Cosas tiene el rey cristiano que parecen de pagano


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I

Lector, tengo el honor de presentarte (aunque dudo mucho guardes en casa sillas para tanta gente) al Sr. D. José Matías Vázquez de Acuña, Menacho, Morga, Zorrilla de la Gándara, León, Mendoza, Iturgoyen, Lisperguer, Amasa, Román de Aulestia, Sosa, Gómez, Boquete, Ribera, Renjifo, Ramos, Galván, Caballero, Borja, Maldonado, Muñoz de Padilla y Fernández de Ojeda, vástago de conquistadores por todos sus apellidos, caballero de la orden de Santiago, gentilhombre de Cámara con entrada, elector de la abadía de San Andrés de Tabliega en la merindad de Montijo, patrón en Lima del convento grande de Nuestra Señora de Gracia, del orden de ermitaños de San Agustín y de su capilla del Santo Cristo de Burgos, patrón asimismo del Colegio de San Pablo que fue de la Compañía de Jesús, regidor del Cabildo de Lima, capitán del batallón provincial y sexto conde de la Vega del Ren, título creado en 1686 por Carlos II a favor de doña Josefa Zorrilla de la Gándara, León y Mendoza, con la condición de, que a la muerte de la condesa recayese el título en su esposo D. Juan José Vázquez de Acuña, Menacho, Morga y Sosa Renjifo. Los condes de la Vega usaban en su escudo esta divisa: Se ha de vivir de tal suerte, que vida, quede en la muerte.

A pesar de sus monárquicas tradiciones de familia y de lucir la llave de oro con que en los días de besamanos se presentara en el palacio, de O'Higgins, Avilés y Abascal; a pesar de sus blasones heráldicos y de que su nobleza era tan aquilatada que, según un rey de armas, venía por línea recta, como los Lastra de Chile, nada menos que de uno de los tres reyes magos de Oriente que rindieron tributo y vasallaje al Divino Niño, nacido en el humilde establo de Belén; a pesar de tantos y tan empingorotados pesares, el señor conde no fue ningún liberalito de agua tibia, sino un patriota de camisa limpia y a quien costó no poco la independencia del Perú.

Cuando, entre nosotros, apenas si se pensaba en tener patria, el conde de la Vega del Ren era el centro de una vasta conjuración. Rico hasta dejarlo de sobra, pues en él se habían remitido las fortunas de cinco casas solariegas, intentó en 1814 dar a España el golpe de gracia. Contaba para conseguirlo con la popularidad y prestigio inherentes a su cargo de capitán de milicias del Número, que así se llamaba un precioso batallón, compuesto de ochocientos artesanos, criollos todos, y por consiguiente aficionados al barullo. Las milicias del Número que eran, como decimos hoy, cuerpos de cachimbos o de nickels, si usted gusta, el regimiento real «Fijo, de Lima», que más tarde cambió de nombre por el de «Infante D. Carlos», 5º. de línea, disponían de la simpatía popular. Compruébalo el hecho de que en las noches de retreta la turba favorecía con una silbatina mayúscula a los músicos del lujoso batallón Concordia, cuerpo que, teniendo por primer jefe al virrey, poseía excelente instrumental y palmoteaba furiosamente a los malos pífanos, ramplones cornetas, peores pistones y detestables tambores de milicias.

Los conciliábulos se sucedían en casa del conde y la conjuración iba viento en popa. Pero el diablo hizo que de repente llegara de la península el navío Asia con su cargamento de bandidos o de talaberas, y que alebronado algún conspirador fuera con la denuncia al mismísimo Abascal.

Además de la denuncia que hizo el torero Esteban Corujo, el beletmita fray Joaquín de la Trinidad, el padre Echeverría, prior de San Agustín, el canónigo Arias y el franciscano Galagarza revelaron al virrey que, bajo secreto de confesión, una mujer les había descubierto el complot revolucionario, facultándolos para dar aviso a su excelencia. La conspiración debía estallar en el Callao el 28 de octubre a la hora en que la procesión del Señor del Mar estuviese dentro de la fortaleza del Real Felipe. Contábase con sorprender la guardia en los diversos cuarteles y apoderarse de la persona del virrey, tarea facilísima si se atiende a que todos estaban ajenos de recelos. En el juicio se comprobó que una misma mujer fue la confesada de los cuatro sacerdotes.

Fue el conde de la Vega el primer hombre que en el Perú y a las barbas del virrey tuvo coraje para llamar soberano al pueblo. Dábase una corrida de toros en Acho, y la autoridad había ordenado encerrar un bicho. El público insistía en que el animal fuese estoqueado, y el señor conde, que se despepitaba por todo lo que era popularidad o populachería, erigiose por sí y ante sí en personero del concurso y encaminose a la galería del alcalde. Éste no dio su brazo a torcer, y el de la Vega exclamó exaltado:

-Obedezca usía, que se lo manda el soberano pueblo.

De más está decir que el alcalde hizo un corte de mangas al soberano y a su intruso representante, y que el toro fue al corral.

Abascal, que no se andaba por las ramas tratándose de insurgentes, que envió de regalo a Goyeneche el sable de su uso, y que a estar en sus manos, habría recompensado con un virreinato al felón de Guaqui (frase textual), se lo tuvo todo por sabido y plantó en una casamata al señor conde, alma de la proyectada rebelión. Como Abascal era título de Castilla de muy reciente data, los nobles de antiguo cuño y de abolengo impajaritable, se rebelaron contra la medida, calificándola de despótica y atentatoria a la limpieza de los pergaminos, tanto más, cuanto que del sumario no resultaba nada en claro contra el de la Vega del Ren. El virrey recibió un memorial con treinta y dos firmas de condes y marqueses, en el cual se protestaba ocurrir a la corona si inmediatamente no era puesto en libertad el preso. Algún canguelo debió entrarle a Abascal, pues mandó sobreseer en la causa, aunque, por sí o por no, se hizo el de flaca memoria y no devolvió al sospechado el mando de la compañía. Ochenta días había tenido al condesito guardado del relente y la garúa.

El conde de la Vega del Ren se estuvo quedo en su casa y conspirando a la sordina hasta 1821. Su firma, como el lector puede comprobarlo, ocupa el noveno lugar en el acta solemne de jura de la independencia. Junto con él suscribieron el precioso documento los condes de San Isidro, de las Lagunas, de Torre Blanca, de Vistaflorida y de San Juan de Lurigancho, y los marqueses de Corpa, de Casa-Dávila, de Montealegre y de Villafuerte, aquel a quien Bolívar humilló tanto el 12 de abril de 1826, día siguiente al en que fue ajusticiado en la plaza de Lima el vizconde de San Domas. Referiré el lance a vuela pluma.

El Libertador había conferido al marqués de Villafuerte título de coronel y destinádolo entre sus ayudantes de campo. Bolívar daba aquella tarde un convite en la Magdalena, y viendo a su ayudante preocupado y que no menudeaba las libaciones, le dijo:

-Muy calladito está usted, señor marqués. ¿Acaso lo entristece el saber que la aristocracia hizo ayer mal papel en la plaza?

A lo que dicen que el marquesito limeño contestó:

-Señor excelentísimo, aristócratas y plebeyos, todos somos iguales ante la ley y ante el verdugo.

Consigno el hecho, excuso comentarlo para ahorrarme peloteras, y sigo con el conde de la Vega.

Limeños mazamorreros fueron los diez títulos de Castilla que suscribieron el acta de emancipación; mas sus opiniones políticas no eran motivo bastante para romper vínculos do amistad o sangre con el resto de la nobleza, que permanecía fiel a la causa del rey. Así, cuando algún hidalgo recalcitrante criticaba al de la Vega del Ren, respondía éste muy sereno:

-¡Hombre! Tan malos son los chapetones en el gobierno como los mozos que han venido y la chamuchina que vendrá después. No he hecho más que variar de guiso, que ya el otro de puro viejo no lo podía digerir. Estoy por potaje nuevo, aunque se me vuelva ponzoña entre las tripas. Por lo demás, conde nací, conde me quedo: conque ni gano ni pierdo.

¡Cuánto se equivocaba su señoría! Verdad es que él no podía adivinar que la República, que por entonces andaba en problema, vendría a hacer tabla rasa de escudos nobiliarios, dando a los pergaminos menos valor que al papel de estraza.

Fue el de la Vega casado con la hermana del conde de Sierrabella y marqués de San Miguel, que mandaba un batallón patriota en la desgraciada campaña de Intermedios en 1823. Después del desastre se embarcó el marqués en el puerto de Ilo, con muchos de los dispersos, a bordo de un transporte, el cual fue apresado por un corsario español que probablemente naufragó o se incendió en alta mar, pues hasta hoy no ha vuelto a tenerse noticia de él ni de sus tripulantes. Como el de Sierrabella era soltero, heredó su hermana, la esposa del de la Vega, títulos y mayorazgos. De su matrimonio tuvo D. José Matías sólo una hija, la cual casó con D. José de Santiago Concha, natural de Chile, y murió en 1881, dejando tres hijos y cuatro hijas.

El conde de la Vega del Ren fue uno de los fundadores de la aristocrática orden del Sol; creada por el ministro Monteagudo para robustecer el principio monárquico, y perteneció a la camarilla secreta que el 24 de diciembre de 1824 firmara el pliego de instrucciones a que debía sujetarse García del Río para traernos de Europa un príncipe que conviniera en echarse a cuestas el petardo de ser nuestro amo y señor.

Cuando quedó la República acentuada como forma definitiva de gobierno, el de la Vega del Ren no tuvo más que inclinar la cabeza y seguir la corriente; y aunque a principios de 1824 la causa de la independencia estuvo punto menos que perdida, su señoría no desesperó, imitando a muchos de sus nobles amigos que después de haber gritado hasta enronquecer «¡viva la patria!» voltearon casaca gritando con toda la fuerza de sus pulmones «¡viva el rey!»

Nuestro conde fue del número de los que emigraron de Lima para no caer en manos de Rodil o de Ramírez, que de seguro lo habrían sin muchos preámbulos enviado al mundo de donde no se vuelve. Por eso en el listín de una corrida de toros que en aquel año dieron los realistas, bautizando cada bicho con el nombre de algún título afiliado bajo el pabellón insurgente, dedicaron a nuestro paisano esta redondilla o banderilla, que allá va todo:

 «Es animal bien extraño
 el torazo quenquí llega:
 Colmilludo de la Vega;
 su divisa. Desengaño».

Después de la batalla de Ayacucho no volvió el conde a meterse en belenes de política, y murió (cuando le roncó la olla) muy cristiana y tranquilamente, si bien algo desencantado de la patria, de los patriotas y de los patrioteros.


II

Aquí exhibido ya mi principal personaje, podía dar principio a la tradición; pero no me conviene desperdiciar esta oportunidad de poner al lector en relación con dos matronas, que nacieron predestinadas para santas y que están en vía de ocupar nicho en los altares.

El segundo conde de la Vega del Ren, nacido en Lima en 1675, es decir, once años antes de que la señora Zorrilla de la Gándara alcanzara título de Castilla, fue muy joven a Chile, en calidad de capitán de lanzas. Mucho debió el mancebo distinguirse en la frontera araucana; porque cuando apenas contaba veinticinco eneros, se lo confirió el importantísimo cargo de gobernador de Valparaíso que, con general satisfacción, desempeñó hasta 1706, en que regresó al Perú, donde entró más tarde en posesión del muy honorífico y no menos lucrativo cargo de almirante del mar del Sur.

Este conde casó en Chile con doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer, de la familia de aquella famosísima Quintrala que mataba a latigazos a sus criados, que envenenó a su padre y a sus amantes y que cometió crímenes tan horrendos e inauditos, que artículo de fe es creerla en el infierno sirviendo de regocijo a los demonios. ¡Contrastes humanos! Su deuda, la esposa del condesito limeño, fue el reverso de la medalla; y tanto, que sus paisanos la llaman la Santa Rosa de Chile, pues diz que se propuso imitar, si no exceder en santidad y virtudes, a la Rosa de Lima.

Cronistas antiguos y contemporáneos que de ella se ocuparon dicen sin discrepar que desde niña fue una santita, que por martirizarse se arrancó las pestañas, comió guindas confitadas con acíbar, bebió mate en calavera de cristiano, se untó miel en el rostro para que las moscas se regalasen y a guisa de caramelo se introdujo en la boca un hueso de muerto.

No me cae en gracia esto de hermanar la suciedad con la virtud. Hacíase llamar Catalina del Sacramento, y con mucha seriedad contaba que San José fue su padrino de matrimonio, y que para no complacer a su esposo (como está obligada a hacerlo toda mujer que no aspira a santidad) que la rogaba asistiese a la representación de una comedia, se restregó los ojos con pimientos y habría cegado si la Santísima Virgen, que la favorecía con frecuentes visitas personales, no la hubiese curado con algunas gotas del néctar de su castísimo seno. Añaden los dichos borroneadores de papel que no usaba medias, que andaba puerca y desgreñada, que dormía entre sábanas de jerga y que de cada azotaina que se arrimaba en el carabanchel de popa, sacaba del purgatorio un celemín de ánimas benditas. ¡Deliciosa, por mi fe, debió ser la vida del esposo de tal dama! Envídiesela otro, que no yo.

Quien se sienta picado de curiosidad por saber algo más, no tiene sino echarse a leer un librito de 130 páginas que en 1821 hizo imprimir en Lima su biznieto el sexto conde de la Vega del Ren. Titúlase este librejo: Breve noticia de la vida y virtudes de la señora doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer, condesa de la Vega del Ren, y escribiolo el doctor D. José Manuel Bermúdez, canónigo magistral de la catedral de Lima.

Hija de esta (no diré si loca o santa) y nacida también en Chile, fue doña Rosa Catalina Vázquez de Acuña y Velasco de Peralta, abuela del desgraciado patriota marqués de Torre-Tagle y tía abuela de nuestro revolucionario conde de la Vega. Murió doña Rosa Catalina en Lima por los años de 1810, y tan en olor de santidad como la madre que la dio a luz. Sobre ambas se envió a Roma expediente para beatificación y canonización. Que se active el proceso, y habrá dos santas chilenas en el almanaque, y se nos acabará el orgullo a nosotros, los cándidos limeños, que tan orondos vivimos con nuestra santa Rosa.

En su testamento dispuso doña Rosa Catalina que la casa que habitó, situada a pocos pasos del que hoy es Palacio de Justicia y casi contigua a la morada del conde de la Vega del Ren, se transformase en beaterio y casa de ejercicios espirituales; y para que ello fuese pronta realidad, dejó los necesarios caudales. En dos años y medio estuvo terminada la fábrica; y en 1813 el arzobispo Las Heras bendijo la capilla, que mide veintisiete varas de largo por nueve de ancho y cuyo altar mayor está en el mismo sitio que servía de oratorio a la fundadora.

Y ahora sí que se acabó la tela y entro con formalidad en la tradición.


III

En D. Juan José Vázquez de Acuña, Morga y Sosa, natural de Lima, había recaído el patronato del convento agustino y de su capilla del Santo Cristo de Burgos. A la muerte de éste y de su esposa doña Josefa Zorrilla de la Gándara, pasaron título y patronato a su hijo D. Matías José Vázquez de Acuña, gobernador que fue de Valparaíso, sucediendo a éste como tercer conde de la Vega del Ren su hijo D. José Jerónimo, casado con una prima o sobrina del célebre inquisidor de Lima Román de Aulestia, de la casa y familia de los marqueses de Montealegre.

El cuarto conde de la Vega fue D. Juan José Vázquez de Acuña y Aulestia, que murió sin sucesión, pasando su título y patronato a su hermano D. Matías, padre del sexto conde de la Vega del Ren, que es el personaje de nuestra tradición.

En su calidad de patrones, disfrutaron los condes de la Vega de especialísimos privilegios, confirmados por reales cédulas, no sólo en el templo de San Agustín, sino en el que hoy se denomina de San Pedro.

Veamos el origen de este segundo patronato.

Doña María Renjifo, mujer del oidor de Charcas D. Francisco de Sosa, había heredado de su padre el patronato del colegio de San Pablo. El difunto Renjifo fue tan gran favorecedor de los jesuitas que, no sólo los ayudó con su influencia y caudales, sino que les cedió casi todo el terreno para la fábrica de iglesia y convento. Las armas de los Renjifo eran un león de azur en campo de oro, bordura de plata con ocho aspas de azur.

Por casamiento del nieto de doña María con la primera condesa de la Vega quedó el patronato del colegio de San Pablo anexo al título, y tal fue la importancia que daban los de la Vega del Ren a sus prerrogativas de patrones, que pusieron la grita en el quinto cielo cuando, expulsados los jesuitas, los clérigos de la Congregación de San Felipe Neri, que los sustituyeron, intentaron desconocer algunas de esas prerrogativas. Empezaron por consultar al arzobispo si debían o no seguir recibiendo al conde con repique de campanas en cierta festividad, y el sagaz prelado contestó que por repique más o menos no debía haber cuestión. Más tarde vino otra quisquilla grave sobre asiento y precedencia. Entiendo que este litigio se suscitó en 1798, cuando hacía sólo tres años que nuestro protagonista estaba en posesión del título. Dedúzcolo así del siguiente documento que, entre otros de la materia, existe en el Archivo Nacional, códice 199.

«Yo, Justo Mendoza y Toledo, escribano del rey nuestro señor y público del número de esta capital, certifico y doy fe en cuanto puedo y ha lugar en derecho: Que habiendo concurrido en los años de 1795, 1796 y 1797 a la fiesta que en la iglesia de San Pablo, del Oratorio de San Felipe Neri, se celebra el domingo de Carnestolendas, observé que al tiempo de entrar en dicha iglesia el Sr. D. José Matías Vázquez de Acuña, actual conde de la Vega del Ren, hubo en la torre del convento repique de campanas, y le salió a recibir toda la comunidad, y el padre Prepósito le dio el agua bendita, después de cuyo acto fue conducido hasta el lugar donde se ponen los asientos para la comunidad, que es antes del presbiterio al lado del Evangelio, en que fue sentado, presidiendo a toda la comunidad, en una silla de terciopelo que allí estaba puesta con un cojín de lo mismo en el suelo, y al tiempo del Evangelio le fue a dicho señor conde presentado un cirio, y concluido esto fue incensado por uno de los acólitos, y al tiempo de la paz se le dio a besar a dicho señor una patena. Certifico también que el asiento sólo fue puesto en el sitio insignado en los años de 95 y 96; pero que en el de 97 le fue puesta la silla y cojín al lado del presbiterio, al lado de la Epístola, y en lo demás de ceremonias no hubo variación alguna, haciéndose todo como en los demás años. Certifico asimismo que con motivo de haber asistido diariamente a la casa del conde, aun en tiempo que vivía su señor padre y tío, observé que en la víspera del indicado día domingo de Carnestolendas fue el reverendo padre Prepósito a convidar para la asistencia a la fiesta, y cónstame que iguales ceremonias se observaban antes de la expatriación de los padres jesuitas, siendo colegial real el Sr. D. Juan José de Acuña, tío carnal del actual señor conde, sentándose este señor siempre arriba del presbiterio, al lado del Evangelio, estando como estoy instruido y cerciorado de que todas las prerrogativas son concedidas en fuerza de que el sucesor en el condado es patrón de dicho colegio de San Pablo. Es cuanto puedo certificar, en virtud de lo prevenido al escrito presentado a fojas 64; y para que obre los efectos que haya lugar en derecho, doy la presente en los Reyes del Perú a 19 de enero de 1798 años. -JUSTO DE MENDOZA Y TOLEDO, escribano de su majestad».

Los padres filipenses perdieron el pleito, y hasta que se juró la independencia siguió el conde oyendo repiques en la fiesta de Carnaval, y sentándose al lado del Evangelio y a la cabeza de la comunidad, como era de antigua costumbre.


IV

Ocho días después de haber dictado el Congreso la ley aboliendo en el Perú los títulos de Castilla, fue un escribano a notificarle al de la Vega una providencia judicial en un proceso sobre intereses domésticos. El notificado tomó la pluma, y ya iba a firmar la notificación estampando como hasta entonces había acostumbrado El conde de la Vega del Ren, cuando el escribano le detuvo la mano, diciendo:

-Dispense usted, Sr. D. José Matías; pero la ley me prohíbe autorizar esa firma.

-¡Cómo! ¡Cómo! ¿Qué? ¿No soy el conde de la Vega del Ren?

-No, señor mío: ya no hay condes ni marqueses: cata la ley.

Su señoría se quedó como petrificado; mas recobrando al fin la calma, dijo:

-¿Conque ya no soy hijo de mi padre? Corriente y ¡viva la patria! Venga la pluma.

Y firmó: José Matías.

El escribano le instó para que añadiese su apellido Vázquez de Acuña; pero no hubo forma de convencer al ex conde.

-Al quitarme el condado me han quitado el Vázquez de Acuña, y no me queda más que el nombre de cristiano, y ese usaré en adelante, si es que también no me lo quitan los noveleros.

Y hasta su muerte no volvió a firmar carta o documento y ni aun su disposición testamentaria, sino con esta firma: José Matías.


V

Pero el privilegio verdaderamente original de que disfrutaban los condes de la Vega del Ren, y del cual nunca habían querido hacer uso, estaba consignado en su patronato sobre los agustinos. Fue el conde que vivió en el siglo actual el único que se vio en el caso de hacerlo valer.

Parece que en una festividad del año 1801 dispensaron los frailes al marqués de Casa-Concha ciertas atenciones que hirieron el amor propio del de la Vega.

El marqués de Casa-Concha tenía también justos títulos para merecer el afecto de los agustinos, pues uno de sus antecesores había costeado la fábrica de la sacristía y de un altar. Los padres, en muestra de gratitud, quisieron colocar en la sacristía el retrato de su benefactor; pero resistiose a esto el marqués y dijo a los conventuales: «Pues se empeñan sus reverencias en que haya aquí algo permanente y que les recuerde mi nombre, haré que el arquitecto labre sobre el pórtico una concavidad en forma de concha marina.

Y el lector que convencerse quisiera, enderece sus pasos a la sacristía de los agustinos, y admirará una curiosidad artística.

El conde de la Vega tragó por el momento saliva en la fiesta de 1801, y para humillar a los frailes, tratándolos como patrón, decidió hacer uso de un derecho consignado en las actas de fundación y en la real cédula aprobatoria del patronato.

A las siete de la noche del Jueves Santo de 1802, hora en que todo Lima se congregaba en San Agustín alrededor del paso de la Cena, entró en el templo el señor conde de la Vega del Ren. Precedíanlo cuatro negros, vestidos con la librea de su casa solariega, llevando gruesos cirios en las manos.

Arremolinado el pueblo, le abría calle y lo miraba pasar por la nave central de la iglesia con arrogantísimo aire, que por entonces era su señoría muy gallardo mozo, aunque con dientes grandes y torcidos colmillos.

La multitud estaba estupefacta, como quien presencia algo de maravilloso o inusitado. Y lo cierto es que aquella estupefacción del pueblo tenía su razón de ser.

El noble conde de la Vega del Ren, luciendo el manto de los caballeros de Santiago, espada al cinto, calzadas espuelas de oro y sombrero puesto, avanzó hasta las gradillas del monumento, se descubrió, se puso de rodillas, rezó o no rezó una estación, volvió a cubrirse, y salió del templo con la misma altivez, haciendo resonar las baldosas con el roce de las espuelas.

Los agustinos estaban que escupían sangre, y su orgulloso provincial fray Manuel Terón se mordía de cólera las uñas.

Toda protesta era absurda. El señor conde había estado en su perfecto derecho para entrar en el templo con sombrero puesto y espuelas calzadas.

Esta escena, que fue el tópico de general conversación entre la nobleza de Lima y motivo de escándalo para el devoto pueblo, llegó a oídos de la santa doña Catalina, fundadora del beaterio, que no pudo menos de exclamar muy compungida:

-¡O es hereje o está loco!

-Ni hereje ni loco, tía -la contestó el conde, que entraba a la sazón en la sala de la ilustre anciana.

Y la explicó lo sucedido, y la obligó a ponerse las gafas y a leer la real cédula en que el monarca español y su Consejo de Indias le acordaban la prerrogativa de entrar en San Agustín con sombrero y espuelas, siempre que no estuviese descubierto el Santísimo.

La noble señora, aunque era de las que decían «santo y bueno» a todo lo que llevara el sello real, no acalló del todo sus escrúpulos; porque, devolviendo el pergamino a su sobrino-nieto, le dijo:

-Así convendrá al bien de la religión y de la monarquía, y a los vasallos el respeto nos ata la lengua, que no es de leales murmurar de los mandatos de su majestad. Sin embargo, sobrino, y Dios me perdone lo que voy a decirte, podrás haber estado en tu derecho... pero... pero...

Y acercando sus labios a la oreja del conde, concluyó la frase, diciendo muy quedito:

«Cosas tiene el rey cristiano
que parecen de pagano».