IV - El converso

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«Don Juan.—¿Tomas por moneda corriente lo que te acabo de decir?
¿Crees que mi boca está de acuerdo con mi corazón?»

Molière: El convidado de piedra.


El capitán Jorge entró en la ciudad con su hermano y le condujo a su casa. En el camino apenas si cambiaron algunas palabras. La escena de la cual habían sido testigos les dejó una impresión penosa, que les hizo involuntariamente guardar silencio.

La disputa y el irregular combate que habían presenciado no tenía nada de extraordinario en aquellos tiempos. En toda Francia la susceptibilidad quisquillosa de la nobleza daba motivo a los más funestos encuentros, hasta el punto de que, según cálculo moderado, durante los reinados de Enrique III y Enrique IV perdieron la vida en desafíos más caballeros que en diez años de guerras civiles.

La habitación del capitán estaba amueblada con mucha elegancia. Las cortinas de seda bordadas de flores y los tapices de brillantes coloridos atrajeron en el acto la atención de Mergy, cuyos ojos estaban acostumbrados a contemplar adornos más sencillos. Entró en una habitación que su hermano llamaba simplemente el oratorio, ya que todavía no se habían inventado vocablos más en consonancia para significar el refinamiento de las estancias. Un Santo Cristo de roble, bien esculpido; una Virgen, pintada por un artista italiano, y una pila de agua bendita, adornada de un ramo de boj, parecían justificar el piadoso nombre con que se designaba la habitación, mientras que una alta y espaciosa cama, cubierta con telas de damasco; un espejo de Venecia, un retrato de mujer, diferentes armas y varios instrumentos musicales, indicaban claramente las costumbres un poco mundanas del propietario.

Mergy miró con desprecio la pila del agua bendita y el ramo de boj, que le recordaban la apostasía de su hermano. Un lacayito trajo confituras, grajeas y excelente vino. El té y el café no estaban en uso todavía, y con el vino reemplazaban nuestros abuelos esas bebidas ahora elegantes.

Bernardo, con el vaso en la mano, dirigía constantemente sus miradas desde el retrato de la Virgen a la pila y desde la pila al Santo Cristo. Suspiró con pena, y mirando a su hermano que perezosamente se había tendido en la cama, le dijo:

— ¡Estás hecho un papista!... ¿Qué diría nuestra madre si te viera?

El recuerdo pareció afectar dolorosamente al capitán. Se le arrugaron sus grandes cejas e hizo un gesto como para rogar a su hermano que no prosiguiese... Mas éste continuó implacable:

— ¿Pero es posible que de corazón hayas abjurado la creencia de tu familia, como lo has hecho con los labios?

— ¡La creencia de nuestra familia!... ¡Si nunca ha sido la mía!... ¿Qué?... ¿Yo?... ¡Creer en los hipócritas sermones de vuestros pastores gangosos!... ¡Yo!...

— ¡Sin duda es mucho mejor creer en el purgatorio, en la confesión, en la infalibilidad del Papa! ¡Debe de ser, por lo visto, preferible arrodillarse ante las sucias sandalias de un capuchino! Si llegará un día en que creerás que no es posible comer sin recitar antes la ridícula oración de Vandreuil.

— Escucha, Bernardo; odio las disputas, sobre todo si son de cuestiones religiosas; pero es necesario que, tarde o temprano, me explique contigo, y puesto que estamos el uno enfrente del otro, terminaremos de una vez. Te voy a hablar con el corazón abierto.

— ¿Es que no crees en las invenciones de los papistas? — preguntó Mergy muy satisfecho.

El capitán se encogió de hombros, y después de hacer sonar sus largas espuelas, dejando caer los botones de las botas contra el suelo, exclamó:

— ¡Papistas! ¡Hugonotes! ¡Todo supersticiones! Yo no puedo creer en aquello que mi razón estima absurdo. Tanto nuestras letanías como vuestros salmos, son estúpidos. Solamente se diferencian —añadió sonriendo— en que en nuestra iglesia se escucha buena música, mientras que en las vuestras tenéis la guerra declarada a los oídos delicados.

— ¡Bonita superioridad para tu religión! ¡Con ella haréis muchos prosélitos!

— No la llames mi religión, porque creo en ella lo mismo que en la tuya. Cuando he conseguido pensar por mí mismo, cuando he sido dueño de mi razón...

— Pero...

— Déjate de sermones, ya sé todo lo que me vas a decir... Yo también tuve en otro tiempo mis esperanzas, mis temores... ¿Crees tú que no he realizado poderosos esfuerzos para conservar las dichosas supersticiones de mi infancia? He leído a todos nuestros doctores para buscar algún alivio contra la duda que me atormentaba, y la lectura no hizo sino acrecentarla. No me ha sido posible tener fe. La fe es un don precioso que se me ha negado; pero que por nada en el mundo procuraría evitárselo a mis semejantes.

— Te compadezco.

— Enhorabuena. Tienes razón... Como protestante no creo en los sermones, y como católico me río de las misas. ¡Eh! ¡Mil diantres! Las atrocidades de las guerras civiles, ¿no son por sí solas suficientes para aniquilar la fe más rotunda?

— Esas atrocidades las cometen los hombres, y hombres que han pervertido la palabra de Dios.

— Esta respuesta no es tuya, y tú me perdonarás si no me convence... A vuestro Dios no le comprendo, no le puedo comprender... Y si demuestro tener creencias, es, como dice nuestro amigo Jodelle, «a beneficio de inventario».

— Si las dos religiones te son indiferentes, ¿para qué esta abjuración, que tanto ha afligido a tu familia y a tus amigos? — preguntó Mergy.

— Si más de veinte veces he escrito a nuestro padre para explicar las causas de ello y justificarme ante sus ojos. Pero siempre ha arrojado mis cartas al fuego, tratándome como si fuera un empedernido criminal.

— Ni mi madre ni yo hemos aprobado un rigor tan excesivo... Pero las órdenes paternas...

— ¡No sé lo que pueda pensar de mí! ¡Ni me importa!... Voy a referirte las razones de mi determinación, que en la actualidad no se repetiría si estuviese en el caso de volver a empezar.

— ¡Ah! Siempre pensé que te arrepentirías.

— ¿Arrepentirme? No; estoy seguro de no haber cometido una mala acción. Cuando estabas tú todavía en el colegio estudiando Latín y Griego, yo me había puesto ya la coraza, ceñido la escarapela blanca[1], y me hallé combatiendo en nuestras primeras guerras civiles. El príncipe de Condé, que hizo cometer tantas faltas a nuestro partido, se ocupaba de los asuntos serios únicamente cuando sus amores le dejaban tiempo. Yo era correspondido en mi cariño por una dama; el príncipe se enamoró de ella y me pidió que se la cediese; me negué en absoluto, y se convirtió en mi implacable enemigo.

«Aquel príncipe gallardo,
que tanto besa a su novia».

Me presentó ante los fanáticos del partido como un monstruo de irreligión y libertinaje. Si yo no tenía más que un amor... y dejaba a los otros en paz para que preparasen a su gusto las cosas religiosas, ¿para qué me declararon la guerra?

— No hubiera creído nunca al príncipe capaz de cometer una acción tan fea.

— Ha muerto ya y de él habéis hecho un héroe. Así va el mundo. Reconozco, sin embargo, que tenía buenas cualidades... Ha muerto como un bravo, y le perdono... Pero entonces era poderoso y yo un pobre caballero que parecía cometer un crimen si osaba resistirle.

El capitán dio algunos paseos por la estancia, y continuó con voz cada vez más emocionada:

— Todos los pastores, todos los santurrones del ejército se revolvieron contra mí; yo no hacía ningún caso ni de sus abominaciones ni de sus prédicas. Un caballero cortesano del príncipe, para adularle, me llamó granuja delante de todos los capitanes. Le di una bofetada y le maté en duelo. En nuestro ejército había doce desafíos diarios, y los generales adoptaban el partido de no darse por enterados. Se hizo una excepción conmigo, y el príncipe quiso que pagara mi culpa y sirviera de ejemplo. Las súplicas de personas influyentes, y sobre todo las del almirante, consiguieron mi indulto. Pero el odio del príncipe no estaba satisfecho. En el combate de Jazeneuil mandaba yo una compañía que había sido de las primeras en entrar en fuego; mi coraza, marcada con dos impactos de arcabuz, y mi brazo izquierdo, atravesado de un balazo, mostraban cuál era mi comportamiento... No tenía yo a mi mando sino veinte hombres, y en contra mía se lanzaba un batallón de suizos del rey. El príncipe de Condé me ordenó que cargase... Me atreví a pedirle dos compañías de alemanes..., y... ¡me llamó cobarde!

Mergy se levantó y estrechó con emoción la mano de Jorge. El capitán prosiguió con los ojos encendidos por la cólera y sin dejar de pasearse.

— Me llamó cobarde delante de todos aquellos caballeros, de doradas armaduras, que algunos meses más tarde le abandonaron en Jarnac, dejándole asesinar... Creí que era necesario morir; y me lancé sobre los suizos, jurando que, si por azar quedaba con vida, no desenvainaría nunca mi espada en defensa de tan injusto príncipe. Caído de mi caballo, y herido gravemente, hubiera muerto con seguridad si uno de los caballeros del duque de Anjou —Beville, ese loco con quien hemos comido— no me salvara la vida tomándome en brazos y no me llevara ante el duque. Se me cuidó con gran esmero... yo estaba sediento de venganza... Los católicos procuraron halagarme con sus mimos, me invitaban a que entrase al servicio de mi bienhechor el duque de Anjou, y me recitaron el siguiente verso latino:


Omne solum forti patria est, ut piscibus acquo.


Veía, además, con indignación, que los protestantes trajesen tantos extranjeros a nuestra patria... ¿Pero por qué no decirte la principal razón que me determinó? Buscaba la venganza y me hice católico ante la posibilidad de encontrarme un día con el príncipe de Condé en el campo de batalla y matarlo... Un cobarde se encargó después de cobrar mi deuda... La forma en que murió casi me hace olvidar mi odio... Le vi caído y lleno de sangre, entre varios soldados muertos; levanté su cadáver con mis propias manos y le cubrí con mi capa. Yo estaba ya afiliado a los católicos; mandaba un escuadrón de caballería y no podía abandonarlos. Felizmente, creo haber prestado bastantes servicios a mi antiguo partido. He procurado, en lo que de mí dependía y era posible, endulzar los rigores de una guerra religiosa, y he tenido la suerte de salvar la vida a muchos antiguos amigos.

— Oliverio de Basseville hace público en todas partes que te debe la existencia.

— Y aquí me tienes hecho un católico —dijo Jorge con voz ya bastante calmada—. Esta religión no va mal con mi temperamento, y me acomodo con facilidad a sus devociones... Mira este cuadro de la Virgen... Es el retrato de una cortesana de Italia. Las santurronas admiran mi piedad y se persignan delante de la pretendida virgen... Créeme... Estoy más a gusto con los curas que con los pastores protestantes... Puedo vivir a mis anchas sacrificándome muy poco en aras de la canalla clerical... ¿Que es necesario ir a misa? Pues voy de vez en cuando y veo caras bonitas de mujeres... ¿Que es preciso confesarme? ¡Pardiez!, conozco un admirable franciscano, el cual fue arcabucero de caballería, y que por un escudo me entrega un billete de confesión y comunión, y para que me salga más barato, él mismo se encarga de llevar cartitas mías a sus graciosas penitentes... De modo que... ¡vivan las misas! ¡Vivan las misas!

Mergy no pudo evitar una sonrisa.

— ¡Mira! —siguió el capitán—. Éste es mi libro de oraciones.

Y le enseñó uno ricamente encuadernado con un estuche de terciopelo y una manecilla de plata...

— Es tan bueno como los que usáis para vuestros rezos.

Mergy leyó en el dorso: Libro de Horas.

— Es buena la encuadernación — dijo con cierto aire de disgusto, abandonando el libro.

El capitán le abrió y presentó a su hermano la primera página, que decía así: «La vida muy horrenda del gran Gargantúa, padre de Pantagruel, escrita por M. Alcofribas, que sabe abstraer la quintaesencia».

— ¡Háblame de este libro y no de esas cosas vuestras! —exclamó Jorge riendo—. Es para mí de mucha más importancia que todos los volúmenes teológicos de la biblioteca de Ginebra.

— El autor de este libro estaba repleto de saber; pero hizo muy mal uso de su sabiduría — añadió Bernardo.

Jorge se encogió de hombros y dijo:

— ¡No dejes de leer este volumen, y ya me hablarás después!

Mergy tomó el libro, y transcurrido un instante de silencio, contestó:

-Creo que solamente un ilegítimo despecho de amor propio te ha llevado a realizar un acto del cual te arrepentirás algún día.

El capitán bajó la cabeza, y su mirada fija en la alfombra parecía observar curiosamente los dibujos.

— ¡Ya está hecho! — dijo al fin, suspirando con angustia; y añadió en tono burlón y alegre: Acaso llegue un día en que vuelva a oír sermones protestantes... Pero dejemos esto y prométeme no hablar de cosas tan aburridas.

— Espero que tus propias reflexiones surtan mejor efecto que todos mis discursos.

— ¡Sea!... Pero ahora hablemos de nuestras cosas... ¿Qué proyectos temías al venir a la corte?

— Espero que mediante las recomendaciones que traigo para Coligny me admita entre los caballeros que van a acompañarle a la campaña de los Países Bajos.

— Muy mal pensado. No es gentil que un joven lleno de valor y ciñendo espada al cinto le entusiasme representar un papel de criado. Entra como voluntario en la guardia del rey o en mi escuadrón de caballería ligera... Harás la campaña como todos nosotros, sin hallarte sujeto a una disimulada servidumbre.

— No me agrada mucho la idea de entrar en la guardia del rey; y hasta siento cierta repugnancia... Preferiría ser soldado en tu escuadrón; pero nuestro padre quiere que haga mi primer campaña bajo las órdenes inmediatas del almirante.

— ¡Ah! ¡Qué bien conozco a nuestros hugonotes! Siempre predicando la unión y los primeros en remover los antiguos rencores.

— ¿Cómo?

— Sí; el rey es a vuestros ojos un tirano. ¿Qué digo? Ni siquiera un tirano: un usurpador. Después de la muerte de Luis XIII es Gaspar I[2] vuestro único rey de Francia.

— ¡Qué broma tan estúpida!

— De todos modos, lo mismo da que estés al servicio del príncipe Gaspar que del duque de Guisa. M. de Chatillon es un gran capitán y a su lado aprenderás bien el arte de la guerra.

— Hasta sus enemigos le estiman.

— Hay, sin embargo, en su vida cierto disparo de pistola que no le honra mucho.

— Ha probado su inocencia. Y, además, todos sus actos desmienten que pueda ser el cobarde asesino de Poltrot.

— ¿Conoces el axioma católico Fenit cui profuit? Sin su pistoletazo se habría tomado Orleans.

— De todas maneras no habría sido sino un hombre menos en el ejército católico.

— ¡Sí! ¡Pero qué hombre! ¿No has oído nunca estos dos malos versos, que valen tanto como vuestros salmos:

Mientras en Francia haya Merés
mereceréis la muerte, Guisas?[3]

— Puerilidades ridículas, y nada más... Resultaría una pesada letanía si yo refiriese todos los crímenes de los Guisas... Para restablecer la paz en Francia, si yo fuese rey, haría lo siguiente: A los Guisas y a los Chatillons los metería en un saco de cuero, bien cosido y bien anudado, y atándoles cien mil libras de hierro para que no pudiesen escaparse y nadar, los arrojaría al agua..., y queda mucha gente a quien gustoso metería también en ese saco.

— Es una felicidad que no seas rey de Francia.

La conversación tomó un giro más alegre, se abandonaron los temas políticos y teológicos, y los dos hermanos se refirieron cuantas aventuras les habían ocurrido desde que estaban separados. Mergy fue lo bastante franco para no ocultar su historia de la posada; Jorge se rió mucho al enterarse en qué forma perdió los diez y ocho escudos y buen caballo alazán...

Se dejó escuchar el sonido de las campanas en una iglesia vecina.

— ¡Pardiez! —exclamó el capitán—. Vamos a oír el sermón de la tarde. Te aseguro que no te aburrirás.

— Lo agradezco... Pero puedo asegurarte que no tengo gana alguna de convertirme.

— Vamos, hombre. Esta tarde predica el hermano Lubin. Es un franciscano que hace la religión muy divertida, y le va a escuchar una gran muchedumbre. Además, en la iglesia de Santiago debe hallarse hoy toda la corte. Es un espectáculo digno de verse.

— ¿Estará también la condesa de Turgis? ¿Y tendrá el velo quitado?

— No puede faltar... Cuando te pongas en la fila de los caballeros, a la salida del sermón, no se te olvide ofrecerle agua bendita... Es ésa una de las más agradables ceremonias de la religión católica. ¡Cuántas manos lindísimas he estrechado y qué de cartitas deslicé con disimulo al ofrecer el agua bendita!

— ¡No sé! Pero esa agua que tú llamas bendita me disgusta de un modo que creo no podré meter en ella los dedos por nada en el mundo.

El capitán le interrumpió con una carcajada. Los dos tomaron sus capas y se fueron a la iglesia de Santiago, llena ya de personas piadosas y elegantes.



  1. Los protestantes habían adoptado este color.
  2. El príncipe Luis de Condé, muerto en Jarnac, estaba acusado por los católicos de pretendiente a la corona... Coligny se llamaba de nombre Gaspar.
  3. Poltrat de Meré asesinó a Francisco, duque de Guisa, durante el sitio, en el momento en que la ciudad estaba a punto de ser tomada. Coligny no pudo justificarse bien, y se le creía inductor del asesinato.
    Los dos versos constituyen en francés un retruécano que el traductor ha querido imitar malamente.