Copias del natural
Si no me probaran las canas y otras prebendas legas que empiezo á envejecer, bastaría para traer á mi espíritu tan dolorosa convicción, lo descontentadizo que me he vuelto en achaque de poesía y de poetas. No prueba ello que mi gusto literario haya ganado ó perdido, sino, simplemente, que los años despiadados me hacen ver bajo diverso prisma los renglones rimados y las lucubraciones de la fantasía. Si las obras del espíritu han de juzgarse siempre con el espíritu, declaro que el mío debe haber pasado por, alguna extraña metamorfosis. Lo cierto es que hoy me embelesan poetas que, en la mocedad, me inspiraban sueño; y no me resigno á leer de seguido aquellos que fueron mi constante hechizo.
Por lo mismo que en días ya remotos, en las horas de las ilusiones juveniles, rendí culto y vasallaje á las hermanas del Caslalio coro, y que ellas (¡ingratas y tornadizas!) me esquivan ahora sus favores, presumo que no se me negará competencia, pues sastre fuí y conozco el paño, para zurcir ó hilvanar algo así como juicio crítico, á propósito de un librito de versos que, con el título Copias del natural, acaba de dar á la estampa un escritor que oculta su nombre de cristiano y su apellido de familia bajo el seudónimo de Mérida, [1] ocultación que anda un si es no es reñida con el Estatuto. Y á fe, que, en esto del secreto, no tiene ni pizca de razón el vate, llamado á conquistarse sólida fama si prosigue como hasta aquí, y no se echa á dormir sobre sus laureles, y se infatúa y se pierde, como tanto y tanto malogrado ingenio de mi tierra.
A las viejos nos queda la afición y el compás, como al músico de marras, y llenamos un deber de conciencia y de patriotismo dirigiendo una palabra de aliento y simpatía á los jóvenes que, con sobra de fe y de entusiasmo, se aventuran en el revuelto campo de las letras. De mí sé decir que el librito de Mérida me obliga á echar una cana al aire.
Líbreme Dios de aplaudir esa poesía afeminada, enclenque y enfermiza de los que sacan á plaza, como si á la humanidad interesaran un ardite, sus dolores íntimos, reales pocas veces, y ficticios ó de contrabando casi siempre. Que quien da los primeros pasos en el palenque de la vida, se nos exhiba más abrumado de desengaños y más dolorido que el doliente Job, es una aberración que hace llorar... de risa. La verdadera desventura es pudorosa, y no se aviene con mostrarse desnuda como las hetarias de la Roma pagana. El poeta que lagrimea por una bobería ó sin saber por qué, no es ángel de mi coro. ¿Poeta he dicho? Abrenuncio. Rectifico y retiro la palabra.
Tampoco soy partidario de esa poesía de filigrana y relumbrón, tan á la moda ogaño, cuyo mérito se basa en hacinar palabras bonitas, rimas agudas y conceptos alambicados. ¡Música de organito callejero!
¡No! Yo no quiero que el poeta sea un ser egoísta que canta sus penas y sus alegrías, olvidando las de la humanidad; yo quiero que el poeta acierte á reflejar, en sus estrofas, las aspiraciones de su época y del pueblo en que vive; que glorifique todo lo noble y grande y generoso; que nos exhiba en cuadros, palpitantes de verdad é interés, tipos y costumbres sociales; que deje traslucir siempre un plan filosófico; que crea y no dude, que ame y no maldiga, que enseñe y nos deleite! Yo quiero, en fin, que el poeta, antes que todo, sea hombre y hombro de su siglo, y no ridícula plañidera de duelo antiguo.
Confieso que abrí el libro de Mérida con suma desconfianza y ánimo un tanto prevenido.——¡Coplitas, me dije, que vivirán lo que las rosas de que habla Malesherbes!—Pero, después de leer la primera composición, exclamé entusiasmado:—¡Este es poeta de buena ley!
Descúbrese, sin esfuerzo, que la lectura de los Pequeños poemas de Campoamor sugirió á Mérida la idea de sus Copias del natural. Como Campoamor, tiene Mérida sus ribetes de panteísta, punto en el que no me atreveré á decir si va ó no extraviado, que, en cuanto á sistemas, por hoy ni entro ni salgo. Natural y rápido en las descripciones, chispeante de gracia y ligereza, su filosofía es con frecuencia risueña, y cuando una lágrima asoma á la pupila del poeta, se apresura á enjugarla con el dorso de la mano, es decir, con un chiste espiritual y travieso.
Mejor que nuestras palabras hablan estos versos de Quince años ya:
Y vacilante entre el muchacho loco
y el hombre previsor y mesurado,
ni piensas como niño, porque es poco,
ni piensas como el hombre: es demasiado.
Y un cielo crees hallar en tu alegría,
y un infierno encontrar en tu tristeza,
según que tu alma la gobierne un día
ya el loco corazón, ya la cabeza.
Amarga, pero irrefutable filosofía encierran las estrofas copiadas; y para nuestro gusto, es Quince años ya la más cuidada y poética de las composiciones del librito.
La del frente es, en puridad de verdad, una buena escena de la vida real, y en la que todos acaso hemos sido actores. Es la historia eterna de la sacerdotisa de Venus caída del pedestal. Alfredo de Musset no desdeñaría alguna de las pinceladas con que Mérida nos pinta á la cortesana en sus días, ya de esplendor, ya de decadencia.
Juan de Mata, que así bautiza el poeta su tercera producción, es la pintura fiel de un tipo criollo, exclusivo de Lima. Pluma de observador profundo es la que allí se ha ejercitado.
Gabriela es una lección galante, á la vez que justa, dada á las mujeres que se encariñan con pergaminos nobiliarios.
Haciendo contraste con la primera composición del librito, viene la última, titulada La vejez. En ella, el poeta se revela pensador y cristiano.
Pero como hasta la cara
más perfecta y bonita,
si no un lunar, ostenta una pequita,
y como todo no ha de ser almíbar y pan tierno, voy, para poner remate á este artículo, á fruncir el entrecejo y levantar la palmeta del pedagogo, que bien merece Mérida un palmetazo, y recio. Por escribir de prisa, como si lo forzaran con puñal al pecho, descuida con frecuencia las reglas de la métrica y de la sintaxis, pecados graves en quien, como él, peca, no por ignorancia, sino por pereza para corregir y limar. Al que tiene el estro y demás envidiables dotes poéticas que ha revelado Mérida en sus Copias del natural, hay derecho para exigirle que no desatienda la forma, que ella es la ropa con que se atavían los pensamientos. ¿Por qué Mérida, que tiene facultades para vestir siempre de raso y terciopelo sus ideas, las ha de envolver á veces en filipichín y zaraza?
Por lo mismo que, entre nosotros, el mejor libro (salvo los de texto para las escuelas) no produce para e] puchero cotidiano; por lo mismo que los literatos, en el Perú, no son más que abnegados obreros del progreso, pienso que el escritor está más seriamente obligado á ser correcto, hasta donde sus fuerzas intelectuales y su ilustración se lo permitan, que á más no poder... ¡paciencia y moler vidrios con los codos!
Ojalá opine como yo el inteligente Mérida, abomine el pecado de incorrección, y haga formal propósito de enmienda. He dicho. Fecha y firma.
- ↑ Aureliano Villarán. Este distinguido joven murió en 1882.