el engaño de sentimientos de admiración que ayudaban a mantener el equilibrio psicosocial a los estados esclavistas, feudales, mercantilistas, capitalistas o comunistas que han existido en el chismoso planeta Tierra.
Zeus confirmó que era necesario efectuar una junta urgente donde reunidos en mesas de discusión, los hermanos Bharata, el desconfiado Rama, Gilgamesh y su íntimo Enkidu, Sinuhé, el Egipcio, Moisés, el gran literato, el divino poeta David, el macanudo de Sansón, el caballeroso Roldán, el atlético Sigfrido, Rodrigo Díaz de Vivar (que seguía viviendo en su película, aunque lo mataron) y hasta Sherezada… y aún Safo, se pusieran todos ellos y ellas de acuerdo en las medidas por tomar para acallar a los historiadores hocicones.
Zeus exclamó en el lugar honorífico de la mesa de debates: Resulta ahora que todos los héroes son invenciones, tanto que se equiparan a esos simplones de Tarzán, Superman, Batman y muchos otros manes inventados por mentes frívolas y sin grandiosidad, empeñadas en distraer y ofrecer alivio a las frustraciones de los insignificantes hijos de la prole y de sus explotadores.
Imagínense que no hay niños héroes ni pípilas ni libertadores.- continuaba Zeus en su perorata celestial- Según ellos, historiadores chafas, todos son personajes que cumplieron una vida incoherente con su contexto y por eso contrastaron su época. Dicen. Todos se encuentran tan llenos de impurezas como cualquier hijo de vecindades malditas; si eran curas, tuvieron hijos; si eran revolucionarios tuvieron sus defectillos sexuales; hasta Sor Juana resulta que murió rica por tantos poemas que vendía y que la promotora virreina negoció en la corte virreinal y reinal como premio a los favores recibidos...
Esos historiadores de los nuevos regímenes merecen un hasta aquí. Aunque, según recién me informa Mercurio, últimamente algunos sesudos se empeñan en demostrar que aún existen los Santos Reyes, pues muchos de ellos se han ganado su mirra, su incienso y su oro con las nuevas tendencias políticas y educativas de la trans. Acaso porque piensan que por lo menos ese mito hay que rescatarlo en bien de la ingenuidad terrenal.
Ante el acabóse de la modernidad y el neoliberalismo, hoy los Santos Reyes son esperados como los salvadores del mundo.
-¡Pamplinas!- gritó fúrica Palas Atenea.- Hay que quitarles tanta educación mecánica y convenenciera para reeducarles la imaginación y la fantasía. Sin ellas sólo son piedras rodantes.
En coro- griego, por supuesto- los participantes míticos y heroicos se pusieron sus prosopones y sus coturnos y volaron por los espacios rumbo a todas las ciudades de la tierra. Pero llegarían ya tarde. La DEOQIS, con la SeCoSe, en combinación con la FUNESCO, RISA y ENSALCE, habían logrado cambiar los currícula para no hacer caso de imaginerías improductivas en la sociedad globalizada: Esto y nada más debe enseñarse. Lo demás para nada sirve. El enciclopedismo es una basura. La memorización idiotiza. Como muñequitos recortados por la misma tijera de la ignorancia, se comenzaron a producir alumnados competentes para el bienestar de los señores del poder.
Entonces fue cuando los dioses, los héroes y los semihéroes desaparecieron de la mente humana. Había triunfado la nueva ley de educación utilitarista en el mundo. Zeus y los demás testimoniaron el borrón y la cuenta nueva. Pero el gran Dios miró fijamente a todos los de su asamblea y recuperando sus historias, esperaron la catástrofe. Cuando las jóvenes generaciones tomen conciencia de lo que les robaron los enajenados por los ismos. Un día retornarían…
Aquel cosmonauta atrevido había salido de nuestro bien ubicado planeta Tierra, un día muy de madrugada. Quería llegar a la luna en una súper cápsula espacial preparada para ello, por la ANSA (Astronáutica Nacional S. A.) e iba con dos compañeros igual de valientes. Formaban el trío volátil, según los noticieros sensacionalistas de las cadenas televisivas. No sospechaban siquiera lo que iba a suceder…
Después de algunas semanas de peligroso viaje, alunizaron sin ningún contratiempo. Como si aquel acontecimiento hubiera sido ensayado con bastante previedad y de modo meticuloso, cual pregrabado en video tape, por lo que había salido a la perfección.
Los tres viajeros espaciales querían descender al suelo lunar al mismo tiempo (Yo quiero ser el primero, pensó para sí cada uno), pero sus escafandras no podían salir simultáneas por la pequeña escotilla de la nave, así que se sortearon, y por fortuna, el señor Louis Armstrong ganó la partida y bajó.
Cual no sería su estupor que cuando sus gruesas y pesadas botas para vencer la gravedad, y no flotar, se posaron en un suelo arenoso de color rojo, un tumulto de seres (¿Qué está pasando?), pequeños como duendes, lo amenazaron con fulgurantes rayos atómicos y le dijeron en perfecto lenguaje terrestre (inglés, obvio): ¡Welcome to Mars!
El señor Armstrong quedó como hipnotizado y ,compulsivamente, de inmediato se comunicó a la Tierra diciendo que la huella humana se había estampado en la luna (¿Por qué estoy diciendo esto? Si no es…).
Las cámaras de televisión a control remoto que traían aquellos tres astronautas, difundieron la portentosa imagen mediatizada por aquellos extraterrestres (Tenían que utilizar esta estrategia para impedir sospechas).
Sin embargo, la realidad era más fantástica. Fue en ese momento cuando los Gobernadores Marcianos Unidos (Curiosamente exclamaron en español: ¡Acabemos con los terrícolas!) comenzaron a planificar la invasión a nuestro planeta.
Los patrocinadores de los atrevidos navegantes del espacio se sintieron orgullosos de ser ya (habían llegado primero que la competencia…) los dueños de la luna (Marte), y próximamente, en un extremo de la ambición y triunfalismo (Somos invencibles.), del Universo y todas sus galaxias. Según su nacionalismo arrasador.
Nadie se dio cuenta que las banderolas plantadas en aquella superficie, creída de la luna, por una extraordinaria manipulación que había alterado el curso original del vuelo, era la de Marte. Entonces el navegante atrevido y sus compañeros fueron clonados por los marcianos y aprisionaron a los originales (¡Déjenos!).
Los clones se mostraron abiertamente y en la Tierra los jactanciosos terrestres se enorgullecieron de la victoria; esto les impidió apreciar que las estrellas de la bandera presuntuosa se habían vuelto rojas y sanguinolentas. Pronto sería conocida como la bandera de la invasión... (Y ya estamos en tu casa…)
La noticia los sorprendió aquella mañana. Nunca habían creído en el viejo adagio que profetizaba el fin del tiempo. Siempre sonreían burlescos ante los rumores que desde hacía años circulaban; sin embargo, ahora las noticias confirmaban que algo terrible se encontraba a punto de suceder pues las neuralgias y cefalalgias colectivas eran cada vez más numerosas y lamentables. Un griterío de pronto se escuchaba en aquellos atacados por el mal de la energía, que con este regio calificativo se le designaba, pues su potencia había crecido tanto que el cerebro de los adoloridos parecía estallar al no poder encauzarla.
En un principio se intentó realizar cirugía cerebral en los quejosos, pero esta estrategia fracasaba, ya que los afectados sentían crecer su fuerza personal aún más y ningún refugio les daba cabida; era como si una mutación imperfecta se estuviera dando en ellos. Su aparato cerebral sufría algo así como el descontrol de las computadoras desconfiguradas.
La solución podría entonces radicar en alguna fórmula que la teología de la época empezaba a experimentar con bases metafísicas, pues las ciencias naturales en nada ayudaban. Algunos seres humanos se hacía muy poderosos en sus cuerpos, pero el cerebro no alcanzaba a soportar tal fortaleza.
Era un prodigio aquello, mas también se asemejaba a una orgía de crueldad, ya que la cabeza de los mutantes era demasiado pequeña para controlar las nuevas apetencias del organismo.
Con un dedo podían levantar un auto, pero sentían que sus neuronas les estallaban al no poder comprender el objetivo de tanta fuerza que gastaban inútilmente. Y la muscularidad de hombres y mujeres rompía ropas y muebles, aún sin proponérselo. El descontrol era la cúspide del suplicio.
Así fue como se estableció un cuerpo de vigías que protegía a quienes padecían la regia transformación para la cual no se encontraba preparada la humanidad. Cientos de colegios modelo, habilitados con las principales máquinas de rayos láser, se habían erigido para intentar controlar esa evolutiva pandemia, que no mataba, pero sí hacía sentir dolores enormes. Con ese subterfugio se preparaba a los jóvenes con el propósito de adaptarlos al inminente salto cualitativo de los seres humanos, pues quienes no se encontraban preparados, sufrirían las espantosas algias hasta su muerte que para esa época se había prolongado hasta los doscientos años de vida. Tales eran sus competencias súper desarrolladas, aunque no se sabía cómo y dónde aplicarlas, a riesgo de causar destrozos.
Entonces fue cuando uno de los académicos más prestigiados en ciencia ocultas, decidió que la única manera de gastar tanta energía, era construir una maquinaria que succionara las nuevas energías sobrantes y las quemara lanzando naves al espacio en donde irían los nuevos superdotados humanos que de ese modo, podrían conquistar el cosmos e instalarse en otros planetas. Como por magia, cientos de brillantes naves platinadas fueron lanzadas al espacio aprovechando toda la potencialidad de la nueva humanidad y en el vigésimo día, sintieron cómo se equilibraban sus cerebros; sólo habría que llegar a la trigésima galaxia fuera del sistema solar para que se hablaran de tú a tú con las civilizaciones extraterrestres que ya consideraban a los nuevos humanos, para entonces, y al fin, después de tanta estulticia egocéntrica, sus iguales.
La humanidad imperfecta y atrofiada se había quedado en el planeta Tierra hasta el día que ésta explotara. Las altas culturas espaciales ya preparaban una elegía por aquellos que no habían sido seleccionados, por díscolos y ególatras engreídos, para cambiar su origen de simples monos. La transformación del ser humano en un ser divinamente cósmico, había costado sin duda, un gran dolor, pero los seres paridos enorgullecían a los dioses del cosmos.
Enrique amaba el cercano oriente sin saber por qué. Lo árabe le atraía pero también lo israelita y por eso no comprendía como dos culturas fundadoras siempre habían estado a la greña. Él solía reflexionar que ambas se complementaban. Abraham y Mahoma eran dos rostros de un mismo Dios, pensaba, entonces cuál era la causa de sus eternas guerras. ¿Los territorios? Pero si todos eran desérticos y bastante precarios. ¿A qué se debía la rivalidad? Fue entonces cuando cayó en sus manos un folleto que había comprado en una tienda de libros usados. Hablaba del dolor del amor perdido y que era el arma de la urbe rota por una raza antiquísima que cultivaba el rico rito de la rosa de zafiro. El folleto aclaraba que todo eso era un rumor, pero alrededor de aquello, se había tejido un subrepticio secreto que en realidad se trataba de una leyenda nunca aclarada.
¿Cuál era el amor perdido? ¿Y por qué tanto dolor? ¿Era el amor el arma de una urbe desaparecida en tiempos remotos? ¿A qué raza se refería? ¿Acaso a los habitantes de la Atlántida? Enrique lamentaba no tener tanta erudición como para saber el origen de ese misterio que se le clavaba ya como una ortiga en el cerebro o como un arenisco en la piel.
Un día decidió marchar a esos lugares para investigar y ver si alguien de esas zonas podría aclararle ese intrigante enigma. En el avión hizo amistad con una rica etnóloga rusa que para su sorpresa se dirigía a esas regiones con la misma finalidad que Enrique: descubrir el secreto del amor perdido.
Valentina, como se nombraba, había estudiado la ciencia de todos lo signos y sus irradiaciones de significados, la Semiótica, y había dedicado todos sus esfuerzos para aplicar tales conocimientos en un descubrimiento que sorprendería al mundo, pues decía, subrayando en ello, que el día que se descubriera la verdad del mensaje del arma del amor perdido terminarían las guerras y la humanidad ascendería para siempre a un ciclo de paz fraternal. Decía:
-Por más que el mundo reza para acabar la violencia, ésta crece día con día. Hay algo que empobrece a la humanidad cada vez más pues sólo le interesa enriquecerse a costa de los pobres, sean países o personas. Es algo tan subrepticio que parece natural, pero no lo es. Y a eso voy a allá. Tengo unas claves que he descubierto al combinar diversos símbolos que me generaron un mensaje increíble. ¿Lo quiere usted saber?- preguntó a Enrique, quien, fascinado por la sabia mujer, de inmediato contestó que sí.
-La urbe rota es la Atlántida, donde todos los atlantes vivían felices cubiertos por el amor de unos a otros y que se erigía en una hermosa rosa de zafiro, de la cual emanaban energías tranquilizadoras. Era una civilización perfecta y feliz que existió hace más de veinticinco mil años, pero un día su continente se hundió en el mar cuando un hombre llamado Urano y llegado de otro continente, al ver la rosa de zafiro la robó y se la llevó hacia el oriente donde la depositó en un foso que hizo en quién sabe qué parte de todas esas zonas desérticas. Allí está escondida. Los pueblos de esa región la han buscado siempre, pero no han podido hallarla y de acuerdo con la red simbólica que he descubierto, la rosa de zafiro creció hacia adentro y produjo petróleo. Acaso cuando éste se acabe, la rosa de zafiro emergerá y al fin reinará la paz, no sólo en esas regiones, sino en toda la tierra. Lo importante es saber en donde se encuentra para esperar su renacimiento…
En ese momento la sobrecargo anunció el próximo aterrizaje en la ciudad de Beiruth y la sabia etnóloga y el curioso Enrique se pusieron de acuerdo para juntos encontrar el amor perdido y reconstruir la nueva urbe donde, al fin, reine para siempre.
La malvada hechicera Alkurniax había sido capaz de cometer las más grandes fechorías de la Edad Media. En su castillo, construido con acero inoxidable sobre una altísima e impresionante cumbre, guardaba los seres y objetos más preciados en la historia antigua de la humanidad.
Decir guardaba, es un eufemismo; los había robado descaradamente por obra y gracia de sus poderes máximos. Dotada de la maravillosa varita de flux podía levantar a su deseo toda cosa que le interesara y transportarla flotando a través del aire. Nadie podía oponerse porque la propia vara fluía en energías nefastas y quienes intentaban impedir el latrocinio, eran convertidos en estatuas de ónix y llevadas presas también al castillo de metal.
Así, en una desordenada sintaxis, tenía la estatua de Hércules Farneso, cuyo gran tórax le fascinaba a la malvada; se había apoderado de Pegaso que lo exhibía en una jaula de oro; tenía al titán Prometeo, encadenado exánime, para obligarlo a confesar el gran secreto que él poseía sobre la caída de Zeus; en un exhibidor especial tenía la célebre manzana de la discordia por la cual habían muerto tantos héroes en la guerra de Troya como Áyax; pero sobre todo guardaba con malévolo entusiasmo las cenizas del Fénix.
En su desmedida locura de poder, quería ser la primera emperatriz de aquellos siglos y reinar sobre chinos, hindúes, asirio-babilonios, caldeos, persas, hebreos, egipcios y todos los bárbaros del mundo. Sólo esperaba que el Fénix reviviera de sus propias cenizas para que ella alcanzara el más alto dominio, pues estaba predicho que quien salvara al ave inmortal, adquiriría a su vez la inmortalidad y el imperio mundial.
Por eso Alkurniax se la pasaba contemplando los residuos del Ave Fénix y le imploraba que ya era hora de resurgir. Lo exhortaba con toda la falsa ternura que podía manifestar, a que comenzara su renacimiento, pero nada.
Un día de verano, en que hacía un exagerado calor, ella, tan encerrada en su castillo de acero inoxidable, se le ocurrió abrir la enorme ventana de su habitación, ubicada en la torre más elevada de la construcción, para refrescar un poco el ambiente cálido y miró que una tormenta bienhechora se aproximaba. “Esto refrescará el ambiente”. Pensó de mal modo y volvió nuevamente a contemplar las cenizas del Ave Fénix, que “no se le daba la gana de volver”, se exaltaba. De improviso, sin dar tiempo a sospecharlo, penetró por el ventanal abierto una fortísima racha de aire y dispersó las apreciadas cenizas. Alkurniax pareció enloquecer; corrió tras de ellas para reunirlas, pero el viento las había succionado y se las llevaba por las nubes que ya soltaban el estruendo de su lluvia.
La hechicera, desesperada, se lanzó al aire, como acostumbraba cuando portaba su varita de flux, pero olvidó que no la llevaba en ese momento y dando un alarido, cayó hasta el fondo del abismo dándose un golpe mortal en el roquerío. Entonces se miró que el aguacero menguaba, las nubes se abrían como si fueran un telón celeste y entre el azul infinito del cielo recién lavado que aparecía, se vio volando ágil y majestuoso, al Ave Fénix que así, y sólo así, al sentir la libertad, renacía.
El señor Wagner, músico muy conocido del siglo XIX, le gustaba salir a pasear por los bosques cercanos a su mansión, allá en la Alemania de l880, luego de haberse dedicado durante muchas horas a componer sus sinfonías y sus óperas.
En aquel atardecer, un extraño silencio había invadido las zonas de su paseo y se sorprendía que no escuchara el trino de los ruiseñores que tanto le fascinaba. Pensaba componer un gran wals para el impresionante final de una de sus majestuosas obras, pero no encontraba la inspiración. Su estilo musical, solemne y grandioso, al que los críticos denominaban ya wagneriano, debía encontrar una melodía que con gran suntuosidad estremeciera al público cultísimo que lo apreciaba en todo el mundo, pero nada.
Caminando entre la soledad de las arboledas de pronto sintió que todo se le nublaba y caía a un vacío espectacular. La potente y hermosa voz de una soprano coloratura lo iba acompañando en su precipitarse. Cuando se estrelló sobre la tierra, sin dolor alguno, cual si hubiera caído flotando como una pluma, se encontró en un prado iluminado por la luna que parecía sonreírle. Allí lo esperaba una mujer robusta y gigantesca, provista de un cornudo casco en su cabeza y trenzas al aire, que lo tomó guerrillera entre sus brazos y tratándolo como a un nene, lo acurrucó en sus enormes pechos e intentó darle de mamar.
El señor Wagner, cuya patilla creciente le daba cualquier carácter, menos el de niño, se recuperó del susto y como pudo, gritó encolerizado, ya que era fama en él, su temperamento arrebatado de genio. ¡Bájame! ¿Qué te crees, gigantesca criatura? A lo cual ella respondió cantando con todo su potente registro:
-No me creo, pequeño. Soy la Walquiria mayor y vengo a vengarme de tus horrendas arias que nos haces gritonear. La gente se sorprende con tanta espectacularidad, pero ni yo ni todos los Nibelungos, ni Sigfrido, ni Crimilda ni nadie, estamos contentos con las tranformaciones que has hecho de nuestras hazañas, hoy legendarias, por eso he venido a castigarte para que ya no tengas inspiración tan aberrante y no escribas más.
El señor Wagner, una vez puesto en su pastoso lugar, se le encaró a la terrible mujer y le dijo:
-Debían agradecerme que no los he dejado morir; hoy todos se acuerdan de ustedes por la música extraordinaria que yo he hecho para darle arte a sus hazañas, porque de leer los mamotretos de libros que hablan de los dioses y heroes germánicos, a oirlos representados por grandes cantantes, hay horas de aburrimiento. Además, Los Nibelungos casi nadie los leerá con el tiempo, pues para eso tendrán al Señor de los Anillos que se los habrá fusilado de modo más digerible; o hasta Harry Potter, que aún no se escribe, pero que una astuta ansiosa de dinero lo inventará a fines del siglo XX con el pretexto de su amor por los niños que serán deteriorados por un invento quita tiempo que se llamará tele. Narnjia y ortros parecidos pirateos, vendrán después. Lástima que ya no estaré para darles una correcta musicalización.
Y para que lo sepas de mi viva voz, el Washington Post, periódico de gran prestigio siempre reseña con grandes elogios cada una de mis obras maestras; y eso que los gringos no son más cultos que una niñera, y más, cuando Hollywood les vaya inventando su propia cultura. Sin embargo, las ricas damas newyorquinas o washingtonianas se acicalarán para aplaudir entre ¡Oouhs!, y ¡Wonderfuls! las obras maestras de mi culta música, aunque acaso no la entiendan como no comprenderán toda la pujanza germánica que yo contagio con entusiasmo. Así que estás equivocada y regrésame a mi mundo.
La Walquiria, ante tal perorata, se puso a llorar entre dos de pecho y fiorituras que salían de sus dos gigantescas tetas y su bien afinada garganta. El señor Wagner, se liberó triunfante de la Walquiria vengadora y siguió escribiendo sus óperas que hasta en los vagones del metro, hoy las escuchan.
Los gatos eran ahora los dueños de la tierra. Desde que la humanidad había sido exterminada por el ungüento de biznaga mezclado con higuera de lagos volcánicos, que habían promovido los visionarios de la Galaxia Perruna, los sinvergüenzas gatos se pusieron a incrementar su aguda inteligencia, que desde siempre habían demostrado, pero que no daban a conocer con el fin de no perder ni su comodidad ni su libertad.
Holgazanes, siempre se echaban en tibios lugares para dormir la siesta y por las noches salían a reproducirse entre escándalos diabólicos, pues la gente que creía en agüeros, así lo pregonaba, y en los más secretos escondrijos, las crías cada vez con mayor cociente intelectual, adelantándose a los perros, crecían. Un porvenir halagüeño comunicaba a los suyos el Gran Cerebro Gatuno, quien informaba que pronto el imperio felino se impondría en el planeta, ya que se había detectado lo que los perros tramaban e iba a impedirlo.
La humanidad se había quedado atorada en el angosto esquema del salvajismo egoísta y cada uno de los hombres y mujeres sólo pensaba en su vanidad física y monetaria, con lo cual se descuidaba, el fomento del gusto por la sabiduría. El estancamiento de la humanidad lo evidenciaba el producto de una educación para la ignorancia. Gozosos de menjunjes, nada más se la pasaban en las estéticas, que ya no eran parte de la gran filosofía, sino Centros de Fomento a la Belleza Fatua (antes peluquerías).
Y esto fue lo que aprovecharon los perros para intentar vencer a la degastada humanidad. En sus husmeos cotidianos habían descubierto un tipo de biznaga que triturada en jugo de higuera de cráteres volcánicos tenía la virtud de untarse como gelatina en todo el cuerpo y lograr rejuvenecer al usuario.
Los canes, al estar siempre como domésticos de hombres y mujeres, habían aguzado la conciencia adquirida con ellos y habían decidido dejar de ser viles lame pies o lame manos de sus amos. Hacia fines del siglo XXX, habían evolucionado con rapidez, como poco a poco iban evolucionando también todas las demás especies. La ley cósmica se imponía: quienes no se transformaban, serían destruidos por su inadaptación a las nuevas ganancias del universo en constante expansión hacia un más allá que no se sabía hasta dónde abarcaba su final.
Entonces fue cuando los perros enseñaron las garras y se agazaparon para dar un golpe a los humanos y fulminarlos para siempre. El producto naturista Jubizehig (Juguito de Biznaga e Higo), fue distribuido en todos los pueblos y ciudades del planeta con el propósito de exterminar a la humanidad y volverse los dueños de todo el globo terráqueo.
Cuando todos se untaron con galanura aquel líquido a sus cuerpos, sintieron rejuvenecer día tras día y su entusiasmo se hizo enorme. Los ancianos se hicieron maduros, los maduros se convirtieron en jóvenes, los jóvenes se volvieron niños y los niños se hicieron nenes que se empequeñecían hasta volverse otra vez fetos y terminar desapareciendo evaporados. Al ver el retroceso, muchos se aterraron, mas ya era tarde. Cuando pareció haberse terminado hasta el último homo sapiens, los perros pregonaron su imperio y se establecieron como dueños absolutos de pueblos y ciudades.
Sin embargo, no sospechaban siquiera que los gatos, atentos a ese guion, también tenían preparada una agüita que serviría de antídoto a la destrucción de lo humano y permitiría que aquel vapor se revitalizara y se generara el proceso inverso. Pronto los fetos volvieron a ser nenes; los nenes, niños; los niños, adolescentes; los adolescentes, jóvenes; los jóvenes, adultos maduros y los adultos maduros, ancianos dispuestos a dejar su memoria a las nuevas generaciones que engrandecerían otra vez a la humanidad.
El gordo visionario de la Galaxia Perruna, fue el primero en ser rasguñado por la multitud guerrera de gatos que aparecieron por todos los rincones de la tierra y le pusieron una argolla en el pescuezo para controlarlo en su poder. Todos los perros revolucionarios fueron controlados y los humanos vivieron agradecidos a los gatos que los habían salvado del holocausto. Como los gatos ya hablaban español, confesaron a sus amos que aunque muchos creían que esos felinos eran ingratos, siempre mostrarían gratitud con la humanidad que nunca había dejado de protegerlos.
En el fondo, el Gran Cerebro Gatuno, comunicaba a sus socios: Es mejor seguir tan cómodamente mantenidos y acariciados que aguantar el angosto espacio que una sarta de perros agachones podría darnos. ¡Somos unos sinvergüenzones! Y maulló una carcajada como sólo los gatos pueden hacerlo. Nunca recibieron más zapatazos.
Los dioses animales vivían felices en el desierto del Sahara. Apenas un pueblo llamado egipcio había empezado a dar muestras de avance y con una mirada indiferente, las divinidades de las arenas, los miraban pasar en sus rústicas caravanas de camellos llevando piedras traídas de las distantes montañas. Dicen que estaban levantando enormes construcciones en forma piramidal para rendir homenaje al hipócrita mandamás que los engañaba diciéndoles que era hijo de los dioses y representante de ellos en la tierra.
Los dioses del desierto original, junto con todos los animales del hábitat, hipopótamos, cocodrilos, garzas y muchos más, lanzaban estruendosas carcajadas ante tanta hipocresía. Nunca hubo comidilla tal entre los dioses y animales del África que se burlaban de esa ostentación.
Los pobres humanos no sabían la hipótesis del clorhidrato que en abundancia era el creador de la basura humana. Los dioses no habían creado a los hombres y a las mujeres sino que sólo eran producto ocasional del sudor salado que les brotó a las divinidades al construir la animalidad terrestre. Ellos jamás habían pensado en crear un animal inteligente con la intención de hacerlo rey de la tierra,
-Hemos cometido un error.- decían en sus debatidos cónclaves celestes. - Estos humanos lo tergiversan todo y dentro de pronto, por culpa de nuestro sudor, habrán de inventar tantas cosas que se creerán como nosotros. Ya verán: harán sudar a nuestros hermosos caballos en hipódromos absurdos donde correrán dando vueltas y vueltas a lo tonto para que un faraón del dinero se quede con fabulosas ganancias en estos torneos hípicos; luego explotarán nuestros ríos con maquinarias hidráulicas para generar luceros que compitan con nuestras estrellas en las noches de sus ciudades. Habrán destruido las sombras que Set procura y hasta Osiris será burlado cuando le hagan pasar, en su mera cara, hidroaviones regando agua en el desierto.
-También he pensado.- dijo Isis- que si Amón Ra no hubiera hipotecado nuestra creación a la hidra sedienta de agua, habríamos detectado que el producto de nuestro sudor acarrearía tanta hipocondría en nosotros. Yo ya me he sentido mal en pensar cómo los humanos destruirán nuestra naturaleza. Sobre todo la hidrografía que ha de verse afectada con tanta contaminación, pues el hidrógeno habrá de desplazar poco a poco al oxígeno y ni nuestro desierto resistirá...
De pronto quedaron aterrados al ver cómo una bomba de hidrógeno francesa explotaba en pleno Sahara, como si nadie viviera en él. Moribundos, y en una gran hipérbola de magia, a una sola voz, lanzaron rayos que se veían como hipotenusas brillantísimas sobre la humanidad, pero para entonces ya dioses y faraones se habían convertido en momias. Los animales quemados por las radiaciones que alcanzaron a huir del desierto, se refugiaron en las aguas del río Nilo. Desde esa época inmemorial, los hipopótamos se volvieron caballos de río y los cocodrilos sólo sacan a la superficie del agua, sus ojos aterrados; pero cuando ven a un ser humano nadando por allí, vengan con sus fortísimas mandíbulas a sus dioses creadores.
El embajador de Robolandia había presentado sus cartas diplomáticas en aquella lejana mañana del cuatro de julio del año 3500 de la quinta era, cuando empezaba el monopolio salvaje de ese planeta sin historia. Sus ojos de mirada violeta fulminante no presagiaban paz. Desde hacía tiempo que el agresivo país que representaba, soñaba en quitarle lo pozos del ámbar energetizador que había permitido a los habitantes de nuestro planeta romper los lazos campesinos para saltar a la etapa cumbre de la irradiación cósmico-urbana y embanderar así la independencia ante las amenazantes bombas de los robolandos, pues la protección que brindaba tal cristal, columpiaba las agresiones asesinas y se las retachaba. Por eso habían optado por mantener la amistad con nuestra patria que les empedraba el camino y defendía a láser y cómputo, a los satélites y asteroides débiles en contra de los latrocinios y la nueva esclavitud que los robotes perseguían.
Robolandia estaba furiosa. Cómo un planetoide insignificante, según ellos, se había atrevido a empantanarles el camino del dominio y empastarles el libro de los más fuertes. Era imposible aceptarlo, sin embargo había que hacer unas cuantas concesiones para planificar la estrategia que se emplearía con el fin de combatir a esos debiluchos hombres. Con batir tambores sin fundamentos y con prender llamaradas de petate atómico no se podía triunfar. Había que comprender el funcionamiento del ámbar y plagiarlo en un clonado tan perfecto, que sembrara la propia destrucción de Humanitas, nuestro pequeño planeta. Un enorme espejo reflejaría los rayos ambáricos y en vez de llegar a Robolandia, como en un boomerang, retornaría para destruir al pueblo total de los humanitas.
Sin embargo, el rubio embajador que despreciaba maquinalmente a nuestro planetoide y nos consideraba unos imbéciles, se quedó chato en sus propósitos. No sabía de la existencia de la ampolla absorbente que nos protegería de tal acción, ya inventada por nuestros científicos, y descuidó la estratagema nuestra. Cuando con su sonrisa hipócrita de espía creyó haber entendido todo el funcionamiento de la maquinaria del ámbar protector y empezó la cuenta atrás para lograr el cataclismo, fue llamado por su presidente que se encontraba inquieto ante el retraso de resultados con el fin de comparecer ante él, sobre lo que se iba obteniendo. Seguro de su triunfo, con parecer ya ganador, no se dio cuenta que en ese instante, Robolandia comenzaba a ser destruida para siempre por los verdaderos hombres, pues el embajador y sus congéneres, sólo eran impostores cibernéticos. Las maquinarias que eran, no alcanzaron a calcular la existencia de la perfecta defensa que la ampolla absorbente de clones, representaba para la historia de la gran humanidad. Y en una estruendosa explosión, los robolandos fueron reducidos a una lámpara de cápsulas donde ni un Aladino los liberaría.
El pueblo amaneció lleno de carteles. Por donde quiera colgaban anuncios de la próxima Kermés de Luna Llena que por primera ocasión se iba a celebrar en Villa Alegre. Una música de circo, que algo tenía de kirie, se dejaba escuchar por todos los rincones donde se habían instalado enormes bocinas. Se alcanzaba a oír en varios kilómetros a la redonda y una voz dulce de mujer invitaba a todos los niños, adolescentes y jóvenes para que conocieran en vivo a sus pesadillas televisivas y cinematográficas.
El gran mago Kappa haría la presentación de su museo de cera donde se podía ver a Frankenstein, al terrible káiser Hitler de Alemania, a King-Kong, tan real, que pesaba mil kilogramos, y a otros seres terríficos y fenomenales como la Momia, Drácula, el Hombre Lobo, los Zombis, el Fantasma de la Opereta, Quasimodo, Nosferatus, la Tarántula gigante así como las hormigas destructoras y dragones. No podían faltar las reproducciones de los dinosaurios: raptores, triceratops, tiranosaurios, etcétera. El espectáculo prometía estar lleno de sorpresas, como lo anunciaban incesantemente. Lo único extraño era que la hora del espectáculo comenzaría a las doce de la noche, cuando la luna llena estuviera en su pleno resplandor. Por eso la nombraban la Kermés de la Luna Llena.
Como jamás en Villa Alegre se había presentado un espectáculo tan prometedor e inquietante, los propios padres se interesaron y decidieron apoyar a sus hijos y llevarlos en un horario tan poco infantil. Y como los chicos insistían…
Había puestos de todo: palomitas, algodones, manzanas rebosadas de miel roja como la sangre y puestos de tiro al blanco que obsequiaban a los tiradores lobos de juguete; murciélagos de mimbre y brujas de cartón. La alegría reinaba y la diversión se encontraba al máximo. Los dindones de los iluminados carruseles de caballitos y de las ruedas de la fortuna, extendían sus valseadas notas entre el alborozo de los visitantes que no agotaban su despreocupado regocijo.
Cuando se aproximaba la media noche y la luna se veía ascendente para llegar a su esplendor, las carpas del circo se encendieron y la carga de kilovatios hizo que se fundiera el total de los focos del pueblo. Todo quedó a oscuras con tan gran apagón, pero nadie se preocupó, pues las luces que despedía el centro del espectáculo, las alumbradas carpas y los reflectores que paseaban sus luces lanzándolas al cielo, eran tan radiantes que todo se avivaba como si fuera de día.
Los espectadores que ya habían entrado y abarrotaban las graderías aguardaban gustosos el inicio del espectáculo. De pronto un tremendo y aterrante aullido se escuchó tan intensamente que no hubo uno solo que no gritara asustado. En ese momento apareció el payaso Kiko de Eso, montado en un dragón volante que despedía llamas por el hocico y con el clásico jo, jo, jo gritó:
-¡Ha llegado la hora definitiva! ¡Qué entren los hermanos lobos y se agasajen con carne tan fresca!
Todos pensaban ver entrar a caninos amaestrados, pero lo que entró, los dejó mudos de terror. Nadie quedó a salvo en aquel poblado. Sólo yo, que desde este manicomio se los cuento. Aunque nadie me cree. Dicen que fue un terrible incendio. Pero eso no es cierto. Sólo espero que regrese la nueva luna llena para escaparme.
No sé si fue aquella tarde, pero los gritos surgieron de la casona abandonada que se veía en las afueras solitarias del pueblo. Algunos se preguntaban el por qué de esas espeluznantes voces que se dejaban escuchar apenas dando las seis del atardecer; cuando se oían las campanas de la iglesia llamando a misa. Varias veces me lo preguntaron los que sabían que yo vivía en el rancho cercano y se sorprendían que les contestara negativamente.
-No lo sé. Cuando yo compré este rancho ya se veía desierta esa posesión. Nunca se supo quién vivía allí. Por más que lo investigué. Parecía que se trataba de una casona abandonada desde la época de la Reforma. Lo único que puedo afirmar es que por las noches aún se escuchan gritos femeninos desenfrenados de enojo: que se lo había advertido; que se cuidara de su marido; que se fueran mejor del pueblo y luego otra voz de mujer respondía: no se atreverán; se van a arrepentir si lo hacen; no sé que esperas para irnos; ya sé que no me amas; lo amas más a él y por eso no te atreves; esto se acabó… y luego sonaban unos balazos que se perdían en un extraño eco como las voces que se extinguían de igual modo.
En un principio, recién llegado, me alarmé y fui a ver lo que sucedía, pero no sé lo que pasó; sólo recuerdo que mi padre y mi hermano, algo pensativos, me traían colgando de sus brazos como si me hubiera desmayado. Lo que siguió después, tampoco lo supe.
Desde entonces, los gritos se han vuelto tan familiares que ya no me asustan, pues estoy seguro que no me harán daño ni a mí ni a mi familia. A su vociferar me acostumbré. Diario a las mismas horas surgen como si fuera una representación teatral donde se dice siempre lo mismo: que el engaño, que te amaba hasta arrodillarme, que no me dejes, que tienes que ser valiente, que nuestro amor es igual al de todos, que lo mataré. La gente murmura de una traición amorosa que terminó con el asesinato cometido por una amante despechada. Pero nada más.
Yo vivo en mis habitaciones muy tranquilo recordando exquisitas horas de amor y espero que ya pronto regrese mi mujer para continuarlas.
A veces suele sorprenderme cómo entran personas desconocidas por mí, a esta casa y luego de unos días, salen como despavoridas llevándose muebles que no reconozco como míos. No me preocupo por tales aparecidos, pues sé que abundan fantasmas en este país. Si por lo menos no me visitaran tanto y pudiera guardar reposo…
El pésimo estado de la carretera causaba muchísimo miedo, pues los abismos que la ondulaban no permitían a nadie la valentonada de decir que no sentían terror. Y aún el castillo se miraba tan distante entre las curvas profundísimas que conducían a él. El camión de redilas que llevaban se tambaleaba a cada curva y parecía precipitarse a los despeñaderos.
Sin embargo, a pesar de la deplorable ruta, la ambición de los aventureros era descomunal y no daba lugar a divisionismos entre ellos. El arca del tesoro esotérico tenía que ser del ambicioso grupo. Todos querían ser poseedores de aquella insólita fortuna que el vetusto mapa señalaba en las peligrosas alturas de aquella sierra. La incógnita de revelar el secreto los hacía sentirse valentísimos y no les importaba sentimentalismo alguno.
Según las tradiciones asirio babilónicas, el tesoro esotérico contenía las verdades de la felicidad y las invocaciones para obtener las más grandes riquezas del mundo.
Por eso, al caer en manos de Azafrán, el astuto, el mapa de su localización, pensó reunir a diversos intrépidos que lo siguieran para que lo ayudaran a rescatar el arca de plata que contenía el ambicionado tesoro. Ellos no podían sospechar que Azafrán pensaba traicionarlos y envenenarlos al brindar por el hallazgo, una vez encontrado el objeto de su búsqueda y ubicado en sitio seguro.
Cuando al fin llegaron al pie del fastuoso castillo, quedaron asombrados al ver cómo aquella magna arquitectura desaparecía delante de su rostro estupefacto. Comprendieron que la promesa de la vieja leyenda era puro ilusionismo.
Entonces fue cuando todos se sintieron furiosos y en un acto de vandalismo, sin saber por qué, se atacaron uno al otro hasta exterminarse sin piedad. El último en fenecer, Azafrán, vio cómo nuevamente aparecía el castillo y abría sus enormes puertas para mostrarle el arca del tesoro. Se arrastró hasta él, contentísimo, pero en un lengüetazo de lumbre fue engullido por aquel mágico artefacto que parecía decirle: la ambición nunca es buena.
Cuando amaneció los aventureros se descubrieron intactos y asustadísimos, como quien despierta de una pesadilla, al ver la osamenta descarnada de quien había sido el temido jefe de ellos, dieron gracias al cielo y todos regresaron aterrados jurando no volver a creer en tesoros fabulosos.
El día de la votación había llegado. Todos los partidos concurrentes se habían reunido desde temprana hora en las casillas y esperaban que seiscientos mil electores les repartieran el queso político. Los de la Revolución Partida se conformaban con trescientos mil para ganar y estaban seguros de ello. Otros, los de la Evolución Rotante pensaban que con doscientos mil les iría bien. Algunos escépticos del Partido Involucionario calculaban que los enemigos recibirían unos veinticinco mil trescientos. Pero los que siempre perdían, los del Partido de los Justicieros Solitarios, temían que no llegarían ni a mil doscientos cincuenta votos. Es que eran tan poco sus partidarios.
Quienes vigilaban el acto democrático se conformaban con los doscientos pesos que el comité económico les iba a otorgar por sus servicios, aunque algunos protestaban y exigían seiscientos.
Por fortuna la República de Cocolandia era pequeña y no tenía más que un millón doscientos mil habitantes. Al final, esta pequeña democracia lunática contabilizó el triunfo pronosticado y como siempre, los del PJS, lloraron su peor desolada derrota: sólo consiguieron doscientos un votos.
Una vez transcurrida la jornada ejemplar, tutti contenti disfrutaron del millón doscientas mil tortas que el gobierno en el poder repartió entre todos los votantes, exceptuando los antipatrióticos abstinentes quienes se fueron a brindar a la Súper Hot Cola para celebrar que todo seguiría igual y no aceptaron componendas. Sus principios ideológicos no se compraban ni con trescientos denarios.
El soldado Pérez sabía de los peligros de los terrenos que habían quedado minados en la recién acabada guerra. Solo él conocía los vericuetos del bosque y del valle donde el enemigo había puesto explosivos. Sin embargo, sus superiores iban a mandar a soldados inexpertos que no solo estarían en riesgo de morir sino también en causar bajas inútiles en el ejército; ya muy mermado para entonces.
Muy temprano se dirigió al capitán con el propósito de ponerse él solo a su disposición para efectuar maniobra tan riesgosa que solo requería tener un conocimiento adecuado de los obvios lugares donde había bombas. El soldado Pérez había descubierto un mapa del enemigo derrotado que señalaba los sitios en se ubicaban los artefactos destructivos y se lo llevó a su superior. Un subordinado quiso enterarse del contenido de aquel documento, pero Pérez le advirtió:
-Esto solo se lo puedo mostrar a mi capitán. Es mejor que me permita entrevistarme con él. - molesto, el oficial, entró a la oficina del jefe militar y al poco rato salió para decirle que pasara. El soldado Pérez entró con firmeza, como solo puede hacerlo quien está seguro de su proceder.
-Diga, soldado Pérez. ¿Qué documento tan importante me tiene?- entonces Pérez le mostró el mapa y no solo se lo fue explicando, sino a la vez, le iba detallando las estrategias necesarias para desactivar cada una de las minas ubicadas malévolamente en aquellos lares.
El capitán se le quedó mirando y dijo:
-Admiro su discreción y su valentía para salvar a muchos de sus compañeros. Pero usted tiene que ir acompañado de un batallón con el propósito de hacer más rápida y efectiva la desactivación.
-Perdóneme, mi capitán, pero mientras más vayamos se corre el riesgo de cometer equivocaciones y volar todos juntos; por eso solo solo lo haré. Conociendo el lugar donde se encuentran los explosivos, evitaré poco a poco las detonaciones.- El capitán se quedó pensativo solo unos segundos y le dio la orden de hacerlo.
El soldado Pérez cumplió lo explicado y no hubo necesidad de lamentar más desgracias. Solo lo hizo, lástima que la última mina descubierta no hubiera podido controlarla.
El gobierno lo reconoció con una medalla al mérito que no se pudo entregar a alguien, pues el fallecido no tenía familiares cercanos y le erigió una estatua en medio del bosque.
A veces muchos, solo estorban. Más vale solo que mal acompañado. Recordó el capitán las palabras de su subordinado. Al abandonar el sitio, contempló estremecido la soledad de la estatua del héroe.
Ricardo había desaparecido desde aquel día en que le había jurado amor eterno a Blanca. ¿Qué podía haberle pasado? Ella aún lo amaba, no obstante el tiempo transcurrido. Siempre le había mostrado un amor tan intenso y lleno de respeto. Entonces ¿por qué se había ido?
Todavía recordaba aquella maravillosa noche en la que le había prometido matrimonio y entre el susurro de unos besos, ella se había dejado atrapar incondicionalmente de la pasión. No era posible que la engañara. Su romanticismo la cegaba en esta evidente traición.
Desesperada, se le veía llorar en los sitios más notables: en la Alameda, por las calles de su barrio, en la facultad. Cuando, Gabriela, su amiga íntima, la miró en tal estado, no tuvo más remedio que tratar de desengañarla y le hizo una cruel confesión:
-Blanca, Ricardo se fue porque sus padres le obligaron a casarse con otra. Siempre fue el juguete bonito de ellos, quienes lo utilizaban como gancho para obtener contratos con las empresarias divorciadas o con los capitalistas homosexuales. El giro dado ahora, iba encaminado a las chicas adineradas.
Como estaban en quiebra y aun podían salvarse, le exigieron dar tal paso, como un modo de salvar el honor de la familia y evitar la ruina. Ricardo no se negó, pues es un licencioso corrupto, y le pareció apropiado hacer esa concesión. Creo que para nada pensó en ti.
-¡Ay, Gabriela! Lo que dices me hace tanto daño, pero lo creo, porque tú eres mi amiga y nunca me harías sufrir. Sin embargo sé dentro de mi alma que eso fue por una obligación, como has dicho, y no por amor. Yo sé que me amaba y presiento que esto le ha dolido tanto como a mí. Aún tengo la certeza de que un día regresará y yo lo estaré esperando.
-Desengáñate, Blanca. No volverá porque se fue a vivir a Europa donde su actual esposa es dueña de una cadena de suntuosos hoteles, en la Riviera francesa.
Blanca siguió llorando por varios días. Al recordarlo, sus lágrimas se volvían tan abundantes que formaban un pozo muy profundo donde ella creía sumergirse y se ahogaba. Era mejor morir así que saber el imposible retorno de su Ricardo.
Por las noches le brotaban alas y se escapaba volando muy alto hasta llegar al lugar donde Ricardo estaba y lo veía haciéndole el sexo a su rival, que por ningún lado, era hermosa. De pronto sus vuelos de ángel se tornaban de furia y de sus ojos se desprendían rayos asesinos que fulminaban a la pareja en coito.
No hubo más remedio que someterla a un tratamiento para curarle de esas fantasías psicópatas. En el manicomio donde está recluida desde entonces, suele oírsele repetir en silencio:
-Sí, todavía me ama. La otra soy yo, transferida de espacio, pues he escuchado por las noches sus palabras amorosas, su aliento febril y los quejidos gozosos de su eyaculación. Alguien, envidioso de nuestra felicidad, me embrujó y me recluyó en este castillo. Pero un día vendrá a rescatarme mi amado y les hará pagar a todos esta felonía. - y su mirada vidriosa explora el horizonte que aparece entre las rejillas de la ventana de su cuarto como esperando la aparición de ese alguien que sigue extrañando.
A veces lo ve que viene y sonríe impregnada de una casta felicidad. Él entra y la abraza con gran ternura y ella parece recuperar momentáneamente la razón. Luego vuelve a hundirse en sus recuerdos pasionales.
Nunca supo que Ricardo había muerto en un accidente automovilístico en Mónaco.
Cuando Casilda llegó a la adolescencia y miró que su belleza era notable, comenzó a exagerar en su limpieza personal, pues de niña era muy descuidada en su aspecto físico, y se fue convirtiendo en una joven presuntuosa, sobre todo, cuando descubrió que los chicos le hablaban con linduras: que si descendía de la realeza, que si era de sangre noble, que tanta beldad los tenía alelados.
Quizá por ello, su carácter asumía una agresiva fiereza ante las demás muchachas del poblado, sobre todo con la no muy guapa Margot, y las humillaba diciéndoles que por no ser tan bonitas como ella, nunca superarían su pobreza y jamás se toparían con un buen partido.
Y es que ella ambicionaba encontrar un rico prospecto que le pudiera ofrecer grandes caudales. Tanta crueldad en su trato parecía distanciarse de lo que los jóvenes decían de ella, pues bien que se guardaba de no revelar mordacidad cuando se encontraba con ellos en las fiestas, sobre todo cuando sabía que eran hijos de ricos, y aparentaba una gran tibieza de carácter.
En una de esas ocasiones conoció a Álvaro que venía precedido por las finezas de ser sobrino de Don Alfredo de los Montes, gran hacendado y amigo de Madero, y ella tuvo la flaqueza de decirle que lo amaba a primera vista, sin embargo, el joven le contestó con entereza que ya tenía prometida y que venía por ella para casarse y llevársela a la ciudad de México. Casilda preguntó con acento vil:
-¿Quién puede ostentar más belleza que yo?
A lo cual, el mancebo respondió con vigor:
-Margot, que aunque no es tan bonita como tú, posee una belleza íntima superior a ti. Sé que es una rareza a tu lado, pero la prefiero por bondadosa, amable, sencilla y amorosa. No le importa la probable riqueza que yo herede, sino el pensar que estaremos juntos durante toda la vida sea en la abundancia o en la miseria.
Casilda sintió por primera vez vergüenza de su hermosura que sólo le había hecho cometer una tremenda torpeza y se disculpó con Álvaro, pero éste sólo le dijo:
-Yo no tengo de qué disculparte.- y se alejó. Casilda recuperó el color de su rostro y su mirada adquirió un tinte vengativo.
-Esto no se va a quedar así. Ya me la pagará. Un día me vengaré. -murmuró y haciendo ademanes de rabieta se reincorporó a la fiesta. Parecía más alegre que nunca y su coqueteo enloquecía a más de cuatro. Todos querían bailar con ella. Sólo Álvaro platicaba feliz con Margot en el fondo del enorme salón de fiestas.
Unos balazos estremecieron el ambiente y corrió el grito de ahí vienen los pronunciados. Hombres y mujeres salieron huyendo del gran salón de baile, pero muchos cayeron heridos. Los invasores tomaban las joyas de las damas y las armas de los caballeros caídos. Ataban a los sobrevivientes más jóvenes y se los llevaban.
Álvaro y Margot habían alcanzado a escapar por la puerta del corral, mientras a lo lejos creían percibir las vociferaciones de Casilda que se la llevaba por la fuerza uno de aquellos rebeldes, montado en brioso caballo.
El planeta rojizo aparecía frente a la nave. Esa era la meta que Gaspar, el audaz astronauta, tenía fijada en sus propósitos desde que había salido de la Tierra aquel día de lluvia escarlata.
De acuerdo con las computadoras, había descubierto que allí, en un terreno enorme y movedizo, existían enormes cantidades de oro que lo podrían volver millonario cuando regresara al planeta. Así que se dispuso a descender sin avisar al centro de control cosmonáutico, pues quería hacerse el perdidizo y realizar sus maniobras sin que nadie se diera cuenta. Tal era su caprichosa ambición.
El piso de aquel planeta era demasiado blando, por lo cual el asentamiento de la nave no era posible y debía permanecer flotando estática. Gaspar decidió ponerse sus alas plegadizas, tomó el bebedizo que lo protegería de aquella atmósfera desconocida y salió volando de la nave, sin embargo, el movimiento de su vaivén se vio desequilibrado pues el artefacto plegadizo comenzó a fallar. Y es que como Gaspar no había colocado la energía fugaz programada para ello, se estaba agotando.
De improviso, surgió del terreno flexible un espantoso monstruo que con mirada agraz y cinco furiosos hocicos se abalanzaba hacia él para devorarlo. Y las alas habían dejado de funcionar. ¡Adiós sus sueños de oro! Habría pensado.
A punto estaba de caer ante el monstruo del planeta rojizo, cuando apareció la nave guardiana que él había rehuido y lanzó un estrepitoso rayo súper láser que destruyó a la bestia. Sin embargo, Gaspar no pudo evitar caer en aquel suelo lodoso que de inmediato lo transformó en otro monstruo guardián como el eliminado.
Ya no era un advenedizo en aquel extraño planeta, pues ahora éste le permitiría gozar de todo el oro derretido que lo devoraba.
-Es urgente comenzar cuanto antes el viaje que nos lleve a la tierra perdida de los dinosaurios- dijo el capitán Aguilar. - Los he llamado en pos de organizar las acciones pertinentes. Para empezar quiero mostrarles los mapas que nos guiarán sin contratiempos hasta los parajes secretos donde se encuentran avanzando hasta nosotros. Con bazucas de rayo láser adormecedor vamos a cazarlos para mostrarlos a la humanidad en un gran zoológico que el gobierno puede autorizar construir de inmediato. ¡Sí! Ya sé que se pueden escandalizar y horrorizar ante ello. Pero si no llevamos la delantera y los dominamos, los cinco grandes saurios sobrevivientes saldrán de su hábitat y destruirán nuestras civilizaciones. Necesitamos utilizar de inmediato todos nuestros recursos para detenerlos.
-No me hagas encolerizar. -interrumpió el coronel Alfaro.- ¡Puras patrañas que no logran hacerme simpatizar contigo. Tú te traes otras cosas entre manos. ¡Cómo es posible creer que exista un lugar donde dices haber visto cinco peligrosos dinosaurios, si ellos se extinguieron hace millones de años. ¡Me haces bostezar! Nuestro campamento no se ha hecho para poetizar o divinizar tus fantasías.
-Pero mi coronel.-interrumpió apresurado el capitán Aguilar- ¿Acaso no ha escuchado los rugidos que se oyen cada vez más próximos por las noches? ¡Claro que están vivos! Son pocos, pero parecen organizarse. Pregúntele al cabo Rocha que ha sido testigo de sus moles en movimientos rápidos y feroces que hasta lo hicieron rezar.
-¡Es cierto, mi coronel! ¡Es cierto! - agregó el cabo alarmado.- ¡Ya vienen! ¡Los oigo! ¡Preparemos las bazucas!
-¿Tú también? ¡Bueno, esto me hace encrespar de enojo! Obedezcan. Por culpa de ustedes no voy a martirizar con películas de terror a quienes están escuchando tamañas pamplinas. Regresen a sus tiendas.
- Los dinosaurios nos quieren esclavizar. - Gritó desesperado el cabo Rocha, mientras los monstruos antediluvianos arrasaban el campamento. Los extra abiertos ojos del coronel Alfaro no acertaban a dar por hecho cómo el Tiranosaurio Rex lo degollaba de un mordisco y lo engullía.
de este hombre
El hombre apareció tirado de pronto en el desierto a orillas de este camino terroso. Éste no era el sitio adecuado para sobrevivir, así que los patrulleros de este espacio árido tuvieron que reportarlo al servicio de identificación. ¿Quién podría ser este individuo tan rubio que parecía albino? Se indagó por la red su filiación, pero nunca pudo encontrarse rastro alguno de este ser, pues éste no contaba ni con fotografías ni con huellas digitales ni ficha electrónica. Parecía ni haber nacido ni haber muerto.
Se buscó en archivos del siglo pasado alguna probable acta de nacimiento, pero al ignorar su nombre, esta acción había quedado invalidada. La policía lo había recluido en el hospital de la región para ver si era posible salvarle la vida, pero todos daban por seguro que fallecería. Las enfermeras curiosas se acercaban a revisarlo y en este caso, quedaban sorprendidas por la palidez, casi transparente de su piel.
-Este individuo parece que no tiene sangre.-comentaba alguna.
-Y con este aspecto que se le ve, aunque parece dormido, no se le oye respirar. A mí se me hace que éste ya se murió. -analizaba otra.
La junta de médicos del hospital no salía de su asombro, pues no encontraba explicación alguna para este sujeto que no estaba muerto pero que tampoco daba señales de estar vivo.
-Además este color acerado claro de su piel me produce escalofrío. Es tan blanco; mas tampoco es un albino.- decía uno de los médicos
-Lo que más me sorprende es que de pronto abre sus ojos y una mirada de acero fulminante parece traspasar el techo y enviar algo como un mensaje a las alturas. Sin embargo no habla, sólo parpadea de pronto. Este caso es insólito.
De improviso, ante la estupefacción de todos, el hombre levitó y se dirigió acostado hasta el ventanal. Éste se abrió como por encanto y el hombre quedó convertido en una pequeña nave cósmica que a velocidad increíble se perdió entre las sombras de aquel anochecer.
-¡Era un extraterrestre!- gritaron aterrados los testigos de este caso insólito. Uno de los médicos entre tartamudeos alcanzó a emitir, mientras todos desaparecían desintegrándose:
-Este fue el origen de este hombre. Nos devoró la energía, sin darnos cuenta, para reponerse y regresar a su pla...ne...ta...
A toda celeridad y sin obedecer las señales de tránsito el automóvil venía como energúmeno escapando de algo. Quien lo manejaba era un inconsciente de los daños que podía producir en caso de un choque con tal vértigo de velocidad. La gente lo miraba asombrada de no aparecer ningún agente de tránsito ni patrulla alguna.
Y como se preveía, no bien habían pasado dos calles cuando un rechinido de llantas y un golpazo estruendoso hizo estremecer al vecindario que corría a enterarse de lo sucedido. Ese era el fin esperado por los testigos que habían visto pasar ese coche con tanta rapidez.
Quienes llegaron primero al escenario y los que ya estaban allí, vieron salir de ese auto al manejador, que tambaleante y sangrando de la nariz, con los ojos desorbitados, sólo acertaba a decir como lleno de ese terror que muestran los que acaban de ver algo horrible:
-Yo no soy causante de ese desastre. ¡Créanme! Cuando pasaba por ese caserón abandonado que se encuentra frente a la vieja estación central del ferrocarril, una hermosa mujer que se veía de parto me pidió ayuda para llevarla al hospital, a lo cual yo accedí. Pero, no bien se había subido en ese páramo, cuando vi que se transformaba en un ser monstruoso que con su mirada aceleraba el auto y con carcajadas espeluznantes me hacía desquiciarme en el manejo. Entonces, al ver ese paredón, se me ocurrió estrellarme allí, porque sabía que ese lugar no era peligroso, pues da a un terreno baldío. Vi como salía ese ser horroroso volando por la ventanilla y chocaba contra ese muro que antiguamente protegía una casa habitada por unas mujeres a las cuales les decían las beatas y que según decían, eran exorcistas.
Todos escuchaban con ese aire de desconfianza que producen las palabras de un borracho. Fue entonces cuando llegó la policía.
-¿Quién causó ese daño?- uno de ellos preguntó.
-Ese, ese borracho. Ese le dio ese golpazo.-dijeron algunos. Entonces el herido repitió lo dicho. Cuando incrédulos los oficiales subían detenido a la patrulla al tipo, se escuchó un lamento tan terrible en el terreno baldío que a todos se les enchinó el cuerpo.
-¡Muere, maldita bruja!- se oyó que gritaban y tres figuras de mujeres que apresaban a otra, se difumaron en el aire ante los ojos atónitos de los espectadores. El manejador gritó:
-¡Lo decía! ¡Lo decía! ¿Ahora me creen? Ese caserón y este terreno han de ser testigos de una terrible historia de ese pasado misterioso de nuestro pueblo. Entonces todos acordaron que lo dicho por el accidentado no era un simple cuento.
La cacería iba a ser muy exitosa, según decía aquel hombre de barba larga. El rey quería que ese día fuera recordado como uno de los momentos más gloriosos de su deporte favorito. Sin embargo, aquel que observaba desde lejos, planificaba otro suceso. Tendría que interponerse para que no cazaran al príncipe de los renos que en ese día se paseaba por el bosque seleccionado para el evento de caza.
Las huestes del soberano aparecieron entre los ladridos de los perros que husmeaban en pos de descubrir el sendero de las presas. Aquel terreno lleno de árboles frondosos dificultaba un tanto los logros que se perseguían. Cuando el rey miró tantos obstáculos se sintió molesto, pues no había ordenado que se cazara en aquel lugar, sino a campo traviesa con el fin de facilitar los movimientos de los cazadores y sobre todo, los de él, que se hacía llamar, aquel que siempre es triunfador; como profería con ese orgullo del que se cree superior:
-Si no hay un soberano triunfante siempre, el pueblo se decepciona, desconfía de él y se hace fácil blanco de rebeliones. Aquí el pueblo soy yo. Y el pueblo quiere líderes como yo.
Así que aquel día le pareció al gobernante uno de esos que no tenía previstos. Sin embargo, como no quería dar muestras de debilidad ni de temor que acobarda, continuó con las acciones y penetró entre los árboles de aquel territorio casi inexplorable.
De pronto sus arqueros señalaron entre la maleza la aparición de un espléndido reno que parecía coronado con cuernos de plata y oro. El rey fue el primero en encabezar el ataque, pues prohibió que nadie más que él, se apropiara de aquel trofeo. Ya lo miraba colgado en su gran sala de premios.
El rey penetró entre los árboles sin prestar atención a que sus acompañantes se habían enredado por extrañas lianas que les impedían continuar por aquel espacio. Sin darse cuenta, el soberano se encontró en el centro de un pequeño claro del bosque y llamó a sus acompañantes, pero nadie le respondió.
Se encontraba solo, abandonado en aquel extraño sitio que parecía irse cerrando por plantas amenazantes y que en aquel momento, se acercaban a devorarlo. En ese preciso instante, apareció el rey de los renos y hablándole con la solemnidad de un soberano, le dijo:
-¡Qué bien! Hoy pondré un nuevo trofeo en la sala de premios de mi castillo.
Aquel rey humano quiso escapar, pero en medio de filosos ramazos, le cortaron la cabeza cual a aquel rey de Francia. Como nadie supo explicar la extraña desaparición del soberano y sus huestes, el país se hizo democrático y la cacería fue prohibida.
Esta es la historia de un amor imposible. Sucedió que una vez una polla y un caballo se enamoraron. La polla era muy bella y el caballo despedía un gran destello en su pelaje. Cuando la mamá gallina se enteró, armó una bulla de escandalosos cacareos. Era aquello una barbaridad y le decía:
-Tú sabes que las pollitas son pequeñas y tu talle no le llega ni a la rodilla de sus patas. Los caballos son altos, muy altos y están acostumbrados a correr por el valle a gran velocidad. Tú apenas si medio alcanzas a treparte a una olla, mientras que el cuello de él, resopla como un fuelle; a su lado sólo eres como un capullo. No insistas en esa locura.
Así pasó la primavera y los días del verano y sus cosechas llegaron. La pollita era linda como un pimpollo y el caballo se alegraba mucho al verla. Cuando los dueños del rancho lo sacaban a pasear, la polluela se subía en su lomo y se les veía muy contentos. Esto daba mucha risa a los pequeños hijos de los amos que los conducían rumbo al mar.
Así llegaban hasta el muelle cercano y los dos contemplaban el atardecer, mientras los niños jugaban en la arena a poner sus huellas. Cuando regresaban todos muy alegres, encerraban en el corral a la pollita y al caballo lo metían en el pesebre. Mamá gallina le repetía lo de siempre:
-Tú sabes que los caballos son altos, altos, y tú eres pequeñita; muy pequeñita. Naciste polluela y no yegua, qué quieres hacer.
Entonces la polluela estallaba en llanto y ante la tragedia de la realidad, se pasaba la noche en vela, esperando que amaneciera para ver a su amado caballo; esto mismo le acontecía a él, cuyo padre también lo reprendía diciéndole:
-Tú sabes que los caballos son altos, altos, y ella es pequeñita; muy pequeñita. Naciste potro y no gallo, qué quieres hacer.
Lo único que pudieron lograr, fue vivir vasallos de un amor, que les unía el alma, pero nunca el cuerpo. Como los verdaderos trágicos amores…
de las maravillas
Cinco enormes y altísimas torres de ladrillo se levantaban sobre un cerrillo que hacían ver más gigantesco de lo que era, al legendario Castillo de las Maravillas. Su elevada construcción no le quitaba lo sencillo de su porte que seducía a todos lo viajeros que por ahí cruzaban, pero que jamás, quién sabe por qué, se atrevían a llamar a sus impresionantes portones en forma de tablillas de dura madera.
Muchos rumoraban que al girar sus perillas se abrían pasillos tan enrevesados que quienes habían entrado, jamás habían vuelto a encontrar la puerta de salida. Esto llevó al colmilludo aventurero Miguelón de Zevacó a intentar penetrar en los secretos de aquella edificación que desde hacía siglos, por lo menos desde el comienzo de la Edad Media, se hallaba abandonada en la cordillera de los Alpes, en medio de un paisaje conífero espléndido.
Así que, dotado de un mochilón con muchas armas y herramientas, el valiente explorador llegó hasta el portón y jaló un arillo que parecía ser de la campana de llamada. Para su sorpresa, apenas lo hubo jalado cuando apareció un gigantón en calzoncillos que le llegaban hasta las rodillas, como recién despertado, que le preguntó con voz de trueno:
-¿Quién eres y qué buscas?
-Soy un vendedor de productos de limpieza y ando ofreciendo pocillos para la leche, parrillas para el asado, cepillos para la limpieza, hornillos para calentar el ambiente y hasta morcilla, que es un deleite. ¿Gustarías comprarme algo? Quedarás muy satisfecho. Si quieres te puedo mostrar mi mercancía en tu sala.
-¡No me interesa comprar nada! Aquí tenemos todo de sobra.- y dio tamaño portazo que Miguelón se quedó casi desnarigado. Entonces se acercó a la orilla de un ventanal y le ofreció un anillo que decía mágico, pero nadie respondió.
Sin lograr su propósito de entrar, se disponía a retirarse molesto, cuando escuchó que salía de la ventana una bella voz de dama que le pedía ver el anillo. Miguelón se estiró lo más alto que pudo, mostrando el anillo mágico y una tersa mano le envió una canastilla para colocarlo allí. De inmediato lo hizo y la canastilla desapareció.
Un estruendoso ruido combinado con un fulgor amarillo incendió la base del castillo y se elevó hacia el infinito como si fuera una nave espacial. El aventurero quedó sorprendido y sólo vio que un librillo caía como hojas flotantes entre un estribillo deliciosamente musical que decía:
La vida es un folletón de aventuras.
Se agachó a recogerlo y en ese preciso momento, Miguelón se hizo tan Miguelito que se estampó en una de las páginas del libro que ahora se elevaba para ser parte de la biblioteca del maravilloso castillo volante.
Ruy Godoy, nacido en Acambay, México, había descubierto en sus andanzas de aventurero, un libro incunable muy antiguo que hablaba de un tesoro enterrado en los bosques de India.
Lo había comprado en las márgenes del río Sena, en París, a precio irrisorio. Como estaba escrito en sánscrito, antigua lengua sagrada de aquel país misterioso, el librero no tuvo reparo en casi regalárselo.
Monsieur Goduá, como le decían en Francia, aún tuvo la osadía, como buen mexicano, de regatear:
-Déjamelo más barato. - dijo al vendedor, claro que en francés.- Soy sólo un curioso que quiere tener en su biblioteca un libro en sánscrito, pues en realidad sólo me importa lo gracioso de sus rasgos, pues ni sé de qué trata. Y como voy de paso…pero si no quiere- dijo lanzándole un tramposo reto. Ante el temor de perder a un cliente, el librero rebajó el precio y se lo dio a la mitad.
Mentira del muy pícaro comprador, pues era un lingüista consumado, de esos que había en el siglo XIX descifrando textos para encontrar tesoros y venderlos a los ricos coleccionistas estadounidenses, que fue cuando sucedió nuestro relato. Bien que dominaba tal antigua lengua y de inmediato se dio cuenta de la importancia de aquella obrita. El mismo título lo decía: El secreto del buey de la montaña.
Sin más tiempo que perder, compró los boletos del tren que, de escala en escala, lo conduciría, en primer lugar, a Bombay y hacia allá se dirigió. No bien hubo llegado, y siguiendo las instrucciones que se daban en aquel fabuloso documento, alquiló una carreta y un guía para que lo condujera por aquellos parajes lujuriosos de vegetación e insectos. No era un convoy poderoso, pero servía para atravesar pantanos e ir ascendiendo hacia la cordillera del Himalaya que se veía aún muy lejana.
Según había leído en el precioso librito, llegaría en tres días hasta una montaña, no muy alta, y allí, en la cúspide encontraría una cueva donde se ocultaba la “sorpresa áurea”, como se decía en el capítulo uno. Y así fue.
Una pequeña caverna se vislumbró, al cabo del tiempo calculado para llegar hasta ella, y cuando nuestro aventurero, con esfuerzo subió para penetrarla, descubrió que el fondo no era muy profundo y que una pared con signos en sánscrito daban un mensaje que él se puso a descifrar sonriente.
-¡Aquí está la lana!-pensó entusiasta.
-Este es el Recinto del Buey de la Montaña. Empuja la losa que ves al frente y se moverá.- Así lo hizo y la enorme piedra se desplazó. Apareció entonces una pequeña estancia donde se veía un trono labrado en piedra iluminado por misteriosas velas. Una voz macabra se escuchó de pronto salir de las paredes:
-Siéntate. Ahora tú eres el rey y este espacio te pertenece por ley para siempre: Bienvenido, oh, Gran Buey.
En ese instante se cerró herméticamente la losa. El guía, que esperaba a la puerta, aterrado salió despavorido de allí, pidiendo la protección de Brahma.
-¡Ay, de mí! ¡Que el Atman me proteja!
Nadie supo más de Ruy Godoy.
EN que cayeron rayos
Desde que sus reyes se habían vuelto tiranos y aplicaban las leyes mercúricas según su ambiciosa conveniencia para obligarlos a cumplir el proyecto de invadir a todos los planetas del sistema solar, muchos mercurianos habían preferido salir huyendo de su Mercurio querido y explorar la Tierra con la esperanza de encontrar el yodo mágico salvador que existía en ella, en pos de sobrevivir, pues esa era la única manera de obtener un antídoto que contrarrestara el calor agresivo que les estaba destruyendo el yeso del cerebro a sus guías y los hacía perversos. Los mercurianos querían vivir en paz en su hoyudo planeta. Nada de invadir a nadie.
Pero como los reyezuelos ya no resistían el estar tan cerca del Sol, cual en viejos ayeres, se les incendiaban las yemas de sus cuarenta dedos electrónicos y enloquecidos lanzaban rayos destructores sin ton ni son. Aterrados la mayoría, desoyendo a las computadoras que los controlaban, salieron de los hoyos donde vivían y abordaron las naves disponibles para huir lo más pronto posible y evitar una catástrofe planetaria.
Fue entonces cuando yo, Súper-Yáñez, el pirata del aire, destructor de extraterrestres, me di cuenta del trayecto que seguían los mercurianos y me dispuse a ser nuevamente un héroe. Vi cómo cinco enormes naves cayeron como rayos cerca de los pantanos de Florida; el observatorio astronáutico afirmó que se trataba de una lluvia eléctrica.
En cuanto terminó el informe transmitido por las videofonográficas, tomé mi licuado de súper guayaba atómica y de inmediato me poseyó un entusiasmo descomunal. Me puse mi traje enjoyado de pedrerías láser y me lancé a la defensa. De un salto estuve frente a miles de criaturas que parecían gotas de agua, por tan pequeñas, que con sus cuarenta dedos, como arácnidos, succionaban los terrenos lodosos por donde estaban. Cuando me vieron lanzaron un zumbido como agudo relincho de yegua y me ataron con extraños lazos invisibles. Inmovilizado como quedé, los vi cómo emocionados extraían una sustancia morada que los hacía despedir chispas cada vez más brillantes. Cuando habían alcanzado una luminosidad cegante, abordaron sus refulgentes naves y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
El cielo nocturno se iluminó con tantos rayos que semejaba una aurora bellísima. Cuando el fenómeno terminó, quedé como por encanto, desatado.
La videofonográfica internacional seguía comentando el maravilloso espectáculo observado en aquella noche en que cayeron rayos. Nadie quiso creer mi narración. No me bajaban de payaso, sólo mi tocayo, Clark, oyendo mi relato, asintió su veracidad y los que me están leyendo y acaban de terminar, al fin, estos cronicuentos disparatados, acaso también me crean.