Costumbres literarias: 02
II
El manuscrito
El manuscrito
a imprimir obras que vender al peso.
Y para hacer más sensible el argumento por medio de un ejemplo, figurémonos un autor que después de haber dedicado largos años a trabajar concienzudamente una obra literaria, ve por fin concluido el trabajo, en que vincula la gloria de su nombre y las esperanzas lisonjeras de su porvenir.
¡Pobre autor! ¡Tú creías cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te quedaba ya que trabajar, nada que padecer! Pues entonces es cuando empieza tu verdadero sufrimiento, tu más ingrata molestia. Por fortuna en el día no tienes que temer las trabas de una arbitraria censura, ni necesitas mendigar un permiso que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel sellado, y cargado con él y con tu manuscrito acudir a la escribanía de cámara del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre despojos y moratorias... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulos en despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!
El secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él, entre un permiso de feria y un alegato de bien probado; el tribunal mandaba censurar aquél, y el escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los Mínimos; y si hablaba de historia no faltaba algún capellán de monjas; o un abogado del colegio si se trataba de una colección de poesías. En vano el pobre autor trataba de adivinar por todos los medios posibles en qué manos se hallaba; este secreto era secreto de Estado, y los hombres de ley sabían guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran meditarla a su sabor dos o tres años. ¿Quién pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin, al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo decretados por el tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o toda mutilada con inmundos borrones que hacían desaparecer su mérito principal; y gracias, cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. Satisfecho de este modo el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por muy satisfecho cuando a vuelta de algunos ducados, y aparapetado con su Real cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.
Ahora, es verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen ánimo; y en gracia de esta libertad han llegado las letras a la altura que las vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores, que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes, literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los admirables poemas? Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de franquía político-literaria. Sin duda que nuestros escritores se habrán dado prisa a vengar el honor nacional, y a responder victoriosamente a los terribles cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... -Sí señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos, llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el progreso de la guerra.