Crimen y castigo (tr. anónima)/Sexta Parte/Capítulo IV
Capítulo IV
‑Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo ‑dijo Svidrigailof, iniciando su relato‑, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.
»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:
»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.
»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.
»Tercero. No tendría jamás una amante fija.
»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras.
»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.
»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me comprometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.
»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo... Por otra parte, si uno quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas preconcebidas y de tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las personas que nos rodean. En fin, confío en poder contar al menos con su juicio.
»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa Petrovna. En efecto, tenía ciertas costumbres extrañas, pero le confieso sinceramente que siento verdadero remordimiento por las penas que le he causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más tierno de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos, yo guardaba silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de producir efecto. Ella se calmaba y sabía apreciarlo. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su hermana de usted. ¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí, tal como suena; se enamoró... ¡Avdotia Romanovna! Desde el primer momento comprendí que su presencia sería una complicación, y, aunque usted no lo crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella la que dio el primer paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que permaneciera indiferente a los elogios que me hacía de ella. No puedo comprender lo que pretendía. Como es natural, mi mujer contó a Avdotia Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que llegaba. ¿Cómo no había de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y magnífica amistad? Sin duda estaban siempre hablando de mí, y Avdotia Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que se me atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.
‑Sí. Lujine incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso verdad?
‑Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías ‑exclamó Svidrigailof con una mezcla de cólera y repugnancia‑. Si usted desea conocer la verdad de todas esas historias absurdas, se las contaré en otra ocasión, pero ahora...
‑También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus sirvientes...
‑Le agradeceré que no siga por ese camino ‑dijo Svidrigailof, agitado.
‑¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle por usted mismo.
Svidrigailof le miró atentamente, y Rodia creyó ver brillar por un momento en sus ojos un relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigailof repuso cortésmente:
‑Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado vivamente, y me comprometo a satisfacer su curiosidad en la primera ocasión. Creo que se me puede considerar como un personaje romántico. Ya comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado a su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué impresión le producirían estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a que me favorecieron. A pesar de la aversión que su hermana sentía hacia mi persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por compadecerse del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón de una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de salvar, de hacer entrar en razón, de regenerar, de conducir por el buen camino a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida nueva. Ya debe de conocer usted los sueños de esta índole.
»En seguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la jaula, y adopté mis precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovitch: ya sabe usted que este asunto no tuvo consecuencias importantes... ¡El diablo me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde...! Le aseguro que más de una vez he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe reinante, o de un gobernador, o de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda de que habría engrosado la lista de los mártires y sonreído ante los hierros al rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio... Si hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de Egipto, y allí habría pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y visiones. Es una mujer que anhela sufrir por alguien, y si se la privase de este sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.
»He oído hablar de un joven llamado Rasumikhine, un muchacho inteligente, según dicen. A juzgar por su nombre, debe de ser un seminarista... Bien, que este joven cuide de su hermana.
»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara... ¡El diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la culpa.
»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.
»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición e hice todo lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.
»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.
»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotia Romanovna no fue insensible a los elogios de que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.
»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana...!
»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: "Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted creerme. Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así...? Dígame, responda... Veo que usted me ha escuchado con gran atención, interesante joven...
Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estaba congestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio de champán que se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y decidió aprovechar esta circunstancia para sonsacarle, pues aquel hombre le inspiraba gran desconfianza.
‑Después de todo eso ‑dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle‑, no me cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi hermana.
‑Nada de eso ‑respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse‑. Ya le he dicho que... Además, su hermana no me puede ver.
‑No lo dudo, pero no se trata de eso.
‑¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? ‑Svidrigailof le hizo un guiño y sonrió burlonamente‑. Tiene usted razón: le soy antipático. Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre marido y mujer o entre dos amantes. Siempre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me mira con repugnancia?
‑Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue abrigando infames propósitos sobre Dunia.
Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y exclamó con ingenuo temor:
‑¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar a usted eso?
‑En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos temores?
‑¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por lo demás, estoy borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate. ¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh, traedme agua!
Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. Felipe le trajo agua.
‑Todo eso es absurdo ‑añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la frente‑. En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. ¿Sabe usted que voy a casarme?
‑Ya me lo dijo.
‑¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención. Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase... ¡Demonio! No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?
‑No, ya no me quiero marchar.
‑¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda. ¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me hospedo... ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe usted que se acusa a esa señora de haber provocado este invierno el suicidio de una jovencita... Bueno, ¿me escucha usted o no...? En fin, es esa señora la que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto de hombre preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie: vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres días sin que hable con nadie. Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a la... circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario que está enfermo: hace tres años que no puede valerse de sus piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy inteligente. El hijo está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a sus padres. La hija mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su cargo dos sobrinitos de corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o tres meses cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la familia como un propietario viudo de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y yo más de cincuenta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador.
»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia y se pone tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como una imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una boquita de labios carnosos y purpúreos... ¡Un amor! Total, que trabamos conocimiento, yo dije que asuntos de familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir, anteayer, nos prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda, diciéndole que soy su futuro esposo y que lo que hago es normal. Conseguida esta comprensión, el papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la nature et la vérité. ¡Ja, ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está muy lejos de ser tonta. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen Sixtina de Rafael. ¿No le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el pintor dio a esa Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros esponsales le llevé regalos por valor de mil quinientos rublos: un aderezo de brillantes, otro de perlas, un neceser de plata para el tocador; en fin, tantas cosas, que la carita de Virgen resplandecía. Ayer, cuando la senté en mis rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció vivamente y en sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.
»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la primera vez que hizo esto por propio impulso), me besó y me juró ser una esposa obediente y fiel que dedicaría su vida entera a hacerme feliz y que todo lo sacrificaría por merecer mi cariño, y añadió que esto era lo único que deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas palabras en boca de un ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos rizados y mejillas teñidas por un rubor virginal, es sumamente seductor... Confiéselo, confiéselo... Oiga..., oiga..., le llevaré a casa de mi novia..., pero no puedo hacerlo ahora mismo.
‑Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad. ¿Es posible que usted piense seriamente en casarse en esas condiciones?
‑¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede en este mundo, y hacerse ilusiones es un medio de alegrar la vida... ¡Ja, ja! ¡Pero qué moralista es usted! Tenga compasión de mí, amigo mío. Soy un pecador. ¡Je, je, je!
‑Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Catalina Ivanovna. Tenía usted sus razones.
‑Adoro a los niños, los adoro de veras ‑exclamó Svidrigailof, echándose a reír‑. Sobre este particular puedo contarle un episodio sumamente curioso. El mismo día de mi llegada empecé a visitar antros. Estaba sediento de ellos después de siete años de rectitud. Ya habrá observado usted que no tengo ninguna prisa en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa Petrovna me atormentaba con frecuencia el recuerdo de estos rincones misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega a la bebida; la juventud culta se marchita o perece en sus sueños irrealizables: se pierde en teorías monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el espectáculo que me ha ofrecido la ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un olor a podrido...
»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca repugnante, como las que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años que está bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre estaba sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece; al fin se siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a un sitio como éste!" Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han llegado de una provincia. Me dicen que consideran mi visita como un gran honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas. ¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.
‑¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre ruin y corrompido.
‑¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud...? Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.
‑Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes ‑murmuró Raskolnikof, indignado.
Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber pagado su consumición, se levantó.
‑Vámonos. Estoy bebido. Assez causé ‑exclamó‑. He tenido un verdadero placer.
‑Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre encenagado en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo... Es una cosa que fustiga los nervios.
‑Pues si es así ‑dijo Svidrigailof con cierto asombro‑, si es así, a usted no le falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a vernos... Tenga un poco de paciencia.
Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y su semblante se había nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante Raskolnikof era cada vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este cambio y se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó su paso al de él.
Estaban ya en la calle.
‑Yo voy hacia la izquierda ‑dijo Svidrigailof‑, y usted hacia la derecha. O al revés, si usted lo prefiere. El caso es que nos separemos. Adiós. Mon plaisir. Celebraré volver a verle.
Y tomó la dirección de la plaza del Mercado.