Cortar el revesino

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Cortar el revesino


Crónica de la época del vigésimo segundo virrey del Perú

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(A José Agustín de La-Puente)


¡Cortar el revesino! He aquí una frase que generalmente usamos los limeños, y de cuyo alcance no me habría dado jamás completa cuenta sin la auténtica tradición que voy a referir.


Cuando en enero de 1535 se trazó la planta o delineó el plano de la ciudad de Lima, constituyéronse los agrimensores en la que hasta hoy se llama calle del Compás o de la portería del monasterio de la Concepción. La tal calle, que hasta hace poco más de veinte años era irregular, pues formaba un ángulo que imitaba las ramas del compás, fue el punto de partida para dividir la población en manzanas tan iguales, que dan a Lima semejanza con un tablero de ajedrez.

En los primeros momentos no se pensó en determinar área para palacio, y el terreno del que hoy poseemos estuvo dividido en lotes que pertenecieron a los conquistadores Jerónimo de Aliaga, ¡Nicolás de Ribera el Viejo, García de Salcedo, Cristóbal Palomino, D. Francisco Pizarro y a dos o tres vecinos más, cuyos nombres he olvidado.

Cuando en el siguiente año se trató con seriedad de edificar casa de gobierno, lejos de oponerse los propietarios de esos lotes manifestaron buena voluntad para cederlos; pero desgraciadamente no se formalizó la cesión por escritura pública. Y de esta incuria han surgido, aun en tiempos de la república, litigios con los herederos de los conquistadores.

El general D. Juan de Urdánegui, caballero de Santiago, y creado marqués de Villafuerte por real cédula de 11 de noviembre de 1682, vino al Perú, con su esposa doña Constanza Luján y Recalde, por los años de 1674, y no sabemos cómo obtuvo derecho de propiedad sobre uno de aquellos lotes, que era precisamente el que hoy corresponde al gran patio donde están situadas la Caja fiscal y otras oficinas de Hacienda.

Era el de Villafuerte tertulio de su excelencia D. Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, príncipe de Masa y marqués de Tola, a quien los limeños llamaban el virrey de los pepinos, aludiendo a un bando en que prohibió comer en la costa tan poco saludable fruta.

Presumía el virrey de no encontrar rival en el juego de revesino, que era para la sociedad lo que el tresillo o rocambor en nuestros días. Entiendo que en ese juego hay un lance de compromiso y que pica el amor propio de un jugador, lance que se llama cortar el revesino.

Los que hacían la partida del duque evitaban siempre, por adulación o cortesía, cortarle el revesino.

Además, el virrey tenía fama de ser hombre de poco aguante y de que la cólera se le subía al campanario con mucha facilidad. Véase esto que de él cuenta un cronista.

Por consecuencias del terremoto de 1687 perdiéronse las cosechas en los valles inmediatos a Lima, lo que produjo gran alza en el precio de los víveres. Su excelencia llamó a palacio (que, dicho sea de paso, estaba casi en escombros) a los principales agricultores, y obtuvo de ellos algunas concesiones en beneficio de los pobres. Tal vez tan paternal solicitud fue la que inspiró al poeta limeño Juan de Caviedes estos versos, con que da principio a uno de sus más conceptuosos romances:


«Excelentísimo duque
que, sustituto de Carlos,
engrandeces lo que en ti
aun más que ascenso, es atraso.»


Entre los concurrentes encontrose el hacendado más rico de Lima, que era un ganapán, barbarote, testarudo y judaicamente avaro. En el exordio de la conferencia sacó el duque su caja de rapé, sorbió una narigada, quedose con aquélla en la mano, y como su excelencia accionaba al hablar, creyó el palurdo que lo brindaba un polvo, y sin más espera, metió índice y pulgar en la cajeta. Esta escena se repitió, tres o cuatro veces, y cuando todos los presentes convenían en abaratar los granos, el único que no amainaba era el villanote. El virrey, que hasta entonces había disimulado la llaneza con que aquel zamarro metía los dedos en la aristocrática cajilla, no quiso seguir transigiendo con el recalcitrante avaro, y poniéndose de pie le dijo:

-Lárguese usted antes que se me acaben la paciencia y el tabaco.


En mi concepto, el duque de la Palata, descendiente de los reyes de Navarra y miembro del Consejo de Regencia durante la minoridad de Carlos II, fue (acépteseme la frase) el virrey más virrey que el Perú tuvo. Y tanto que por sí y ante sí hizo conde de Torreblanca en 1683 a D. Luis Ibáñez de Segovia y Orellana, y hecho conde se quedó, porque el monarca se conformó con morderse las uñas. Ni antes ni después virrey alguno se atrevió a tanto.

Precedido de gran renombre y de inmenso prestigio y fortuna, efectuó su entrada en Lima el 20 de noviembre de 1681, siendo recibido por el Cabildo con pompa regia, bajo de palio y pisando sobre barras de plata. Instalado en palacio, desplegó el lujo de un pequeño monarca, implantó la etiqueta y refinamientos de una corte, y pocas veces se le vio en la calle sino en carruaje de seis caballos y con lucida escolta.

Sus armas eran las de los Rocafull: escudo cuartelado; el primero y el último en gules, con un riquete de oro; el segundo y tercero en plata, y una corneta de sable; bordura de oro con cordones de gules, y cuatro calderos de sable.

Ningún virrey vino provisto de autorizaciones más amplias para gobernar; pero también ninguno fue más que él sagaz, laborioso, justificado, enérgico y digno del puesto. Ninguno -escribe un historiador- habría podido decir con más razón que él a los que trataran de oponérsele en nombre de las leyes divinas y humanas: «Dios está en el cielo, el rey está lejos y yo mando aquí.»

El duque de la Palata fue en el Perú punto menos que el rey; pero fue punto más que todos los virreyes sus antecesores.

Sólo él pudo meter en vereda a las Audiencias de Panamá, Quito, Charcas y Chile, reprimiendo sus abusivos procedimientos.

Los piratas traían alarmado el país con sus extorsiones y desembarcos en Guayaquil, Paita, Santa, Huaura, Pisco y otros lugares de la costa, y con el continuo apresamiento de naves mercantes que con caudales iban a Panamá o a la feria del Portobelo. El virrey empezó por ahorcar en Lima a cuanto pirata encontró en la cárcel, siendo uno de ellos el célebre Clerk, que por salvar del suplicio se había fingido sacerdote, exhibiendo papeles con los que pretendió probar que se llamaba fray José de Lizárraga. En seguida equipó las flotas, que después de diversos combates obligaron a los filibusteros a abandonar el Pacífico. De regreso para el Callao, entró una de las victoriosas flotas en la rada de Paita, y hallándose el almirante de paseo en tierra, estalló la santabárbara de la nave capitana, salvando únicamente dos hombres de los cuatrocientos que la tripulaban.

Fue entonces cuando para defensa de Lima, amagada durante todo el siglo XVII por los piratas, decidiose a complacer a los vecinos amurallando la ciudad. En menos de tres años y con un gasto que no llegó a setecientos mil pesos, se levantaron catorce mil varas de gruesos muros con catorce baluartes. A la vez se emprendió igual obra en Trujillo, gastándose en ella ochenta y cuatro mil pesos.

Datan también de esta época la fundación de la casa de Moneda, a la que hicieron mucha oposición los mineros de Potosí; la de los monasterios de Trinitarias y Santa Teresa, y la del beaterio del Patrocinio.

El de Navarra y Rocafull vino a relevar al virrey arzobispo Liñán Cisneros, quien quiso continuar gozando de las mismas prerrogativas y fueros de virrey, siendo la principal la de usar coche de seis mulas con cocheros descubiertos. Opúsose el de la Palata, y desde entonces anduvo el arzobispo quisquilloso con el nuevo gobernante.

Este dictó en 20 de febrero de 1684 unas sabias y justísimas ordenanzas poniendo las peras a cuarto a los curas explotadores de los infelices indios. El arzobispo clamoreó en el púlpito contra las ordenanzas, empleando lenguaje virulento; mas el duque resolvió que, mientras el venerable predicador no diese satisfacción, no asistieran tribunales y corporaciones a fiestas de catedral. Aunque los canónigos fueron a palacio a dar explicaciones al virrey, éste no aceptó excusas, y el día de la fiesta de San Fernando se marchó al Callao. El entredicho entre el jefe civil y el eclesiástico produjo gran escándalo; y arrepentido el bilioso arzobispo puso fin a él, saliendo en su coche a recibir al virrey cuando éste regresaba del Callao. La reconciliación por parte del Sr. Liñán y Cisneros no fue sincera; pues dos años más tarde volvió a predicar presentando al virrey como enemigo de la Iglesia y como hombre que, con su ordenanza en daño de la bolsa de los curas, atraía sobre Lima el castigo del cielo.

Desde enero de 1687 frecuentes temblores tenían acongojados a los habitantes de Lima; pero en la madrugada del 20 de octubre hubo uno tan violento que derrumbó muchas casas y los vecinos corrieron a refugiarse en las plazas y templos. A las seis de la mañana repitiose el sacudimiento, que fue ya un verdadero terremoto, pues vinieron al suelo los edificios que habían resistido al primer temblor. Juan de Caviedes, el gran poeta limeño de ese siglo, nos pinta así los horrores de este cataclismo, de que fue testigo:


«¿Qué se hicieron, Lima ilustre,
tus fuertes arquitecturas
de templos, casas y torres
como la fama divulga?
No quedó templo que al suelo
no bajase, ni escultura
sagrada de quien no fueran
los techos violentas urnas».


Entre otras, la torre de Santo Domingo se desplomó, matando mucha gente. Todo era confusión y pánico, y sólo el virrey tenía serenidad de espíritu para tomar acertadas providencias en medio de la general tribulación.

El 15 de agosto de 1689 fue el duque de la Palata relevado con el conde de la Monclova. Permaneció un año más en Lima, atendiendo a su juicio de residencia, y terminado éste se embarcó para España. Al llegar a Portobelo se sintió atacado de fiebre amarilla y murió el 13 de abril de 1690.


Prosigo con la tradición. Reunidos estaban un domingo, después de la misa mayor, en la celda de fray José Barraza, comendador de la Merced, los marqueses de Castellón, de Villarrubia de Langres, de Valleumbroso y de Villafuerte, con los condes de Cartago y Torreblanca y otros caballeros de hábito, murmurando amablemente de la presunción de su excelencia en no reconocer superioridad a nadie en el juego.

El vizconde del Portillo, D. Agustín Sarmiento y Sotomayor, dijo:

-A mí no se me alcanza letra en el naipe; pero así ha de ser como lo dice el duque, pues no sé que hasta ahora haya habido quien le corte el revesino.

D. Juan de Urdánegui, marqués de Villafuerte, no aguantó la pulla, y contestó:

-Pues esta noche va usted a ver que yo soy ese guapo, y salga el sol por Antequera.

-Ni fía ni porfía, ni entres en cofradía -replicó el de Torreblanca-, de aquí a la noche no hay siglos que esperar.

Como pocas veces estuvo aquel domingo concurrida la tertulia de palacio, que las palabras del de Villafuerte habían cundido atrayendo a los curiosos. Algo más de una hora llevaban los jugadores de manejar cartas cuando aconteció el lance. A su excelencia se le encendió el rostro, disimuló un tanto, dejó transcurrir veinte minutos y dijo:

-Caballeros, basta de juego por hoy, que me siento con dolor de cabeza.

Y la tertulia se disolvió.

Al otro día este era el suceso piramidal de que se ocupaba la sociedad limeña. Encontrábanse dos en la calle, y después del saludo decía uno.

-¡Hombre! ¿No sabe usted lo que hay de nuevo?

-¿Noticia de los piratas? Hasta los pelos estoy de mentiras, buenas y gordas -contestaba el otro.

-¡Qué piratas ni qué niños envueltos! Guárdeme usted secreto. Lo que hay es que al virrey le han cortado anoche el revesino.

-¡Hombre! ¿Qué me cuenta usted? No puede ser.

-Pues sí, señor, sí puede ser; y por más señas que el de la hazaña ha sido el marqués de Villafuerte. A mí me lo ha contado todo, en confianza, la mujer del sobrino del compadre del repostero de palacio. Ya ve usted que no atestiguo con muertos.

-¡Caramba! La cosa es de mucho bulto; pero hay que creerla, porque quien se lo ha dicho a usted tiene por qué estar bien informada.

Y en los estrados, y en las gradas de la catedral, y en las tiendas no se habló de otro acontecimiento durante una semana. Hasta un fraile de Santo Domingo -fraile había de ser- compuso una pésima letrilla que anduvo de mano en mano por todo Lima, con el siguiente estribillo:

«al virrey de los pepinos
le han cortado el revesino».


Picose de todo ello el buen virrey, y se permitió algunos desahogos contra el irrespetuoso marqués de fresca data. Súpolo éste y no volvió a la tertulia del duque.


Dos años después mandó el virrey promulgar un bando de buena policía.

Acostumbrábase llevar los caballos de estimación a bañarse y beber agua en los cuatro pilancones situados alrededor de la fuente de la plaza Mayor, y luego se les dejaba retozar libremente por una hora y que levantasen polvareda suficiente para asfixiar a una dama melindrosa. Dispúsose, pues, que en adelante fuesen los animales al río.

El de Villafuerte llamó a su caballerizo y le dijo:

-Mira, Andrés, mañana al mediodía llevas los caballos a bañar en la Barranca o Monserrate; pero en seguida te vas con ellos a palacio y los echas a retozar en el patio. Cuidado con no hacer las cosas como te mando, que la panadería del Tiñoso no está lejos para castigar esclavos desobedientes.

Hízolo así el negro, y al laberinto que se formó en palacio contestaba:

-Yo no tengo la culpa, mi amo... Yo soy mandado... El señor marqués de Villafuerte responde de todo.

Impúsose el virrey de lo que motivaba la bulla, y bajó furioso al patio, decidido a hacer desollar vivo al insolente negro, a tiempo que D. Juan de Urdánegui llegaba también al sitio del escándalo.

-¿Qué desacato es ese, señor marqués? ¿Con qué derecho convierte usted en caballeriza el patio de palacio?

-¿Con qué derecho, excelentísimo señor? Con el derecho que me dan estos papeles. Pase vuecencia la vista por ellos y verá que este patio es tan mío como el cielo es de los bienaventurados. No estoy en casa ajena, sino en la propia.

El virrey tomó el legajo que le presentaba Urdánegui, leyó las últimas páginas, y convencido de que el terreno que pisaba era propiedad del de Villafuerte, desarrugó el ceño, y tendiendo a éste la manó le dijo:

-Muchos distingos admiten estos papeles, y en su derecho, Sr. D. Juan, hay tela para un litigio. Lo único que hay de claro, marqués, es que Dios lo envió al mundo para cortarme siempre el revesino.