Crimen y castigo (tr. anónima)/Tercera Parte/Capítulo III
Capítulo III
Está mejor ‑les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
‑Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado ‑dijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna‑. Y no digo esto como te dije ayer ‑añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
‑Estoy incluso asombrado ‑dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez‑. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo ‑añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
‑Es posible ‑respondió fríamente Raskolnikof.
‑Digo esto ‑continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento‑ porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.
‑Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.
‑¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? ‑exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado‑. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...
‑Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
‑Yo tampoco sé cómo darle las gracias ‑dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza‑. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
‑No se preocupe usted ‑repuso Zosimof sonriendo afectuosamente‑. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
‑Y no hablemos de ése ‑dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine‑. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...
‑¡Qué tonterías dices! ‑exclamó Rasumikhine‑. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
‑De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar ‑continuó Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana‑. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
‑Ésta es la razón de que le aprecie tanto ‑exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas‑. ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas ‑pensó la madre‑. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
‑¡Ah, Rodia! ‑dijo, respondiendo a las palabras de su hijo‑. No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas ‑terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
‑Sí, todo eso es muy enojoso ‑dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida‑. ¿Qué otra cosa quería deciros? ‑continuó, esforzándose por recordar‑. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
‑¡Qué ocurrencia, Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía ‑pensó Dunetchka‑. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
‑Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
‑¿Manchas de sangre? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
‑No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.
‑¿Cuando estabas delirando? ‑dijo Rasumikhine‑. Pues te acuerdas de todo.
‑Es cierto ‑convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación‑. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
‑El fenómeno es conocido ‑observó Zosimof‑. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco», pensó Raskolnikof.
‑Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso ‑observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
‑La observación es muy justa ‑respondió el médico‑. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.
‑Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? ‑se apresuró a decir Rasumikhine‑. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
‑¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
‑¿Verdad, Dunia?
‑No ‑repuso enérgicamente la joven.
‑¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones ‑murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso‑. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería ‑añadió, lamentando no haber sabido contenerse‑. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá ‑terminó con voz entrecortada y tono tajante.
‑No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho ‑repuso la madre alegremente.
‑No estés tan segura ‑repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
‑¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? ‑preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Qué Marfa Petrovna?
‑¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!
‑¡Ah, sí! Ahora me acuerdo ‑dijo como si despertara de un sueño‑. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:
‑Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
‑¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? ‑preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.
‑No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
‑O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.
‑¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible ‑repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
‑La escena tuvo lugar por la mañana ‑prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna‑. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
‑¿A pesar de los golpes?
‑Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
‑No es nada extraño ‑observó Zosimof.
‑¿Y dices que la paliza había sido brutal?
‑Eso no influyó ‑dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
‑No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
‑Es que no sabía de qué hablar, hijo mío ‑se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Es posible que todos me temáis? ‑dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
‑Sí, te tememos ‑respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos‑. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
‑Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
‑Basta, mamá ‑dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla‑. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.
‑Pero ¿qué te pasa? ‑le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
‑Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? ‑exclamó de súbito‑. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
‑¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! ‑dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
‑¿Qué te ha pasado, Rodia? ‑preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.
‑Nada ‑respondió el joven‑: que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
‑Si es una tontería, lo celebro ‑dijo Zosimof levantándose‑. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
‑Es un hombre excelente ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto ‑exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito‑. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente ‑añadió señalando a Rasumikhine‑. ¿Te ha sido simpático, Dunia? ‑preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
‑Mucho ‑respondió Dunia.
‑¡No seas imbécil! ‑exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
‑Pero ¿adónde vas?
‑Tengo que hacer.
‑Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.
‑Es un regalo de Marfa Petrovna ‑dijo Dunia.
‑Un regalo de alto precio ‑añadió Pulqueria Alejandrovna.
‑Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
‑Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
‑Yo creía que era un regalo de Lujine ‑dijo Raskolnikof.
‑No, Lujine todavía no le ha regalado nada.
‑¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? ‑preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.
‑Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
‑¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza ‑añadió, pensativo y bajando la cabeza‑ y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
‑Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...
‑No, no fue simplemente una locura pasajera ‑dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
‑¿La amas aún? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
‑¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
‑Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? ‑exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
‑¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba ‑dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio‑. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
‑¿Esta habitación? ‑dijo Raskolnikof, distraído‑. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! ‑añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.
‑Tengo algo que decirte, Dunia ‑manifestó secamente y con grave semblante‑. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
‑¡Pero Rodia! ¿Otra vez las ideas de anoche? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.
‑Óyeme, Rodia ‑repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano‑, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.
«Miente ‑se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia‑. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»
‑En una palabra ‑continuó Dunia‑, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
‑¿Dices que lo cumplirás todo? ‑preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
‑Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
‑¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
‑¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! ‑exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma‑. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!
‑¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?
‑Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch ‑dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
‑No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.
‑No comprendo absolutamente nada ‑dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular‑. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla lo hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.
‑Todos los hombres de su profesión escriben así ‑dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.
‑¿Es que has leído la carta?
‑Sí.
‑Tenemos buenos informes de él, Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa‑. Nos los han dado personas respetables.
‑Es el lenguaje de los leguleyos ‑dijo Rasumikhine‑. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.
‑Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
‑Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios ‑dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano‑. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
‑Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
‑No ‑repuso Dunetchka vivamente‑, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.
‑Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
‑¿Qué piensas hacer, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
‑¿A qué te refieres?
‑Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si te encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?
‑Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo ‑terminó secamente‑ haré lo que vosotras me digáis.
‑Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer ‑respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
‑Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche ‑dijo Dunia‑. ¿Vendrás?
‑Iré.
‑También a usted le ruego que venga ‑añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine‑. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.