VIII - Diálogo entre el lector y el autor editar

— ¡Ah! Señor autor: qué ocasión más bonita se os presenta para trazar retratos literarios. ¡Y qué retratos! Nos vais a llevar al castillo de Madrid, en medio de los esplendores de la corte. ¡Y qué corte tan magnífica! ¿Nos quiere usted describir esa corte francoitaliana? Procure mostrarnos, uno después de otro, todos los caracteres que la distinguen... ¡Cuántas cosas vamos a aprender! ¡Y qué interesante va a resultarnos pasar una jornada en compañía de tan principales personajes!

— ¡Ay! Señor lector; ¿qué me pedís? Yo quisiera tener suficiente talento para escribir una historia de Francia; entonces no narraría cuentos. Pero, decidme, amigo; ¿por qué queréis hacer conocimiento con gentes que no desempeñan un papel importante en mi novela?

— ¿Pero habéis cometido la grande injusticia de no concederles un primer puesto? ¡Cómo! ¡Nos trasladáis al año 1572 y pretendéis esquivar los retratos de tantos hombres renombrados! ¡Vamos! No debéis dudar. Comenzad. Os voy a dar hecha la primera frase: La puerta del salón se abre y se ve aparecer...

— Pero, querido lector, si en el castillo de Madrid no había ningún salón. Los salones...

— ¡Bien! El grande aposento estaba lleno de una muchedumbre..., etc., entre la cual se distinguían...

— ¿Quiénes quiere usted que se distingan?

— ¡Pardiez! Primo, Carlos IX.

— Secundo?

— ¡Alto! Describamos antes su traje; después trace su retrato físico, y, por último, su retrato moral. Es el camino que actualmente siguen todos los novelistas.

— ¿Su traje? Está vestido de cazador, con una corneta de caza que cuelga de su cuello.

— Sois muy breve.

— Respecto a su retrato físico... Esperad... Creo que le conoceríais mejor yendo a ver su cuadro al museo de Angulema. Se halla en la segunda sala, número 98.

— Pero, señor autor, vivo fuera de París. ¿Pretendéis que haga un viaje nada más que por ver el busto de Carlos IX?

— ¡Bueno! Pues figuraos un hombre joven, bastante bien proporcionado de líneas, aunque con la cabeza algo hundida en las espaldas; el cuello, tendido, le obliga a presentar con torpeza la frente hacia adelante; los labios son delgados y largos y acentuadísimo el superior; la tez es descolorida, y sus grandes ojos verdes parecen no mirar nunca a la persona con la cual conversa. No creáis, sin embargo, que en su mirada pueda leerse estas dos terribles palabras: San Bartolomé, ni nada semejante. Su expresión es más bien estúpida e inquieta que dura y feroz. Os le podréis representar a la perfección al acordaros de algún inglés joven que hayáis visto entrar en un gran salón donde todo el mundo está sentado. Le veréis atravesar una fila de damas, que guardan silencio cuando pasa. Enganchándose en el traje de una, chocando con la silla de otra, a duras penas podrá llegar hasta el sitio donde se encuentra la dueña de la casa, y sólo entonces podrá advertir que al descender del coche se ha manchado el traje de barro... ¿No habéis visto nunca estas caras azoradas?... Acaso vos mismo la habéis contemplado en vuestro espejo antes que los usos del gran mundo os hayan dado un dominio completo de las formas sociales.

— ¿Y Catalina de Médicis?

— ¿Catalina de Médicis? ¡Diablo! No pensaba en ella. Creo que es la última vez que voy a escribir su nombre. En aquel tiempo era una mujer gruesa, pero todavía frescachona, bastante bien conservada para su edad. Su nariz era muy abultada y sus labios apretados como las personas que sienten los primeros efectos del mareo marítimo... Los ojos los tenía siempre a medio cerrar, y bostezaba a cada momento, diciendo con el mismo tono: ¡Ah! ¿Quién me librará de este odioso bearnés? Magdalena, da leche azucarada a mi perrito napolitano.

Pero precisa decir algunas palabras de más importancia. Catalina acababa de hacer envenenar a Juana de Albret, al menos el rumor público lo aseguró, y todo lo aparentaba.

— Nada de eso... Y si se asegura que existía tal apariencia, ¿dónde está el astuto disimulo que tanto se mienta?

— ¿Y Enrique IV? ¿Y Margarita de Navarra? Mostradnos a Enrique, bravo, galante y bueno sobre todo. Margarita desliza un billete en la mano de un paje, mientras que, por su parte, Enrique enamora a una dama de la corte de Catalina.

— Respecto a Enrique IV, nadie podía adivinar en aquel muchacho aturdido al héroe y al futuro rey de Francia. Olvida a su madre a los quince días de su fallecimiento. Habla como un caballerizo, metido en una conversación sobre la cacería del ciervo. Os hago grada de su retrato, sobre todo si, como espero, no sois cazador.

— ¿Y Margarita?

— Estaba un poco indispuesta y no salía de su cámara.

— Bonita manera de evitar dificultades. ¿Y el duque de Anjou? ¿Y el príncipe de Condé? ¿Y el duque de Guisa? ¿Y Tavannes, Rets, La Rochefoucauld, Teligny? ¿Y Thoré? ¿Y Méru? ¿Y tantos otros?

— Los conocéis mejor que yo. Os voy a hablar de mi amigo Mergy.

— ¡Ah! Advierto que no voy a encontrar en vuestra novela lo que buscaba.

— Mucho lo temo.