X - La cacería editar

«The very butcher of silk button, a duellist, a gentleman of the
very first house—of the first and second cause: ¡Ah!,—the inmortal
passado the punto riverso
».

(Shakespeare: Romeo and Juliet.)


Un gran número de señoras y caballeros, vestidos con gran lujo y montados en soberbios caballos, ambulaban aquí y allá por el patio del castillo. Las trompas de caza, los ladridos de los perros y las tumultuosas y galantes palabras de los caballeros formaban una algarabía deliciosa para las orejas de un cazador, pero muy desagradable para otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a Jorge por el patio, y sin saber cómo se encontró al lado de la bella condesa, cubierta ya con un velo y montada en un hermoso caballo andaluz, piafante de impaciencia y que mascaba el bocado, anheloso de libertad. Sobre este animal, que hubiese preocupado al más experto jinete, estaba la condesa sentada en su silla de cuero con tanta tranquilidad como en los sillones de sus cámaras.

El capitán se presentó con el pretexto de encinchar mejor el caballo andaluz.

— ¡Aquí está mi hermano! —dijo a la amazona a media voz, pero lo bastante alto para que lo entendiese Mergy—. Tratad con dulzura al pobre muchacho, ya que le tenéis algo loco desde cierto día en que os vio salir del Louvre.

— He olvidado su nombre —respondió ella con brusquedad—. ¿Cómo se llama?

— Bernardo... Fijaos, señora, en que lleva la banda del mismo color que vuestras cintas.

— ¿Sabe montar a caballo?

— Vos juzgaréis.

Saludó cortésmente y fue a buscar a una dama de la reina a la cual cortejaba hacía algún tiempo. Medio inclinado en el arzón de su silla, con la mano en la brida del caballo que conducía a su cortejo, pronto olvidó a su hermano y a su bella y altiva compañera.

— ¿Conocíais a Comminges, señor de Mergy? — preguntó la condesa de Turgis.

— ¿Yo, señora?..., muy poco — respondió balbuceando Bernardo.

— Pero hace un momento le hablabais.

— Era la primera vez.

— Creo adivinar lo que le habéis dicho.

Y a través del velo sus ojos parecían leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama se acercó a la condesa e interrumpió la conversación, lo que satisfizo a Bernardo, que estaba horriblemente azorado. Pero continuó sin separarse de la de Turgis, sin saber por qué, o acaso esperando así causar alguna molestia a Comminges, que le observaba de lejos.

La cabalgada había salido ya del castillo. Los ojeadores lanzaron un ciervo que, rápido, penetró en el bosque; todos los cazadores le siguieron, y Mergy pudo observar, no sin cierto asombro, la pericia de la de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que franqueaba cuantos obstáculos se oponían a su paso. Bernardo, debido a la bondad de su cabalgadura, conseguía no separarse de Diana; pero el conde de Comminges, tan bien montado como él, no se apartó tampoco, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, a pesar del entusiasmo que ponía en la persecución, el otro hablaba constantemente con la amazona, mientras que el pobre Mergy tenía que envidiar a su rival en silencio la gracia, la suficiencia, y sobre todo, el talento de decir cosas agradables, que, a juzgar por el placer con que las oía la condesa, debían de ser muy divertidas... Los dos jóvenes, animados de una noble emulación, se dedicaron a saltar las más altas empalizadas y los fosos de enorme profundidad y longitud, expuestos veinte veces a sufrir heridas peligrosas.

La condesa, de repente, se separó del grueso de la cacería y entró en una calle del bosque, la cual hacía ángulo con otra en la que cazaba el rey con su comitiva.

— Qué hacéis? —exclamó Comminges—. ¡Habéis extraviado el camino! ¿No escucháis al otro lado el sonido de los cuernos y el ladrido de los perros?

— Pues bien: tomad el otro camino, ¿qué os detiene?

Comminges no respondió nada y la siguió. Mergy hizo lo propio, y cuando se internaron algunos cientos de pasos por la senda, detuvo la condesa su caballo, imitándole Comminges a su derecha y Mergy a su izquierda.

— Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy —dijo Comminges—. No se le ve ni una gota de sudor.

— Es un berebere que le regaló un español a mi hermano. Mirad la cicatriz de una estocada que recibió en Montcontour.

— ¿Habéis hecho la guerra? — preguntó la condesa.

— No, señora.

— ¿No habéis recibido nunca un arcabuzazo?

— No, señora.

— ¿Ni una estocada?

— Jamás.

Mergy creyó advertir que ella sonreía. Comminges se atusó el bigote con aire desenvuelto.

— Nada sienta mejor a un caballero joven que una herida —dijo—. ¿No es cierto, condesa?

— Sí; pero tiene que estar bien ganada.

— ¿Qué entendéis por bien ganada?

— Una herida es gloriosa si se gana en el campo de batalla; pero en un duelo no es lo mismo; no conozco nada más despreciable.

— Me figuro que el señor de Mergy ha hablado con vos antes de montar a caballo.

— No — dijo secamente la condesa.

Mergy aproximó su caballo cerca del de Comminges.

— Caballero —le dijo en tono bajo—, en cuanto nos hayamos divertido un rato con la caza nos podremos apartar a algún soto escondido, y espero que os probaré que no he hecho nada para evitar el duelo.

Comminges le miró con aire mezcla de alegría y de piedad.

— No puedo adoptar semejante proposición. No somos unos miserables para batirnos sin padrinos. Y nuestros amigos que deben de acudir a la fiesta no nos perdonarían haberles olvidado.

— Como queráis, caballero — dijo Mergy.

Y se volvió junto a la condesa, cuyo caballo se había adelantado algunos pasos al suyo. La señora de Turgis cabalgaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía por completo entregarse a sus pensamientos.

Silenciosos los tres, llegaron hasta una encrucijada en que terminaba la senda.

— ¿No escucháis el ruido de la trompa? — preguntó Comminges.

— Me parece que viene de aquel soto a nuestra izquierda — contestó Mergy.

— Sí, es el ruido del cuerno. Estoy seguro de ello, y hasta apostaría a que es un cuerno de Bolonia. ¡Dios me valga! Ese cuerno no lo ha construido mi amigo Pompignan. No podéis figuraros, caballero de Mergy, la gran diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican los miserables artesanos de París.

— Éste se escucha de muy lejos.

— ¡Y qué pureza de sonido! Los perros, al oírle, se olvidan que han corrido diez leguas. A decir verdad, no se construyen buenas trompas más que en Italia y en Flandes. ¿Y qué pensáis de mi cuello a la valona? Es muy decoroso para un traje de caza; tengo cuellos y gorgueras a la confusión para ir a los bailes; pero este cuello tan sencillo ¿creéis que me lo podrían bordar en París? Imposible. Me los traen de Breda. Si os gustan, haré que os los traigan también por conducto de un amigo que tengo en Flandes... Pero... —y se interrumpió riendo—. ¡Qué distraído soy!... No me acordaba...

La condesa detuvo su caballo.

— Comminges, la caza espera. Y a juzgar por el cuerno, el ciervo está ya acorralado.

— Tenéis razón, señora.

— ¿No queréis asistir al momento del triunfo?

— Sin duda; de otra manera, perderíamos nuestra buena reputación de cazadores y jinetes.

— Pues bien: es necesario darse prisa.

— Sí; nuestros caballos están inquietos. ¡Vamos! ¡Dadnos la señal!

— Estoy fatigada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Partid vos.

— Pero...

— Lo voy a decir dos veces... Picad espuelas.

Comminges permaneció inmóvil. La sangre le subió al rostro y miró a la condesa y a Mergy con mirada furiosa.

— La señora de Turgis tiene necesidad de que haya un desafío — dijo Comminges con amarga sonrisa.

La condesa extendió la mano hacia el soto de donde venía el ruido del cuerno e hizo con los dedos un signo muy significativo. Pero Comminges no parecía dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

— Va a ser necesario que me explique claramente con vos —dijo furiosa—. ¡Dejadme, caballero Comminges; vuestra presencia me importuna! ¿Me comprendéis ahora?

— Perfectamente, señora —respondió furioso. Y añadió más bajo:— Y en cuanto a ese barbilindo..., no tendrá mucho tiempo para divertiros. ¡Adiós, caballero de Mergy; hasta pronto!

Estas últimas palabras las pronunció con un énfasis particular; y después, picando espuelas, partió al galope.

La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a comenzar.

— Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.

— Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?

— Sí, señora — respondió un poco asombrado de la pregunta.

— Pero... ¿Bien?... ¿Bien?

— Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.

— Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.

— En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.

— ¿Mejor?

— Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas —dijo sonriendo— que no derretirse en sudor haciendo esgrima?

— Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?

— Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?

— Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.

— Me conformo a ella — dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.

— Sepamos... ¿Qué haréis mañana?

— ¿Mañana?

— Sí; no os hagáis el asombrado.

— Señora...

— Respondedme; lo sé todo — exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.

— Haré lo que mejor pueda — dijo al fin.

— Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón... ¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?

— ¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento —añadió sonriendo—; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.

— Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».

— Se dice.

— ¿Y no estáis inquieto?

— Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.

— ¡La ayuda de Dios! —interrumpió ella con aire de desprecio—; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

— Sí, señora — respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.

— Corréis más riesgo que el otro.

— ¿Por qué?

— Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.

— Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.

— No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!

— De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.

— La diferencia es muy grande —dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia—. Nuestros doctores lo explican.

— ¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...

— Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.

— Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?

— ¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!

— Volvemos a comenzar, señora.

— ¿Pero la creéis buena?

— Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...

— Vuestro hermano se ha convertido...

— Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.

— ¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! — exclamó colérica.

— Me parece que mañana va a llover — dijo Mergy mirando al cielo.

— Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.

Bernardo se inclinó respetuosamente.

— Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?

Mergy sonrió.

— ¿Y creéis mancharos si las tocáis? —continuó ella—. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.

— Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.

— Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.

— ¿Y murió el perro?

— No le alcanzó ni un solo plomo.

— Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.

— ¿De veras?... ¿Y la llevaríais?

— Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?

Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.

— Tened —dijo ella—. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.

— Si puedo, ciertamente.

— Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.

— Acepto la reliquia por venir de vos.

Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.

— Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.

Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.

— No, no; es demasiado tarde.

— Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.

— ¡Quitadme el guante! — dijo ella tendiéndole la mano.

Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.

— Caballero —dijo la condesa con voz emocionada—, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?

— No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.

— Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...

La condesa se detuvo.

— ¿Se decidiera?

— Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.

— ¿Seriamente?

E intentó de nuevo estrechar su mano.

— Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.

— ¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?

— Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.

— ¡Ya escucho el grito de la victoria! — exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.

El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.

El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.

El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

— ¡Que se aproximen las damas! — exclamó el rey.

Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.

— Toma, parpaillot — gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.

Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.

— El rey tiene el aspecto de un matarife — dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.

Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.

Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.