XXIII - Los dos frailes editar

«En poniendo un capuchón
te encuentras un fraile hecho».

(Canción popular francesa)


En una taberna situada a las orillas del Loira, a poca distancia de Orleans, conforme se va hacia Beaugency, estaba sentado junto a una mesa un fraile joven, vestido con hábito negro, y que se cubría la cabeza con un gran capuchón. Sus ojos se hallaban fijos en el breviario, con una atención completamente edificante, y no se apartaban ni un segundo del libro, a pesar de que había elegido un rincón muy obscuro para leer. En la cintura llevaba un rosario, cuyas cuentas eran más grandes que huevos de paloma, y un enorme surtido de medallas de santos, suspendidas por una cuerda, sonaban a cada movimiento que hacía. En un instante en que levantó la cabeza para mirar al lado de la puerta, pudo observarse que tenía una boca bien hecha, adornada por un gran bigote levantado en forma de arco turco, que hubiese complacido al más galante capitán de gendarmería. Las manos del fraile eran muy blancas, y sus uñas, cuidadísimas, y en todo su aspecto no había nada que anunciase que el buen franciscano, siguiendo la costumbre de su Orden, hubiese manejado mucho la azada y el rastrillo.

Una gruesa y mofletuda aldeana, que desempeñaba simultáneamente las funciones de criada y cocinera en la taberna —de la cual era dueña—, se aproximó al fraile, y después de hacerle una reverencia muy torpe, le dijo:

— Veamos, padre, ¿no queréis que os prepare algo para vuestra comida? Es ya más de mediodía.

— ¿Pero es que la barca de Beaugency va a tardar todavía mucho tiempo?

— ¿Quién sabe? El agua está muy baja, y no se navega como se quiere. Además, no es aún la hora. En vuestro lugar, me pondría a comer aquí.

— ¡Bueno! Comeré. ¿Pero no hay otra habitación más que ésta donde se pueda almorzar? Percibo aquí un olor muy poco agradable.

— Sois muy delicado, padre. Yo no siento nada.

— ¿Es que han chamuscado a los cerdos cerca de esta taberna?

— ¿A los cerdos? ¡Ah, sí! ¡Es divertido!... Muy cerca de aquí... Pero eran unos cerdos que cuando vivían llevaban vestidos de seda y no sirven para comer. Son hugonotes, reverendo padre, que han sido quemados a la orilla del agua, a cien pasos de aquí, y de ellos es el hedor que percibís.

— ¿De hugonotes?

— Sí, de hugonotes... ¿Queréis tomar cualquier cosa?... Ese olor no puede quitaros el apetito. En cuanto a cambiar de habitación para comer, no es posible, porque no tengo más que ésta; de modo que con ella os tenéis que contentar. ¡Bah! ¡Los hugonotes! Si no les queman es posible que olieran peor. Esta mañana había sobre la arena un montón de ellos..., un montón así de alto..., tan alto como esa chimenea.

— ¿Y habéis visto los cadáveres?

— ¡Ah! Me decís eso porque estaban desnudos. Pero siendo cadáveres, reverendo, ya no es el mismo caso; no me hicieron otro efecto que si hubiera visto un montón de ranas muertas. Parece que ayer se ha trabajado muy bonitamente en Orleans, pues el Loira nos ha traído una gran cantidad de esos pescados heréticos, y como las aguas están bajas, se encuentran entre la arena en gran cantidad. El chico del molinero fue ayer tarde a ver si había algún pescado entre sus redes, y se encontró en ellas a una mujer muerta que presentaba una herida de alabarda en el estómago, que le salía por la espalda. El muchacho hubiera preferido encontrar una buena carpa... Pero ¿qué tenéis, reverendo?... ¿Es que os va a dar un desmayo? ¿Queréis que os traiga un buen vaso de vino de Reaugency? Esto os arreglará el cuerpo.

— Os lo agradezco.

— ¿Y qué os traigo de comer?

— Lo que os venga en gana... poco me importa.

— Tengo la cocina bien provista...

— ¡Vaya! Traedme un pollo y dejadme en paz.

— ¡Un pollo! ¡Un pollo!, reverendo padre. ¡Sí que está bueno esto! No será en vuestros dientes donde las arañas hagan sus telas en tiempo de ayuno. ¿Tenéis bula del Papa para comer pollo en viernes?

— ¡Ah! Estaba distraído. No me acordaba que hoy es viernes... Los viernes, carne no comerás... Dadme huevos... Os agradezco que me hayáis advertido a tiempo para evitarme un gran pecado.

— ¡Miren los caballeros! —murmuró entre dientes la tabernera—. Si no se les advirtiera comerían pollos en día de vigilia, y si nosotros nos olvidásemos y hallaran en la sopa algún pedazo de carne promoverían el gran escándalo.

Dicho esto, fue a ocuparse de preparar sus huevos, y el fraile continuó leyendo su breviario.

— Avemaría — dijo otro fraile entrando en la taberna en el momento en que Margarita la tabernera tenía la sartén por el mango y se preparaba a freír una voluminosa tortilla.

El recién llegado era un hombre de cierta edad, con barba gris, alto, ancho y fuerte; tenía la cara muy enrojecida; pero lo que llamaba más la atención era un enorme empasto que le cubría un ojo y la mitad de la mejilla. Hablaba francés con facilidad; pero se le notaba en la conversación un ligero acento extranjero.

En el momento en que entró este fraile, el otro inclinó el capuchón por la cara todavía más, de manera que no podía ser reconocido, y qué sorpresa no experimentaría Margarita al fijarse en que el fraile recién llegado, que a causa del calor tenía la capucha quitada, se la echó por la cabeza al advertir a su hermano en religión.

— Padre —dijo la tabernera—, llegáis a punto para comer. No tendréis que esperar. Y, además, almorzaréis en buena compañía...

Y después, dirigiéndose al fraile joven, le dijo:

— ¿No es verdad, reverencia, que estáis encantado de comer con este otro padre franciscano? El olor de mi tortilla, ¿no os empieza a abrir el apetito? No he economizado la manteca.

El fraile joven respondió con timidez y balbuceando:

— Tengo miedo de incomodaros, señor.

El fraile viejo dijo bajando la cabeza:

— Soy un pobre fraile alsaciano..., hablo francés muy mal... y temo que mi compañía no sea agradable a mi compañero.

— ¡Vamos! —contestó la señora Margarita—. ¡Pues no se vienen ahora con cumplidos! Entre frailes, y frailes de la misma Orden, no tiene que haber más que una sola mesa y una sola cama.

Y cogiendo una silla la colocó junto a la mesa y enfrente del sitio que ocupaba el fraile joven. El viejo tomó asiento, mostrando cierta molestia; parecía dudar entre el deseo de comer y el hecho de encontrarse en compañía de un hermano de religión.

La tortilla fue servida.

— Ahora, padres, despachad pronto vuestras oraciones, y decidme si no está buena la tortilla.

Al oír recordar el Benedícite, los padres parecieron sentirse todavía más molestos. El más joven dijo al más viejo:

— Debéis rezarle. Sois de más edad y os corresponde ese honor.

— No, de ninguna manera. Estabais aquí antes que yo; rezad vos.

— No; os lo ruego.

— No debo ser yo el que rece.

— Es absolutamente necesario.

— Debéis advertir —dijo la señora Margarita— que se está enfriando mi tortilla. ¿Se habrá visto alguna vez franciscanos más ceremoniosos? Que el más viejo diga el Benedícite y el más joven las gracias.

— No sé decir el Benedícite más que en mi lengua — dijo el fraile viejo.

El joven pareció sorprendido, y echó a hurtadillas una mirada sobre su compañero. Éste, sin embargo, juntando las manos de manera muy devota, comenzó a murmurar para su capuchón algunas palabras que nadie entendía. Luego se volvió a sentar en menos de nada, y sin decir una palabra, engulló las tres cuartas partes de la tortilla, y vació la botella de vino. Su compañero, con la nariz sobre el plato, no abría tampoco la boca más que para comer. Concluida la tortilla se levantó, juntó las manos, y, con gran rapidez y balbuceando, pronunció algunas palabras en latín, de las cuales fueron las últimas: «Et beata viscera virginis Mariae.» Fueron las únicas palabras que entendió la señora Margarita.

— ¡Qué manera de rezar las gracias, reverendo padre! Me parece que no es así como las dice nuestro cura.

— Son las gracias que rezarnos en nuestro convento — dijo el franciscano joven.

— ¿Va a venir pronto la barca? — preguntó el otro fraile.

— ¡Paciencia! Ya debe estar al llegar — respondió Margarita.

El fraile joven pareció contrariado, a juzgar por el movimiento de cabeza que hizo. Sin embargo, se abstuvo de hacer la menor observación, y, tomando el breviario, se enfrascó de nuevo en la lectura con grande atención.

A su lado, el alsaciano, volviendo la espalda a su compañero, empezó a mover las cuentas del rosario entre el índice y el pulgar, y hacía movimientos con los labios; pero sin que se le escuchase un solo sonido.

— Son los dos frailes más raros que he visto en mi vida, y también los más silenciosos — pensó Margarita, mientras se disponía a hilar.

Durante un cuarto de hora, el silencio no se interrumpió más que por el ruido de la rueca, hasta que entraron en la taberna cuatro hombres armados y de cara atravesada. A la vista de los frailes se llevaron ligeramente la mano al sombrero, y uno de ellos, saludando a Margarita con el nombre familiar de «Margot», la pidió vino y comida muy de prisa, pues, según decía, «el gaznate se me está enmoheciendo por falta de trabajo en las mandíbulas».

— ¡Vino, vino! —murmuró la señora Margarita—. Muy pronto lo decís, señor Bois-Dauphin. ¿Pero quién va a pagar el gasto? Sabréis que Jerónimo Crédito ha fallecido; además, me debéis tanto de vino como de comidas y cenas, a más de seis escudos, lo cual es tan verdad como que soy una mujer honrada.

— Tan mentira es lo uno como lo otro —respondió riendo Bois-Dauphin—; yo no os debo señora Margarita más que dos escudos, y ni un solo dinero de más.

Y concluyó con un juramento.

— ¡Ah! ¡Jesús, María!... Se puede mentir de tal modo...

— ¡Vamos! ¡Vamos! No chillar de esa manera. ¡Vaya por los seis escudos! Ya los pagaré, Margaritona, unidos al gasto que hagamos ahora. Se gana muy poco en el oficio en que nos hemos metido; no sé lo que hacían esos sinvergüenzas con su dinero.

— Es posible que se lo zampen, al igual de los alemanes — dijo uno de sus camaradas.

— ¡Mala peste! —dijo Bois-Dauphin—. Es necesario mirar muy de cerca. Los buenos dineros, aunque se encuentren en el esqueleto de un hereje, no deben ser arrojados a los perros.

— ¡Cómo gritaba esta mañana la hija de aquel pastor! — dijo un tercero.

— ¡Y su padre, el viejo pastor! —añadió el último—. ¡Cómo me he reído! Estaba tan gordo, que no se podía hundir en el agua.

— ¿Habéis trabajado mucho esta mañana? — preguntó Margarita, que volvía de la bodega con varias botellas.

— Entre hombres, niños y mujeres —dijo Bois-Dauphin—, son doce los que hemos tirado al agua o al fuego. Pero lo peor, Margarita, es que no tenían encima ni un sueldo, ni una blanca; fuera de una mujer a la cual encontramos algunas fruslerías, toda la caza no ha valido las cuatro patas de un perro... Sí, padre —prosiguió, dirigiéndose al más joven de los frailes—; esta mañana hemos ganado bien las indulgencias, matando a esos cochinos herejes vuestros enemigos.

El fraile se le quedó mirando un momento con fijeza, y en seguida volvió a la lectura; pero el breviario temblaba visiblemente en su mano izquierda, mientras que apretaba con fuerza el puño derecho, como un hombre agitado por una emoción reconcentrada.

— A propósito de indulgencia —dijo Bois-Dauphin, volviéndose hacia sus compañeros—. ¿Sabéis que me gustaría poseer una bula para que pudiera comer hoy carne? He visto en el corral de la señora Margarita unos pollos que me tientan furiosamente.

— ¡Pardiez! —dijo uno de aquellos granujas—. ¡Vamos a comerlos, que no nos harán daño! Con ir mañana a confesar, está arreglado todo.

— Escuchad, compañeros —dijo otro—; se me ocurre una idea. Pidamos a ese fraile grueso el permiso para comer carne.

— Sí. ¡Como si él pudiera darlo! — respondió otro camarada.

— ¡Por la Virgen Santísima! —exclamó Bois-Dauphin—. Tengo un medio mucho mejor que esos, y os lo voy a decir al oído.

Los cuatro tunantes se aproximaron el uno al otro, y Bois-Dauphin les explicó en voz baja su proyecto, que fue acogido con grandes carcajadas. Uno solo de los granujas mostró escrúpulos.

— Es una mala idea la tuya, Bois-Dauphin —dijo—, y te traerá desgracia; yo no me mezclo en eso.

— ¡Cállate, Guillemain! ¡Como si fuera un pecado terrible hacer olfatear a un hombre la hoja de un puñal!

— ¡Pero a un tonsurado!

Hablaban en voz queda los cuatro pícaros, y los dos frailes parecían querer adivinar sus proyectos por algunas frases que percibían de la conversación.

— ¡Bah! No hay cuidado —afirmó Bois-Dauphin en tono más alto—. Y, después de todo, soy yo y no tú el que tendrá que responder del pecado.

— ¡Sí, sí! —exclamaron los otros dos— Bois-Dauphin tiene razón.

Inmediatamente, Bois-Dauphin se levantó y salió de la sala. Un instante después se escuchó el chillido de unos pollos, y al minuto reapareció el granuja con sendas aves muertas en las manos.

— ¡Ah! ¡El maldito! —exclamó la señora Margarita—. ¡Matar mis pollos! ¡Y en viernes! ¿Qué has hecho, canalla?

— Silencio, Margarita, y no me atormentes con gritos los oídos. Ya sabes que soy muy mal muchacho... Prepara el asador y déjame hacer.

Después se aproximó al fraile alsaciano y le dijo:

— Padre, ¿ve usted esos animales? Pues bien: yo quisiera que nos hicieseis la gracia de bautizarlos.

El fraile retrocedió sorprendido, cerró el otro su libro, y Margarita comenzó a decir injurias a Bois-Dauphin.

— ¿Que yo les bautice? — preguntó el fraile.

— Sí, padre mío. Yo seré el padrino, y Margot la madrina. Sabed los nombres que quiero dar a mis ahijados: uno se llamará Carpa, y el otro Perca. Qué nombres tan bonitos, ¿verdad?

— ¡Bautizar a unos pollos! — exclamó el padre, riendo.

— Sí, ¡pardiez!, padre... Vamos presto a la tarea.

— ¡Ah bandido! —exclamó Margarita—. ¿Tú crees que dejaré hacer esa herejía en mi casa? ¿Supones que estás entre judíos o entre hechiceros para bautizar a los animales?

— ¡Llevaros a esa alborotadora! —dijo Bois-Dauphin—; y vos, padre, ¿no sabréis leerme el nombre del forjador que ha hecho la hoja de este cuchillo?

Y, al hablar así, pasé el puñal por la nariz del viejo fraile. El joven se levantó rápido de su banco; pero pronto, y como por efecto de una reflexión de prudencia, se volvió a sentar, determinado a tener paciencia.

— ¿Pero cómo quieres que yo bautice a estos volátiles, hijo mío?

— ¡Pardiez! Es bien fácil... Como nos han bautizado a nosotros los hijos de mujer. Arrojad un poco de agua sobre su cabeza y decid las palabras sacramentales en vuestra jerga latina. ¡Vamos, Juan! Trae un vaso de agua, y vosotros quitaos el sombrero y adoptad una actitud de recogimiento.

Ante la sorpresa general, el viejo franciscano tomó un poco de agua y la esparció sobre la cabeza de los pollos, pronunciando rápido y confuso unas palabras, que tenían el aire de una oración, concluyó diciendo: Baptizo te Carpam et Percham. Luego se sentó y volvió a rezar su rosario con gran calma, como si acabara de hacer una cosa muy natural.

El asombro hizo enmudecer a la señora Margarita. Bois-Dauphin triunfaba.

— ¡Vamos, Margarita! —dijo, presentando los dos pollos—; ásanos esta carpa y esta perca; resultan un excelente manjar.

Pero, a pesar del bautismo, Margarita rehusaba todavía considerarlos como un alimento de cristianos. Fue necesario que los bandidos la amenazasen con maltratarla para que se decidiera a meter en el asador los peces improvisados.

Bois-Dauphin y sus camaradas bebían copiosamente, y se sucedían los brindis en medio de un gran alboroto.

— ¡Escuchad! —exclamó Bois-Dauphin, dando un tremendo puñetazo en la mesa para que se hiciera el silencio—; propongo beber a la salud de nuestro padre el Papa y a la muerte de todos los hugonotes; pero es necesario que esos dos frailucos y la señora Margarita beban con nosotros.

La proposición la acogieron sus tres camaradas con grandes aclamaciones aprobatorias.

Se levantó, tambaleándose un poco, pues se hallaba medio borracho, y con una botella en la mano fue a llenar el vaso del fraile joven.

— ¡Tomad, padre! —dijo—. A la santidad de su salud. Digo... Me he equivocado... ¡A la salud de Su Santidad, y a la muerte...

— Yo no bebo entre comidas — respondió el fraile fríamente.

— ¡Oh! ¡Pardiez! Vos beberéis, o el diablo me lleve si no decís por qué...

Al decir estas palabras, colocó la botella en la mesa, y tomando el vaso, le aproximó a los labios del fraile, que se inclinaba sobre su breviario, con gran calma en apariencia. Algunas gotas de vino cayeron sobre el libro. Rápido, el fraile se levantó y asió el vaso; pero, en vez de beber, arrojó su contenido al rostro de Bois-Dauphin. Todo el mundo se echó a reír... El padre, adosado contra la pared y cruzado de brazos, miraba fijamente al bandido.

— ¿Sabéis, padre, que esa broma no ha sido de mi agrado? Si no fuerais fraile os enseñaría a conocer el mundo.

Y, al hablar así, alargó la mano hacia la cara del fraile, y con la punta de sus dedos rozó el bigote.

El rostro del religioso se puso de un púrpura subido. Con una mano agarró el cuello del insolente bandido, y con la otra le dio un botellazo en la cabeza, tan violento, que Bois-Dauphin cayó al suelo sin conocimiento, inundado a la vez de sangre y de vino.

— ¡Maravilloso, valiente! —exclamó el fraile viejo—. Ese mandria no se merecía otra cosa.

— ¡Bois-Dauphin ha muerto! —exclamaron los tres tunantes, viendo que su camarada no se movía—. ¡Ah pícaro! Nosotros sabremos castigar tu soberbia.

E inmediatamente desenvainaron las espadas; pero el fraile joven, con una agilidad sorprendente, se remangó los hábitos, y, apoderándose de la espada del caído, se puso en guardia, como un hombre experto, y de la manera más resuelta. Al mismo tiempo, su hermano de religión sacó por debajo de sus ropas un puñal, cuya hoja tendría sus diez y ocho pulgadas de largo, y con aire marcial se puso al lado de su compañero.

— ¡Ah canallas! —exclamaron—. Os vamos a dar una lección, para que sepáis mejor vuestro oficio.

A los pocos momentos, los tres granujas, heridos o desarmados, se vieron en la necesidad de saltar por la ventana.

— ¡Jesús, María y José! —exclamó la señora Margarita—. Sois unos campeones, buenos padres. Hacéis honor a nuestra santa religión... Pero el resultado de esta contienda ha sido un hombre muerto, cosa muy desagradable para la reputación de esta hostería.

— ¡Oh, qué simpleza! Si no está muerto —dijo el fraile viejo—. Le oigo gruñir, y le voy a dar la extremaunción.

Se acercó al herido, le agarró por el pelo, y, poniéndole en la garganta el puñal, hubiera acabado con él si la señora Margarita y el otro fraile no se interpusiesen.

— ¿Qué hacéis, Dios mío? —decía Margarita—. ¡Matar a un hombre! ¡A un hombre que pasa por buen católico, aunque lo sea muy poco, según parece!

— Supongo —dijo el fraile joven— que asuntos apremiantes os llevan, como a mí, a Beaugency... Ya está aquí la barca. Vámonos.

— Tenéis razón; os sigo.

Y después de limpiar su puñal, le ocultó entre sus ropas.

Los dos valientes frailes, después de pagar su gasto, se encaminaron juntos hacia el Loira, dejando a Bois-Dauphin entre las manos cariñosas de Margarita, que se dedicó a registrar cuidadosamente los bolsillos del herido. Después de esta elemental faena se preocupó de ir quitando de la cara los pedazos de vidrio, a fin de curarle con arreglo a todos los usos de las comadres en casos semejantes.

— O me equivoco mucho, o yo os he visto en alguna otra parte — dijo el franciscano joven al viejo.

— ¡Que el diablo me lleve si vuestra cara me es desconocida! Pero...

— Cuando os vi por primera vez me parece que no llevabais ese hábito.

— ¿Y vos?

— ¿Erais capitán?

— Dietrich Hornstein, para serviros; y vos sois aquel caballero joven con quien comí en una hostería cerca de Etampes.

— El mismo.

— ¿No os llamáis Mergy?

— Sí; pero ahora no uso este nombre... Me llamo el hermano Ambrosio.

— Y yo el hermano Antonio de Alsacia.

— ¡Bien!. ¿Y dónde vais?

— A la Rochela, si puedo llegar.

— Y yo también.

— Estoy encantado con vuestro encuentro... Pero, ¡demonio!... Me habéis horriblemente azorado con vuestro Benedícite... Yo no sabía decir una palabra, y como os había tomado por un fraile verdadero...

— A mí me pasaba lo mismo.

— ¿De dónde os habéis escapado?

— De París. ¿Y vos?

— De Orleans... Tuve que estar escondido durante ocho días... Mis pobres soldados... El teniente... están en el Loira.

— ¿Y Mila?

— Se convirtió al catolicismo.

— ¿Y mi caballo, capitán?

— ¡Ah! ¿Vuestro caballo?... Hice azotar al teniente que lo hurtó... Pero, como no sabía dónde parabais, no os le pude devolver. Lo guardaba para mí, en espera de tener el honor de encontraros... En la actualidad debe de pertenecer, sin duda, a algún cochino católico.

— ¡Chist! No pronunciéis esas palabras tan alto. Capitán, vamos a unir nuestras suertes, y ayudémonos siempre como lo hemos hecho hace un momento.

— Aceptado, y en tanto que Dietrich Hornstein tenga una sola gota de sangre en sus venas, hará buen uso de su cuchillo a vuestro lado.

Se estrecharon las manos con alegría.

— ¡Ah! ¿Qué diablo de historia es aquella que me vinieron a contar a propósito de unos pollos que querían convertir en pescado? Esos católicos son tontos de capirote.

— ¡Chist! ¡Callad, por Dios!... Aquí esta la barca.

Llegaron a ella y ocuparon sus puestos. Navegaron por el río hasta Beaugency sin otro incidente que encontrar numerosos cadáveres de compañeros suyos en religión, que flotaban sobre las aguas del Loira.

Alguien advirtió que la mayor parte de ellos estaban tumbados en el río sobre las espaldas.

— Están pidiendo venganza al cielo — dijo Mergy en voz baja al capitán.

Dietrich le estrechó la mano sin responder.