XII - Magia blanca

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«Esta noche he soñado con pescado muerto y huevos podridos, y
me tiene enseñado el señor de Anaxarque que los huevos podridos
y el pescado muerto indican un mal encuentro».

(Molière: Les amants magnifiques)


Aquellos hombres armados de alabardas constituían la ronda encargada de vigilar los alrededores del Pré-aux-Clercs, con la obligación de intervenir en las contiendas que ocurrían constantemente en el terreno clásico de los duelos. Según su costumbre, avanzaban con gran lentitud, con objeto de no llegar hasta que todo estuviese terminado, pues sus tentativas para restablecer la paz eran con frecuencia muy mal recibidas. Más de una vez se había visto a dos enemigos encarnizados suspender un combate a muerte para cargar unidos contra los soldados que pretendían separarlos... Las funciones de esta guardia quedaban, por lo tanto, reducidas a socorrer a los heridos y a transportar a los muertos. Por esta vez, los arqueros no tenían sino este último deber que cumplir, y lo realizaron según su costumbre, o sea después de registrar cuidadosamente los bolsillos del desgraciado Comminges y de distribuirse sus vestidos.

— Querido amigo —dijo Beville, volviéndose hacia Mergy—: os voy a dar un consejo, y es que os hagáis llevar con el mayor secreto a casa del maestro Ambrosio Paré, que es un hombre admirable para coser una herida o para sanar un miembro roto. Verdad que el hombre es tan herético como el propio Calvino; pero tiene tan buena reputación que hasta los más fervorosos católicos recurren a él. No ha habido hasta ahora más que la marquesa de Boinieres, que se dejó morir con gran bravura antes que deber la vida a un hugonote... Apostaría diez pistolas a que está en el paraíso.

— La herida no es de importancia —dijo Jorge—. Antes de tres días está cerrada... Pero Comminges tiene parientes en París y me figuro que se creerán en el caso de tomar su muerte a pecho.

— ¡Ah! Sí... La madre, por el qué dirán, se dedicará a perseguir a nuestro amigo... ¡Bah!... Si le pide el indulto por conducto de M. de Chatillon, el rey accederá en seguida; Carlos IX es como una cera modelada a su gusta por los dedos del almirante.

— Quisiera, si eso es posible —dijo Mergy con voz débil—, que el almirante no supiera nada de lo que acaba de pasar.

— ¿Y por qué? ¿Creéis que a esa vieja barba gris podrá molestarle saber de qué gallarda manera un protestante acaba de despachar a un católico?

Mergy respondió con un profundo suspiro.

— Comminges era lo suficientemente conocido en la corte para que su muerte no produzca escándalo —dijo el capitán—. Pero tú te has portado como un caballero, y en esta cuestión todo es honorable para ti... Hace ya mucho tiempo que no he visitado al viejo Chatillon, y se me ofrece un buen motivo para renovar con él mis conocimientos.

— Como es muy desagradable pasar algunas horas entre los cerrojos de la justicia —advirtió Beville—, voy a llevar a tu hermano a una casa adonde ninguno ha de ir a buscarlo. Allí estará perfectamente tranquilo aguardando que su asunto quede arreglado... pues ignoro si en su calidad de hereje podrá ser recibido en un convento.

— Os agradezco la oferta, caballero —dijo Mergy—; pero yo no la puedo aceptar... Podría comprometeros, y me disgusta...

— En nada, en nada... Además, ¿no es justo que se haga algo por los buenos amigos?... La casa adonde os voy a alojar pertenece a uno de mis primos, el cual no está ahora en París, y la puso a mi disposición. Vive en ella una persona a quien he dado permiso para que la habite, y que os cuidará; se trata de una vieja, mujer muy útil para la juventud, y que me es muy fiel... Está ducha en medicina, magia y astronomía... ¡No ignora nada! Pero donde demuestra mayor talento es en los asuntos de tercería... Estoy seguro de que se las arreglaría bien para llevar una carta de amor a la reina, si yo se lo pidiese.

— ¡Bueno! —dijo el capitán—. Le llevaremos a esa casa en seguida que el maestro Ambrosio le haya hecho la cura.

Hablando así, llegaron a la orilla derecha del río. Después de subir Mergy a un caballo, no sin alguna fatiga, le condujeron a la habitación del famoso cirujano, y desde allí a una casa solitaria en el arrabal de San Antonio, y no le abandonaron sino hasta muy caída la tarde, bien acostado en una mullida cama, y después de recomendar a la vieja que lo cuidase mucho.

Cuando se acaba de matar a un hombre, y este hombre es el primero que se mata, se está atormentado durante algún tiempo, sobre todo al aproximarse la noche, por el recuerdo y la imagen de la última convulsión que precedió a la muerte. Está el espíritu completamente preocupado por ideas negras y no se puede sin gran trabajo tomar parte en la conversación más sencilla, que fatiga y aburre. Pero, de otra parte, hay miedo a la soledad, pues ésta infunde más energía a las ideas atormentadoras. A pesar de las visitas frecuentes de Beville y el capitán, Mergy pasó los primeros días que siguieron al desafío dominado por una tristeza horrible. Una fiebre muy alta, consecuencia de la herida, le privaba del sueño durante las noches, y entonces se sentía muy desgraciado. Tan sólo la idea de que pensara en él la señora de Turgis y admirara su valor podía consolarle un poco, pero no por completo.

Una noche, deprimido por el calor asfixiante —era en el mes de julio—, quiso salir de su habitación para pasearse y respirar el aire libre en un jardín plantado de árboles, en medio del cual se situaba la casa. Se puso una capa sobre sus espaldas e intentó salir; pero se encontró con que la puerta del cuarto estaba cerrada con llave por fuera. Supuso que no podía ser otra cosa sino una equivocación de la vieja que le cuidaba; pero como tenía el cuarto muy lejos de él y a aquella hora estaría profundamente dormida, creyó que era completamente inútil molestarse en llamarla. Además, la ventana estaba a poca altura del suelo y la tierra del jardín se hallaba muy blanda, por haber sido recientemente removida. En un instante se encontró en pleno arbolado. El cielo se hallaba cubierto de nubes. Ni una estrella mostraba la punta de su nariz, y sólo algunos rarísimos soplos de viento producían un frescor de vez en cuando a la atmósfera cálida y pesada. Era alrededor de las dos de la madrugada, y el más profundo silencio reinaba en aquellos lugares.

Mergy se paseó algún tiempo, absorbido por sus ensueños, los cuales fueron interrumpidos al oír golpear en la puerta de la calle. Era un ruido débil y misterioso, y quien lo produjo debía de contar de antemano con que alguien le escuchase para salir a abrir. Una visita a una casa solitaria y en hora semejante resultaba sorprendente. Mergy permaneció inmóvil en un sitio sombrío del jardín, donde observaba sin ser visto. Una mujer, que no podía ser otra sino la vieja, salió inmediatamente de la casa con una linterna sorda en la mano; abrió la puerta y entró en el jardín una persona cubierta con un gran manto negro, guarnecido de un capuchón.

La curiosidad de Bernardo se excitó vivamente. El talle y los vestidos de quien acababa de entrar indicaban a una mujer. Saludó la vieja con muestras de gran respeto, mientras que la del manto negro apenas si se dignó hacer una leve inclinación de cabeza... Pero puso en la mano de la anciana cierta cosa que ésta pareció recibir con mucho agrado. Un ruido claro y metálico que se escuchó, y que obligó a la vieja a inclinarse para rebuscar en tierra, hizo comprender a Mergy que acababa de recibir dinero... Las dos mujeres marcharon hacia el jardín, caminando primero la vieja con la linterna escondida... Al fondo del jardín había una especie de glorieta, formada por unos tilos plantados en círculo y reunidos en un seto muy espeso, que podía bastante bien reemplazar a un muro. Dos entradas, o, mejor dicho, dos puertas, conducían a este boscaje, en medio del cual estaba colocada una mesita de piedra. Entraron allí la vieja y la mujer tapada. Mergy, conteniendo la respiración, las siguió a paso ligero y se colocó detrás de la glorieta en forma de poder oír y ver tanto como le permitiera la escasísima luz que alumbraba aquella escena.

La vieja comenzó por encender alguna cosa que ardió pronto al ser raspada en la piedra de la mesa, produciendo una luz pálida y azulada, como la del espíritu de vino mezclado con sal. La vieja apagó o escondió su linterna; de forma que a la claridad titilante que salía del infiernillo le hubiera sido muy difícil a Mergy reconocer los rasgos de la mujer extraña aunque ella no estuviera oculta por un velo y un capuchón. El talle y el talante de la vieja no valían el trabajo de intentar reconocerla; observó tan sólo que tenía la cara pintarrajeada de un color obscuro, que le daba una apariencia de estatua de bronce, y venía cubierta con una papalina blanca. La mesa estaba repleta de cosas rarísimas que apenas se entreveían. Parecían alineadas con cierto orden, y creyó distinguir frutas, osamentas y jirones de lienzos ensangrentados. Una figura de hombre hecha con cera, que tendría un pie de altura y que se parecía mucho a Bernardo, estaba colocada encima de aquellas telas antipáticas.

— De modo, Camilla —preguntó la dama en voz baja—, que ya está mejor, ¿verdad?

Esta voz hizo estremecer a Mergy.

— Un poco mejor, señora —respondió la vieja—, gracias a nuestro arte. Sólo con estos jirones y la poca sangre que contienen he podido hacer sus compresas, y, por lo tanto, me es difícil hacer una gran cosa.

— ¿Y qué dice el maestro Ambrosio Paré?

— Lo ignoro. ¿Qué importa lo que diga ese ignorante? Os aseguro que la herida es profunda, peligrosa y terrible, y que sólo sanará con arreglo a las leyes de la simpatía mágica...; pero es necesario con frecuencia hacer sacrificios a los espíritus de la tierra y del aire... y para sacrificar...

La dama comprendió en seguida.

— Si le curas —dijo—, tendrás el doble de lo que te llevo dado.

— Tened buenas esperanzas, y contad conmigo.

— ¡Ah Camila! ¡Si él fuera a morir...!

— Tranquilizáos; los espíritus son clementes, los astros nos protegen, y el último sacrificio del carnero negro ha dispuesto favorablemente al otro.

— Te aseguro que me ha costado un gran trabajo encontrarlo. Se lo hice comprar a unos arcabuceros que han despojado el cadáver. Ella sacó algo por debajo de su manto, y Mergy vio brillar la hoja de una espada, que cogió la vieja y aproximó a la luz para examinarla.

— ¡Gracias el cielo, la hoja está sangrienta y herrumbrosa! —dijo—. Sí, su sangre es como la del basilisco de Cathay y deja sobre el acero una huella que nada puede borrar.

Era evidente que la señora tapada experimentaba una emoción extraordinaria.

— Ved, Camila, cómo la sangre está cerca de la empuñadura. ¡El golpe acaso sea mortal!

— Esta sangre no es del corazón: curará.

— ¿Curará?

— Sí, pero para ser atacado de una enfermedad incurable.

— ¿Qué enfermedad?

— El amor.

— ¡Ah Camila! ¿Dices verdad?

— ¿Cuándo he faltado a ella? ¿Cuándo me he equivocado en mis predicciones? ¿No os predije ya que saldría vencedor en el combate? ¿No os había anunciado que los espíritus combatirían a favor suyo? ¿No he enterrado en el mismo sitio donde debía batirse una gallina negra y una espada bendecida por un sacerdote?

— Es verdad.

— Vos misma ¿no habéis taladrado en imagen el corazón de su adversario, dirigiendo así los golpes del hombre a quien dedicaba yo mi ciencia?

— Sí, Camila; horadé en imagen el corazón de Comminges; mas se dice que ha muerto de una estocada en la cabeza.

— Sin duda; el hierro penetró en el cerebro. Pero si ha muerto, ¿no es porque la sangre de su corazón se ha coagulado?

La dama tapada quedó convencida ante la fuerza de tal argumento, y calló. La vieja roció de aceite y de bálsamo la hoja de la espada, envolviéndola en tiras con sumo cuidado.

— Ved, señora. Este aceite de escorpión, con el cual froto la espada, posee una virtud simpática para ese caballero, que recibirá los efectos saludables del bálsamo africano como si lo colocasen en la herida, y si pusiera la punta de esta espada a enrojecer en el fuego, el pobre enfermo sentiría igual dolor que si le quemaran vivo.

— ¡Oh! ¡Te guardarás bien!

— Una tarde estaba yo al lado del fuego ocupada en frotar de bálsamo una espada, a fin de curar a un caballero joven que tenía dos tremendas heridas en la cabeza, y me quedé dormida en la faena. Poco después, un lacayo del enfermo vino a golpear mi puerta; me dijo que su amo estaba sufriendo la pasión y muerte, y que en el instante en que le había dejado clamaba que se sentía como en un brasero encendido. ¿Sabéis qué había pasado? La espada distraídamente la dejé resbalar y la hoja estaba en aquel momento entre los carbones. La retiré rápida y dije al lacayo que a su vuelta encontraría a su amo completamente bien. En efecto: sumergí pronto el hierro en agua helada, que mezclé con algunas drogas, y fui a visitar a mi enfermo. Al entrar me dijo:

— ¡Ah! Mi buena Camila, qué bien me encuentro ahora. Me parece estar en un baño de agua fría, mientras que hace poco me hallaba, como San Lorenzo, en la parrilla.

Concluyó la vieja de untar con bálsamo la espada, y dijo con aire satisfecho:

— Ya está bien. Ahora me encuentro segura de su curación; ya podéis ocuparos de la última ceremonia.

Arrojó unos polvos odoríficos sobre la llama y pronunció unas palabras bárbaras haciendo el signo de la cruz. Entonces la dama cogió la imagen de cera con mano temblorosa, y teniéndola debajo del infiernillo, pronunció con voz emocionante estas palabras:

— Lo mismo que esta cera se ablanda y se quema ante la llama de ese fuego, quiero que el corazón de Bernardo de Mergy se ablande y queme de amor por mí.

— Bien. Tomad ahora esta bujía verde, colocadla al mediodía según las reglas. Mañana deberá alumbrar el altar de la Virgen.

— Lo haré así. Pero, a pesar de todas las promesas, estoy horriblemente inquieta. Ayer soñé que había muerto.

— ¿Dormías sobre el costado derecho o sobre el izquierdo?

— ¿Según el costado que se duerma son los sueños verdaderos?

— Decidme, desde luego, sobre qué costado dormís. Podríais si no haceros ciertas ilusiones.

— Duermo siempre sobre el costado derecho.

— Tranquilizaos. Vuestro sueño no anuncia sino felicidades.

— ¡Dios lo quiera! Se me apareció todo pálido, ensangrentado y envuelto en un sudario.

Al hablar así volvió la cabeza y se encontró a Mergy de pie junto a una de las entradas del boscaje. La sorpresa le hizo lanzar un grito tan penetrante, que el propio Mergy se quedó asombrado. La vieja, fuera por intención, o fuera por descuido, derribó la mesa embrujada, y al momento se elevó hasta la cima de los tilos una llama brillante que dejó ciego a Mergy durante unos segundos. Las dos mujeres escaparon rápidamente por la otra salida de la glorieta. En cuanto Mergy pudo distinguir la abertura del seto, se puso a perseguirlas; pero, al primer paso creyó caer al suelo, pues sus piernas tropezaban con cierto estorbo. Reconoció que era la espada a la cual debía su curación. Perdió el tiempo en separarla y en volver a encontrar el camino, y así, al llegar a una calle de árboles larga y recta, pensó que no podía alcanzar a las fugitivas, y escuchó el ruido que al cerrarse producía la puerta de la calle... Estaban ellas, pues, fuera de alcance.

Un poco mortificado de haber dejado escapar tan buena presa, regresó a su cuarto a tientas y se metió en la cama. Todos los pensamientos lúgubres fueron desterrados de su espíritu, y los remordimientos, si los hubo, como las inquietudes que podía causarle su posición, desaparecieron como por obra de encantamiento. No pensaba más que en la felicidad de amar a la mujer más bonita de París y ser correspondido por ella, pues no admitía duda de que la señora de Turgis era la dama tapada... No pudo dormirse hasta un poco antes de la salida del Sol, y despertó muy avanzada la mañana. En su almohada encontró una carta colocada allí sin que él pudiese explicarse cómo. La abrió y leyó estas palabras: «Caballero: El honor de una dama depende de vuestra discreción».

Poco después entró la vieja en el cuarto trayendo un caldo. Contra su costumbre, llevaba pendiente de la cintura un rosario de gruesas cuentas. Su piel, cuidadosamente lavada, no tenía la apariencia del bronce, sino la de un pergamino ahumado. Marchaba a pasos lentos y con los ojos bajos, como una persona que supone que la vista de las cosas terrenas no debe turbarla de sus contemplaciones divinas.

Mergy creyó que para practicar más meritoriamente la virtud que el billete misterioso le recomendaba debía antes instruirse a fondo sobre aquello que tenía que callar a todo el mundo. Con el caldo en la mano, y sin dejar a la vieja Marta tiempo para ganar la puerta, le dijo:

— No me habéis advertido que también os llamabais Camila.

— ¿Camila?... Me llamo Marta, señor... Marta Michelli — contestó la vieja, afectando sorpresa.

— ¡Bien! Pero os llamáis Marta para los hombres; pero con el nombre de Camila tenéis vuestros tratos con los espíritus.

— ¡Los espíritus!... ¡El Señor me valga!... ¿Qué queréis decir?

E hizo varias veces el signo de la cruz.

— ¡Vamos! ¡Pocos fingimientos conmigo! No diré nada a nadie, y todo se quedará entre nosotros. ¿Quién es esa dama que se interesa tanto por mi salud?

— ¿Una dama que...?

— No repitáis cuanto voy diciendo Y hablad francamente. ¡Por mi fe de caballero, os juro que no os traicionaré!

— En verdad, os digo, mi buen señor, que no entiendo lo que decís.

Mergy no pudo evitar la risa al verla adoptar un aire de asombro y llevarse la mano al corazón. Sacó una pieza de oro de una bolsa que pendía en la cabecera de la cama y se la presentó a la vieja.

— Tomad, excelente Camila; son tantos vuestros cuidados para conmigo, y trabajáis con tal escrúpulo frotando las espadas con bálsamo de escorpión, que hace tiempo he debido haceros un regalo.

— ¡Pero, caballero! Os juro que no comprendo nada de cuanto decís.

— ¡Pardiez! Marta o Camila, no me pongáis colérico y respondedme. ¿Quién es la dama con la cual habéis hecho tanta brujería la noche última?

— ¡Ah! ¡Dios mío!... Ya está colérico... ¿Le entrará el delirio?

Mergy, impaciente, agarró la almohada y se la arrojó a la cabeza. La vieja la colocó, sumisa, sobre la cama; recogió el escudo de oro que había caído a tierra, y como el capitán entrase en aquel momento, se vio libre de un interrogatorio que hubiera podido acabar muy desagradablemente para ella.