Crónica General del No. 30, 1880

​La Ilustración Española y Americana​ (1880)
Crónica General del No. 30, 1880
 de José Fernández Bremón

Nota: Se han modernizado algunos acentos.

CRÓNICA GENERAL


15 de agosto de 1880


Baños de Panticosa, 13 de Agosto.

Sr. D. Abelardo de Carlos: Un leve retraso impidió la publicación de mi crónica anterior; sin embargo, empezando aquélla con un recuerdo al maestro D. Juan Eugenio Hartzenbusch, no puedo menos de reproducirle, porque parecería omisión de mucho bulto en la serie de mis crónicas la de un hecho de tanta magnitud; estos baños recuerdan, además, al anciano poeta, que acudió a ellos durante once temporadas, prueba de su constancia; pues si las comunicaciones son todavía penosas, lo eran mucho más en los primeros años de sus excursiones.

Me he despedido de Madrid bajo la tristísima impresión del entierro del venerable escritor, a quien con justicia podía darse el calificativo de eminente, si este adjetivo, manoseado por plumas aficionadas a la hipérbole, no hubiera perdido su importancia, convirtiéndose en la excelencia portuguesa, aplicable a todo el mundo. El excelentísimo Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch falleció en Madrid, el día 2 del actual, a las siete y media de la mañana, en el cuarto segundo de la casa núm. 13 de la calle de Leganitos, en una rápida e inesperada crisis de la penosa y larga enfermedad que había postrado sus fuerzas hace tiempo. No tenemos la serenidad de espíritu para hacer en esta ocasión la biografía de tan ilustre autor: trascribiremos los modestos, pero auténticos apuntes que el propio hijo del autor se sirvió facilitarnos, a manera de extracto de su hoja de servicios.

Juan Eugenio Hartzenbusch, hijo de un ebanista alemán, nació en Madrid el 6 de Setiembre de 1806, trabajando en el oficio y obrador de su padre, y muerto pobre éste, hubo el hijo de ganar un jornal en ajenos talleres. En 1835 entró de taquígrafo temporero en la Redacción de la Gaceta Oficial de Madrid. En 1844 se le dio plaza de oficial primero en la Biblioteca Nacional, donde fue ascendido a Director a fines del 62. En 1874 se le nombró consejero de Instrucción pública: desde 1847 era académico de la Española.

Sus principales obras dramáticas son: Los Amantes de Teruel (1836); Doña Mencia (1838); Alfonso el Casto (1841); La Coja y el Encogido (1843); Juan de las Viñas (1844); La Jura en Santa Gadea (1844); La Madre de Pelayo (1846); La Ley de raza (1852); Un Sí y un no (1854); La Archiduquesita (1854); Vida por honra (1858); El Mal Apóstol y el Buen Ladrón (1860).

Otras publicaciones suyas son: Ensayos poéticos y artículos en prosa (1843); Fábulas puestas en verso castellano (1848); Cuentos y Fábulas, dos tomos (1861); Obras de encargo (1864); Un tomo de notas al Don Quijote (Barcelona, 1874).

En la Colección de los mejores Autores Españoles, publicada por Mr. Baudry, forman el tomo XLIX las obras escogidas de Hartzenbusch (París, 1850): en la Colección de Autores Españoles hecha en Leipsick, forman las mismas los volúmenes XIV y XV (segunda edición,1873).

La Biblioteca de Autores Españoles, impresa en Madrid por D. Manuel Rivadeneyra, contiene diez tomos coleccionados por Hartzenbusch, que son: el V, Comedias escogidas de Tirso de Molina (1848); el VII, el IX y el XII, Comedias de Calderón (1848-50); el XX, Comedias de Alarcón (1852); el XXIV, XXXIV y LII, Comedias escogidas de Lope (1853-1860).

A instancia suya fue jubilado el 22 de Octubre de 1875.

Don Juan Eugenio Hartzenbusch no necesita que se haga juicio de sus obras: basta con citar éstas y sus fechas para guía y conocimiento de los que deseen estudiar las diversas manifestaciones de su vasto entendimiento. Era a la vez poeta y erudito, cualidades que se reúnen con dificultad. Hombre de inspiración y de estudio.

Como poeta, había recorrido toda su órbita majestuosamente, dando de sí cuantos frutos podían esperarse: su muerte es un duelo público, pero no una imprevista y abrumadora catástrofe.

Los eruditos, los poetas, los escritores, consideraban a Hartzenbusch como un maestro; su nombre había traspasado las fronteras, y sus obras se coleccionaban entre las mejores de la literatura general. Personajes extranjeros, como el ilustrado Emperador del Brasil, honraban la modesta morada del autor; el pueblo aplaudía con entusiasmo cada vez que se ponían en escena sus principales obras, y sobre todo Los Amantes de Teruel, cuarenta y tres años después de su estreno; otros poetas ilustres desarrollaban sus pensamientos, como Serra en El Loco de la guardilla; sus comedias de magia, estrenadas con el pobre aparato de las antiguas Empresas, eran resucitadas por empresarios fastuosos, que las adornaban y vestían con más propiedad y lujo; su talento, su ilustración y sus virtudes, reconocidos universalmente, le habían dado una autoridad y una aureola moral que pocos hombres consiguen por el recto camino del mérito y el trabajo. Y para colmo de ventura, su alejamiento de la vida activa había reducido su trato habitual a pocos, poquísimos amigos; era un poder moral sin cortesanos. Su cariñoso y excelente hijo don Eugenio no tuvo que disputar el cuidado del ilustre enfermo ni a los favorecidos ni a los admiradores del poeta; murió éste con la muerte más feliz y natural del hombre, aislado entre amantísima familia.

Las torres se desmoronan; los poderes se debilitan y extinguen; hasta el espíritu humano, de esencia inmortal, se abate y languidece con las enfermedades del cuerpo. El de D. Juan Eugenio Hartzenbusch hacía tiempo que había perdido aquella fuerza, aquella actividad que le distinguieron toda su larga vida. Su sensibilidad nerviosa excesiva le hacía romper a llorar a cualquier emoción un poco viva, a cualquier recuerdo, a la vista a veces de un amigo. Había empezado para él la niñez de la otra vida. De vez en cuando, una corporación extranjera le confiaba algún encargo honorífico, como el de representar en España a la comisión que trata de erigir en los Estados-Unidos una estatua a Cervantes: apenas podía abandonar su gabinete: los médicos y su familia procuraban evitarle todo trabajo intelectual, y Hartzenbusch, halagado precisamente en su afición más vehemente, aceptaba el encargo desde luego. ¿Hubiera tenido fuerzas para cumplirle? No las tuvo para contestar el oficio.

Pocos días antes de morir, hacia el 22 o 23 de Julio, el escritor hizo sus últimos versos. Una señora, madre de un ilustre y malogrado poeta, deseaba tener, en el reverso de una de esas estampas que se colocan en los devocionarios, un recuerdo a su hijo: es una moda devota, por la cual se escribe en verso a una persona muerta, por el conducto del santo cuya imagen lleva la tarjeta. El hijo del Sr. Hartzenbusch, comprendiendo el grave estado de su padre, quiso evitarle un trabajo que no estaba ya en disposición de efectuar: la insistencia de la dama le determinó a hacer la petición y D. Juan Eugenio aceptó, sin vacilar, el encargo, pero equivocó la persona a quien los versos debían dirigirse; de manera que no pudo ser la dama complacida, aunque el anciano poeta trató de que lo fuese. El Sr. Hartzenbusch había entendido que los versos se dedicaban a la memoria de una señorita muerta hace algún tiempo y a quien la madre del poeta Serra había querido con idolatría. Hé aquí los últimos versos de D. Juan Eugenio Hartzenbusch, cuando su cerebro había casi perdido su fuerza y funcionaba con dificultad. Tienen algo de sublime, de personal, de misterioso, hechos por el poeta una semana antes de morir.

« Como madre te quise verdadera ,
Y con filial amor ni amor pagaste.
Ya en el cielo me esperas.
¿Cuándo nos uniremos?
Por mí, querida Carmen, cuando quieras. »
 

La importancia de D. Juan Eugenio Hartzenbusch merece consignar cuál fue también su último autógrafo. Le posee, acaso sin saberlo, uno de sus más queridos y constantes amigos, de carácter modesto e indisputable valer, D. Ignacio Argote, marqués de Cabriñana, descendiente del gran poeta Góngora. Es una carta de felicitación de días, dictada y suscrita por el Sr. Hartzenbusch. Existe otra firma suya con fecha posterior, la de la nómina; pero es sabido que esos documentos se firman con alguna anticipación: el último autógrafo de Hartzenbusch es el de la carta del Marqués de Cabriñana, uno de los amigos a quienes más quería y con más frecuencia recordaba.

No terminaremos con frases afectadas estas noticias necrológicas. La pérdida del Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch es de tal magnitud, que basta referirla para que todos la comprendan. En medio del dolor que ha producido en el mundo intelectual, queda a éste el consuelo, la herencia importante de sus obras. Pero ¿y la erudición personal y el archivo de la memoria prodigiosa del Sr. Hartzenbusch, cuyos inmensos materiales desaparecen con su muerte? Eso ha desaparecido para siempre: el vacío que en ese concepto deja, jamas se llenará.

La memoria del ilustre anciano que baja a la tumba exige algunos honores patrios, y creemos que los obtendrá; pero ¿un sepulcro lujoso basta a recompensar los trabajos de aquel gran entendimiento? Mientras por suscripción nacional sus cenizas obtienen la distinción que se merecen, ¿puede hacer algo el Gobierno en prueba de consideración a la memoria de Hartzenbusch? Creemos que lo que más agradecería éste, si viviera, es ver pagados sus méritos en la protección y adelanto de su hijo, a quien sólo una vez hemos visto, y reputado por persona de valer, de virtud y modestísima. No creemos que nadie interpretará mejor el último sueño del poeta.


La decisión del Gobierno inglés de abandonar completamente el Aghanistán después de haber vengado el último desastre de sus armas es algo tardía, pero con evidencia demuestra mejor sentido político que la intervención orgullosa del Gobierno británico en aquel país lejano, de la que casi todos los políticos de Europa auguraban tristemente. Cuando hacíamos al principio de esa campaña las mismas profecías, teníamos, sin embargo, cierta esperanza de que nuestros temores fuesen exagerados, calculando que acaso las relaciones de los viajeros y los libros que tratan de aquel país estuviesen llenos de inexactitudes, y la empresa, que nos parecía tan peligrosa y difícil, resultase para el gran estadista lord Beaconsfield, con informes auténticos y recientes, fácil y ventajosa.

Pero el Ministro inglés ha cometido un gran error, contra la opinión de una parte de su país, contra lo que aconsejaba la prudencia, desoyendo los consejos que el sentido común dictaba al vulgo de los políticos. Estos errores sangrientos, que cuestan la vida a muchos hombres y malversan sumas cuantiosas de la riqueza común, son absueltos por la opinión general de un país cuando el error es de muchos, aunque el orgullo de los pueblos trata con frecuencia de hacer que recaiga la culpa de todos en uno solo; pero cuando es una equivocación tan personal como la del Ministro conservador, cuya política misteriosa en el Oriente no se explica el vulgo y se ha calificado de soñadora y novelesca, la situación moral de lord Beaconsfield no debe ser muy airosa cuando el orgullo nacional del pueblo inglés debe estar herido por su causa.

Aunque poco afectos a la política internacional inglesa, el fracaso de sus armas en el Afghanistán nos parece lamentable; la influencia de Rusia ó de Inglaterra en aquellas regiones del Asia son la causa de la civilización, mientras que el instinto de nacionalidad de aquellos pueblos incultos es una rémora al progreso. Todo lo que no sea, como hemos creído siempre, lograr una buena inteligencia entre las dos naciones europeas que se disputan, en vez de dividirse, la supremacía de aquellas regiones, será en daño de ambas y de la civilización.

Rusia e Inglaterra son en Oriente dos vecinos que, pudiendo vivir cómoda y tranquilamente, se arruinan en un pleito interminable.


Las alturas ejercen gran influencia en el espíritu del hombre, y desde que trepamos al Pirineo, los sucesos a que dábamos gran importancia en la llanura la pierden en gran parte; así es que hoy nos extraña la magnitud que concedíamos a la conferencia de los emperadores de Alemania y Austria, en Ischl, con los soberanos de Servia y Rumania, y a la agitación contra el Senado inglés, promovida por haber desechado el proyecto de ley, algo socialista, con que el Gobierno trataba de disminuir los perjuicios que sufre el pueblo irlandés con la rescisión de los contratos de arrendamiento; ni a otra agitación más extensa, nacida en Francia y trasmitida como consigna a los países católicos de Europa contra las Órdenes religiosas; suceso que, por no ser concreto, escapa a la acción de la crónica, pero que es en realidad el hecho más característico y más grave de todos los que actualmente suceden.

Todo esto, que nos preocupaba antes de tomar la diligencia que conduce a estos baños, nos parece asunto para disertar tranquilamente en las noches de invierno; mientras la concesión del ferro-carril por Canfranc ha tomado para nosotros tales proporciones, que nos extraña cómo Europa entera no presenta memoriales al Gobierno español para que esa línea se construya, y cómo la armonía universal subsiste sin la vía que podría unir este pico del Pirineo con Madrid ó Paris en menos de veinticuatro horas. Desde luego nos anima a convertir este interés particular nuestro, en general, la circunstancia de que en las poblaciones de Aragón que hemos atravesado hay en favor de la línea proyectada una excitación tan viva, que no es posible resistirse a opinión tan unánime, y se ve que responde a una imperiosa necesidad de la comarca: en cuanto a Panticosa, considerando que suben a estos baños anualmente unas tres mil personas, y que dejan de subir muchos más enfermos por las penalidades del viaje, no se puede dudar de la conveniencia de un ferro-carril que limitaría a dos ó tres horas las 20 que tienen que hacer en diligencia las personas delicadas, por caminos que, sin culpa de nadie y por la naturaleza de un país tan montuoso, son muy molestos.

Como se ve, la importancia de los asuntos está, más que en ellos mismos, en el criterio y circunstancias de los que deben medir su magnitud.

Hace dos días preguntaba a una señora que acababa de leer los periódicos de Madrid:

—¿Dicen algo importante?

—Sí, señor: se ha estrenado en el Circo del Príncipe Alfonso La Estrella de un chino, traducida al español por un actor italiano.

Para aquella señora los estrenos de zarzuelas son lo más interesante que refieren los periódicos.

Y la verdad es que tiene la noticia algo de singular: una Empresa que hace gastos de consideración para poner en escena una obra dramática, y encarga el arreglo del libreto, no a un autor, sino a un actor, y no a un actor español, sino extranjero, es un caso extraordinario, así como lo es el del Sr. Ficarra, que estudia el español escribiendo para nuestro teatro.

No es más notable el caso de aquel príncipe a quien sus padres dieron el mando de un ejército para que aprendiese la táctica dando batallas campales. El Sr. Ficarra, excelente actor italiano, a fuerza de escribir comedias en castellano concluirá por saber el español correctamente.


¿Qué sucede en Madrid? mientras se alza el patíbulo del desdichado Oliva, los crímenes se multiplican, como si cada vez que se ejecuta a un reo apareciesen otros aspirantes a su plaza.

Parece que hay una horrible competencia a quién se cansa antes, si el criminal de asesinar ó el verdugo de dar garrote.

Sucede, cuando se estudian los fenómenos de la criminalidad, lo que cuando se investigan las hondas cuestiones cuya clave está en el abismo de lo infinito; no hay solución posible: el secreto está subdividido en millares de millones de abismos insondables, la conciencia y las pasiones de los hombres nacidos y por nacer: todos los instrumentos de muerte que ha usado la justicia humana no han impedido, ni impedirán, ahogar el crimen en su propia sangre; la moral de todas las religiones, los consejos de los filósofos, el sacrificio de los mártires y el ejemplo de todos los hombres de bien no han conseguido, ni conseguirán, desarmar el brazo del asesino.

En esta época de dudas se ha resucitado otra vez la espantosa de si el criminal es responsable. Lo grave de este asunto es que tras de él viene otra duda aun más funesta: si el mérito de los hombres de bien es involuntario.

Los problemas de la criminalidad no los puede arreglar la sistemática exageración de los filósofos, sino el recto sentido de los pueblos. Que hay en nuestra sociedad vivero de criminales no tiene duda; y existe cierta tendencia a la notoriedad del crimen, y entre una parte del pueblo se siente una especie de poesía patibularia. Los últimos escritos de Oliva lo demuestran; son trozos de romance; parecen inspirados en esa epopeya del crimen, que es la degeneración de nuestro romancero. Hay algo en ellos del Guapo Francisco Esteban ó de la vida de Juan Portela.

¡Desdichado!



El Director de Comunicaciones, D. Gregorio Cruzada Villamil, merece elogios, si es cierto que ha dispuesto la admisión de la mujer a ciertos destinos del servicio de Telégrafos. Este es el espíritu de la época, y la suerte de la mujer, en las nuevas condiciones sociales en que ha entrado, necesita que se medite acerca de su porvenir y se la faciliten medios de trabajos adecuados a sus fuerzas: la sociedad ha hecho una evolución, en la cual apenas se ha pensado para nada en lo principal, en lo más interesante, en la mujer. Todos los que hagan algo, aunque sea insignificante, en favor de esta gran necesidad, merecen un aplauso.


Concluyo con una anécdota curiosa:

Un individuo arrojó a la cabeza de otro un pedazo de cascote.

—¿Qué ha hecho V.?—le dijo el inspector deteniéndole.

—Le diré a V.—repuso el agresor;—yo soy natural de este lugar, y el señor era administrador de una casa que heredé de mis padres. Todos los años me enviaba grandes cuentas de reparos, que justificaba diciendo que el estado del edificio era ruinoso. Por fin me decidí a ver mi casa solariega: la ruina era, en efecto, tan completa, que sólo quedaba de ella ese pedazo de ladrillo que acabo de arrojarle; me acuso de haberle tirado mi casa a la cabeza.

José FERNÁNDEZ BREMÓN.