Prefacio editar

Acabo de leer un gran número de memorias y folletos relativos a fines del siglo XVI. He querido hacer un extracto de mis lecturas, y este extracto aquí os lo presento.

Lo que más me gusta en la Historia son las anécdotas, y entre las anécdotas prefiero aquellas donde me imagino encontrar una pintura verdadera de las costumbres y los caracteres de una época.

Acaso este gusto no sea muy noble; pero confieso con rubor que yo cedería voluntariamente a Tucídides por las memorias auténticas de Aspasia o de un esclavo de Pericles; porque las memorias, que son las conversaciones familiares del autor con el lector, proporcionan esos retratos del hombre que tanto me divierten e interesan. No es, pues, en Mezeray, sino en Montluc, Brantome, d'Aubigné, Tavannes, La Noue, etc., donde puede uno formarse idea de lo que era un francés del siglo XVI. Y en el estilo de estos autores contemporáneos se aprende tanto como en sus narraciones.

Por ejemplo, yo he leído en L'Etoile esta nota concisa:

«La señorita de Chateauneuf, una de las amiguitas del rey, estaba casada por amor con Antinotti Florentin, cómitre de galeras en Marsella, y habiéndole encontrado robando, le mató virilmente con sus propias manos».

Con esta anécdota y con tantas otras, de las cuales se halla plena la obra de Brantome, rehago en mi espíritu un carácter, y puedo resucitar tal como era una dama de la corte de Enrique III.

Me parece curioso comparar aquellas costumbres con las nuestras, y observar en estas últimas la decadencia de las pasiones enérgicas en provecho de la tranquilidad, o tal vez de la dicha. Queda, sin embargo, la duda de saber si nosotros valemos menos que nuestros ancestrales, lo cual no es fácil resolver, porque a través de los tiempos varían mucho las ideas en relación con las mismas acciones.

Un asesinato o un envenenamiento no inspiraban en 1500 los sentimientos de repulsión que producen en la actualidad. Un caballero mataba a su enemigo a traición; pedía luego que le perdonasen; obtenía el perdón, y volvía a presentarse en el mundo, sin que nadie le pusiera mala cara. Y si el asesinato tenía por causa una venganza legítima, se hablaba del asesino como lo hacemos hoy del hombre de mundo que, gravemente ofendido por un impertinente, le ha matado en duelo.

Me parece, pues, evidente que las acciones de los hombres del siglo XVI no puedan ser juzgadas por las ideas del siglo XIX. Lo que es un crimen en un estado civilizado perfeccionado, no pasa de ser un golpe de audacia en otra civilización más rudimentaria, y acaso sea una acción meritoria en tiempos de barbarie. El juicio que merece una misma acción puede variar también según los países, porque entre un pueblo y otro pueblo hay tantas diferencias como entre un siglo y otro siglo.[1]

Mehemet-Alí, a quien los mamelucos disputaban el poder en Egipto, invitó un día a los principales jefes de esta milicia a una fiesta en su palacio. Una vez los mamelucos dentro, las puertas se cerraron y los albaneses los fusilaron, desde lo alto de las terrazas. Desde entonces Mehemet-Alí; reina sin enemigos en Egipto.

Pues bien: los franceses nos relacionamos con Mehemet-Alí; es hasta estimado, por los europeos; los periódicos le hacen pasar por un grande hombre; se dice que es el bienhechor de Egipto. Y, sin embargo, ¿qué cosa más horrible puede haber que asesinar a unos hombres indefensos? Pero la verdad es que tales traiciones están autorizadas por los usos del país y por la imposibilidad de resolver de otra manera un asunto determinado. Y entonces se aplica la máxima de Fígaro: «Ma per Dio, l'utilitá».

Si un ministro francés —no nombro a ninguno— encontrase unos albaneses dispuestos a fusilar en cuanto les diesen la orden, y si en una gran comida se deshiciera de los adalides políticos de la izquierda, su acción sería de hecho la misma que la del bajá de Egipto, y en moral, cien veces más culpable, porque el asesinato no entra en nuestras costumbres.

Pero este ministro destituye a numerosos electores liberales, a obscuros empleadas de los ministerios, asusta a otros muchos y consigue así que se hagan unas elecciones a su gusto. Si Mehemet-Alí fuera ministro en Francia, no podría hacer más, y, sin duda, el ministro de Francia, si mandara en Egipto, se hubiera visto obligado a recurrir a los fusilamientos, porque las destituciones parece que no producen ningún efecto moral entre los mamelucos.

La San Bartolomé fue un gran crimen, hasta para su tiempo; pero yo insisto en que una matanza en el siglo XVI no puede ser tan criminal como una en el siglo XIX. Añadamos que la mayor parte de la nación intervino en ella de hecho o dándola su asentimiento, pues todos se armaron contra los hugonotes, a quienes consideraban como extranjeros y enemigos.

La San Bartolomé fue una insurrección nacional semejante a la de los españoles en 1808, y los burgueses de París, asesinando a los herejes, creían firmemente obedecer la voz del cielo.

No incumbe a un narrador de cuentos como yo dar en este volumen los datos justos de los sucesos históricos ocurridos el año 1572; pero ya que he hablado de la San Bartolomé, no puede impedírseme que exponga algunas ideas que me ha inspirado la lectura de esa sangrienta página de nuestra historia.

¿Han sido bien comprendidas las causas que motivaron la matanza? ¿Fue aquélla largamente meditada o fue el resultado de una determinación súbita? ¿Acaso dependió del azar?

A ninguna de estas preguntas da la Historia contestación que me satisfaga.

Los historiadores admiten como pruebas murmuraciones y rumores de aldea, que carecen de peso para decidir un punto histórico tan importante.

Unos presentan a Carlos IX como un prodigio en el arte del disimulo; otros, como un verdugo caprichoso e impaciente. Si antes del 24 de agosto amenazaba con fiereza a los protestantes..., era una prueba que meditaba su ruina con antelación. Y si se mostraba complaciente con ellos..., prueba de su disimulo.

No voy a citar sino una historia que se encuentra muy extendida, y que demuestra con qué ligereza se admiten las suposiciones menos probables.

Aseguraba este rumor que un año antes de la San Bartolomé estaba ya formado un plan de matanzas, el cual era el siguiente. Se debía edificar en Pré-aux-Clercs una gran torre en un bosque, dentro de la cual se hallarían el duque de Guisa con sus caballeros y los soldados católicos. El almirante, al mando de sus protestantes, simularía un ataque para dar al rey el espectáculo de un sitio. Una vez iniciado el simulacro, y a una señal convenida, los católicos harían uso de las armas antes que los enemigos tuviesen tiempo de apercibirse a la defensa. Se añade, para embellecer la Historia, que un favorito de Carlos IX, llamado Lignerolles, descubrió indiscretamente toda la trama al rey, diciéndole: «¡Ah señor! Esperad todavía. Poseemos un fuerte que nos vengará de todos los heréticos».

Observad, si os gusta, que ni un solo pilar de ese fuerte estaba todavía levantado... El rey, sin embargo, no dudó en mandar que asesinasen al individuo charlatán. El proyecto se dice que había sido inventado por el canciller Biraque, a pesar de estas palabras suyas, que anuncian pretensiones muy diferentes: «Para librar al rey de sus enemigos yo no pido sino algunos cocineros». Este último procedimiento era mucho más práctico que el otro, cuya extravagancia le hacía imposible. En efecto: ¿cómo los cautos protestantes no habían de alarmarse ante los preparativos de un simulacro que ponía frente a frente a dos bandos enemigos hasta hacía poco tiempo? Además, para obtener un triunfo sobre los hugonotes constituiría un mal procedimiento reunirlos con armas y formando ejército. Es evidente que, de estar comprometidos para exterminarlos, era preferible acometerlos solos e inermes.

Estoy, pues, perfectamente convencido de que la matanza no fue premeditada, y no puedo concebir que una opinión contraria a ésta haya sido adoptada por escritores que presentaban a Catalina como una mala mujer —lo cual era verdad—, pero teniendo al mismo tiempo una de las cabezas más profundamente políticas de su siglo.

De momento dejemos de lado a la moral y estudiemos la supuesta conjura desde el punto de vista de utilidad. No podía ser conveniente para la corte, y en su ejecución se revelaba tanta torpeza, que hacía necesario suponer que estaba proyectada por unos hombres extravagantes.

Examinemos si la autoridad real debía ganar o perder con esta ejecución y si su interés le aconsejaba soportarla.

Francia estaba dividida entonces en tres grandes partidos: el de los protestantes, cuyo jefe, después de la muerte del príncipe Condé, era el almirante; el del rey, el más débil, y el de los Guisas, que lo constituían los ultrarrealistas de aquel tiempo.

Es evidente que el rey, el cual tenía por igual miedo a los Guisas que a los protestantes, debía procurar la conservación de su autoridad equilibrando el influjo de los dos partidos, pues destruir uno de ellos equivalía a quedar a la merced del otro.

El sistema llamado de la «báscula» era en aquel entonces muy conocido y practicado. Luis XI había dicho: «Divide y vencerás».

Veamos si Carlos IX era devoto, porque una religiosidad excesiva habría podido sugerirle medidas opuestas a sus intereses. Pero todo nos demuestra que si no era lo que hoy se llama un espíritu fuerte, tampoco se le debe considerar como un fanático. Además, su madre, que le dirigía, no hubiera nunca dudado en sacrificar sus escrúpulos religiosos ante su amor por el Poder.[2]

Pero supongamos que Carlos, su madre o el Gobierno hubieran, contra todas las reglas de la política, resuelto destruir a los protestantes. Una vez tomada esta resolución, habrían meditado maduramente los medios más oportunos para asegurar su buen éxito. Desde luego, lo primero que se les ocurriría, como el más seguro partido, sería que la matanza se ejecutara simultáneamente en todas las poblaciones del reino, a fin de que los hugonotes, atacados por fuerzas superiores[3], no pudieran defenderse en parte alguna. Un solo día bastaría para destruirlos. De esta manera Asuero había concebido las matanzas de judíos.

Sin embargo, he leído que las primeras órdenes del rey para que se asesinase a los protestantes tenían por fecha el 29 de agosto, o sea cuatro días después de la de San Bartolomé, cuando la noticia de esta gran carnicería había de preceder a los despachos del rey y llevar la alarma a todos los reformistas.

Era sobre todo necesario apoderarse de las poblaciones seguras para los protestantes. Mientras ellos continuaban en el Poder, la autoridad real no estaba asegurada. Así, y siguiendo la hipótesis del complot de católicos, es lógico creer que una de las más importantes medidas habría sido apoderarse de la Rochela el mismo día 24 de agosto y colocar un ejército en el Mediodía de Francia, a fin de impedir toda reunión a los reformistas.

Y nada de esto se hizo.

No puedo admitir que los mismos hombres que habían concebido un crimen, cuyas consecuencias eran de tanta importancia, lo ejecutaran tan mal. Las medidas fueron, en efecto, pésimamente adoptadas y no evitaron que algunos meses después, de la de San Bartolomé estallase la guerra, que se cubrieran de gloria los reformistas y que hasta se retiraran con nuevas ventajas.

El propio asesinato de Coligny, que fue realizado dos días antes de la matanza, ¿no acaba de refutar el supuesto de una conspiración? ¿Por qué matar al jefe antes de los asesinatos generales? ¿No era el medio de que se asustasen los hugonotes y se vieran obligados a refugiarse en lugares seguros?

No ignoro que muchos autores atribuyen solamente al duque de Guisa el atentado cometido en la persona del almirante; otros recuerdan que la opinión pública acusó al rey de este crimen[4] y que el asesino fue recompensado por Carlos.

De estos hechos, dándolos por exactos, quiero sacar un nuevo argumento contra la conspiración. Si hubiera existido, el duque de Guisa debía necesariamente tomar parte en ella; entonces, ¿por qué no retardar dos días su venganza de familia, a fin de tenerla más segura? ¿Por qué comprometer el buen éxito de la empresa, solamente por el deseo de adelantar cuarenta y ocho horas la muerte de su enemigo?

Todo me prueba, pues, que la gran matanza no fue la consecuencia de una conjuración real contra un partido del pueblo. La San Bartolomé me parece la resultante de una insurrección popular improvisada.

Con toda humildad voy a daros mi explicación sobre este enigma.

Coligny en tres ocasiones había tratado con su soberano de potencia a potencia; ésta es una razón para que fuese odiado. Muerta Juana de Albret, y siendo muy jóvenes el rey de Navarra y el nuevo príncipe de Condé para que ejercieran influencia, Coligny era verdaderamente el único jefe del partido reformista. Una vez asesinado, los dos príncipes quedaban prisioneros, puestos a la disposición del rey. Por lo tanto, la muerte de Coligny, y sólo de Coligny, era lo más importante para asegurar la potencia de Carlos, el cual acaso no había olvidado la frase del duque de Alba: «Una cabeza de salmón vale más que diez mil ranas».

Pero si del mismo golpe el rey se desembarazaba del almirante y del duque de Guisa, era evidente que Carlos se constituía en amo absoluto.

He aquí el partido que debió tomar: una vez asesinado el almirante, insinuar la culpabilidad del duque de Guisa para que se persiguiese a este príncipe como asesino, anunciando que le había abandonado a la venganza de los hugonotes. Se sabe que el duque de Guisa, culpable o no del atentado de Maurevel, abandonó París a toda prisa, y que los reformistas, en apariencia protegidos por el rey, lanzaron toda clase de amenazas contra los príncipes de la casa de Lorena.

El pueblo de París era en aquella época horriblemente fanático. Los burgueses, organizados militarmente, formaban una especie de guardia nacional, dispuesta a tomar las armas al primer llamamiento. El duque de Guisa era tan querido de los parisienses, por la memoria de su padre y por su propio mérito, como odiados los hugonotes, que por dos veces habían puesto sitio a la ciudad. La espacie de favor que éstos gozaban en la corte —pues una hermana del propio rey se casaba con un príncipe de aquella religión— aumentaba su arrogancia y el odio de sus enemigos. En estas condiciones bastaba un jefe que se pusiera a la cabeza de los fanáticos católicos y que les gritase: «Matad», para que ellos se apresuraran a la degollina de sus compatriotas heréticos.

El duque, desterrado de la corte, amenazado por el rey y por los protestantes, debía buscar un apoyo cerca del pueblo. Reúne a los jefes de la guardia burguesa, les habla de una conspiración contra los herejes y les compromete a exterminarlos. Sólo entonces la matanza fue meditada. Y como entre el plan y la ejecución transcurrieron escasas horas, se explica fácilmente que el secreto de la conjura pudiera guardarse bien; lo que en otro caso parecería extraordinario, porque las confidencias llegan bien pronto a París.[5]

Es difícil determinar qué parte correspondió al duque en la matanza. Si no la aprobó, por lo menos es cierto que la dejó ejecutar. Después de dos días de asesinatos y de violencias, quiso detener la carnicería. Mas cuando se desencadenan los furores populares, no se satisfacen éstos con un poco de sangre. Hubo sesenta mil víctimas. La monarquía no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por el torrente. Carlos IX renovó sus órdenes de clemencia y pronto dio otras para extender los asesinatos a toda Francia.

Tal es mi opinión sobre la San Bartolomé, y al exponerla aquí digo con lord Byron:


«I only say, suppose this supposition».

(Don Juan, canto I st. LXXXV)


Próspero MÉRIMÉE

1829.



  1. ¿No alcanzará esta regla hasta los individuos? El hijo de un ladrón, que roba, ¿es tan culpable como el hombre de mundo que realiza una bancarrota fraudulenta?
  2. Se cita como ejemplo de profundo disimulo unas palabras de Carlos IX, que no me parecen sino una grosera salida de tono, propia de un hombre indiferente en materia de religión. El Papa puso dificultades para conceder las dispensas necesarias al matrimonio de Margarita de Valois, hermana del rey, con Enrique de Borbón, entonces protestante. «Si el Santo Padre rehúsa —dijo el rey— yo tomaré del brazo a mi hermana y yo mismo la casaré, substituyendo al cura».
  3. La población de Francia tendría entonces unos veinte millones de almas. Se supone que cuando las segundas guerras civiles los protestantes no sumarían sino un millón seiscientos mil; pero, proporcionalmente tenían más dinero, más soldados, y mejores generales.
  4. Maurevel fue llamado «El asesino del rey».
  5. Frase de Napoleón.