​Conventos españoles
Tesoros artísticos encerrados en ellos​
 de Mariano José de Larra


Se ha dicho, y se cree generalmente en los países más adelantados, que la civilización extremada no es favorable a las artes, y que conforme van adelantando los pueblos modernos en intereses positivos, van desapareciendo los grandes artistas. Esta idea nos llevaría a un artículo demasiadamente largo, ora tratásemos de combatirla, ora de apoyarla; pero lo que sí diremos es que si fuera posible que se diese un pueblo que reuniese al conocimiento de sus derechos políticos, a su libertad, a sus intereses materiales, en una palabra, a las ventajas aritméticas de la civilización, el encanto y las ilusiones, la poesía de un pueblo primitivo, y su aprecio y protección a las artes, éste sería a nuestro entender el bello ideal de la sociedad. A esto añadiremos que si la civilización extremada no crea por lo regular las artes ni los grandes artistas, al menos sabe apreciar lo que posee y debe ser eminentemente conservadora.

Pocos países se hallan en este punto en la posición que el nuestro: no habiendo entrado todavía franca y decididamente en la senda que recorren hace muchos años nuestros predecesores, pero en vísperas de verificarse la gran crisis que nos ha de conducir a ella, estamos por fortuna a tiempo de salvar todavía del naufragio lo poco que de los tiempos pasados debemos tratar de conservar. La España va a dar el gran paso, un pie todavía en el pasado, otro en el porvenir, está en el momento crítico de la transición, transición que pudiera ser tanto más brusca cuanto ha sido más deseada y demorada. La reacción sobrepujará acaso la acción. Verdad es que si el paso se ha retardado, si la conmoción ha de ser violenta, sangrienta acaso, se deberá a un error de cálculo: se ha creído que se podía edificar sin destruir antes. Desgraciadamente esto es imposible: para que empiece el día es indispensable que se acabe la noche. Pero si en alguna cosa se pudiera hallar una excepción a esta regla tal vez sería la única que nuestros legisladores no han tocado. Han querido hacer el milagro en la política y debieron tratar de hacerlo en las artes.

En política no hay fusión, no hay retroceso, no hay medio posible. Uno u otro. Todo o nada. Los principios nuevos no pueden prosperar sino a costa de los viejos. En las artes pudiera ser diferente; y si cuando un pueblo ha llegado a ocuparse seriamente en su porvenir político olvida, desprecia los intereses secundarios; si las artes no son nada para él, deben ser algo para un gobierno previsor: éste no debe ser indiferente a sus vicisitudes.

Los españoles no conocemos ni apreciamos bastantemente acaso los tesoros artísticos que poseemos. Nacidos entre ellos, y habituados a su atmósfera, necesitamos muchas veces que la envidia de un extranjero nos abra los ojos acerca de su verdadero valor.

El decreto de la expulsión de los jesuitas ha sido el primer paso dado en el gran camino, que no debemos tardar en recorrer. Millares de fanáticos poco calculadores empeoran diariamente su causa y nos indican dónde está el mal. Dirigir una revolución es algo más meritorio que ser inútilmente víctima de ella, como es más sabio dirigir un torrente para que fertilice los campos, que no intentarle poner diques que le obliguen a destrozarlos. Dirigiendo el mismo gobierno el movimiento de la época, se salvaría el inconveniente de tener que castigar a nuestros propios amigos por delitos cuya apoteosis tendremos que hacer mañana.

Y ciñéndonos a las artes, objeto de este artículo, cuando un gobierno ilustrado, conociendo su verdadera posición, se coloque al frente de la revolución para dirigirla, esos tesoros de que somos dueños todavía se salvarán. Llenos están de ellos esos conventos que más temprano o más tarde habrán de desaparecer por fin de nuestro suelo, porque las necesidades de la sociedad han variado, porque los cenobitas no son de nuestro siglo, porque nuestro siglo concibe ya una religión grandiosa y de consuelo, sin víctimas fanáticas ni fanatizadoras.

¿Qué de riquezas literarias, históricas, artísticas no encierran esos conventos, destinadas acaso por una fatal imprevisión a ser presa algún día de las llamas o del saqueo? Riquezas en arquitectura, en escultura, en pintura, en manuscritos, en medallas, en archivos, y riquezas todas españolas, nacionales, riquezas que saben apreciar los extranjeros, que vienen a estudiarlas, a diseñarlas, a sustraerlas a veces para exportarlas a sus países, para especular sobre ellas con vergüenza nuestra, para contarnos ellos mismos después con insultante desprecio nuestra propia historia y nuestros hechos, nuestras hazañas pasadas y nuestras nunca igualadas glorias.

No podemos menos de llamar la atención de nuestro gobierno sobre un punto tan interesante: ahoguemos el despotismo, hundamos en la nada nuestros viejos abusos; regeneremos nuestra patria, pero salvemos con ella nuestros nombres, nuestra gloria, nuestras artes: pasemos el Ponto a nado como César, con nuestros comentarios en la boca; cojamos del pasado la única alhaja que nos lega, para engastarla en la corona que nos ofrece el porvenir.

Para evitar que la violencia tenga parte en la destrucción de esos monumentos, que cobija aún el manto de la religión, como en los siglos medios, aunque su desaparición haya de ser obra solamente de una ley pacíficamente meditada y votada por la nación, el gobierno debe acudir a una celosa previsión. ¿De dónde puede provenir sino de la violencia o de ocultos manejos la multitud de códices y manuscritos, de ediciones raras y antiquísimas, y hasta de ejecutorias de familias nuestras, que existe en la Biblioteca Real de París?

¿No pudiera nombrarse una comisión civil, compuesta de hombres probos, encargada de recorrer esos conventos, cuyos institutos misteriosos han podido hasta ahora ocultar y conservar casi secreto cuanto en sus muros se esconde, y de dar un destino más seguro a sus riquezas artísticas y literarias? Con tal que no fuera una junta y tuviera que juntarse, en cuyo caso correrían el riesgo de llegar un poco tarde.

¿Qué no ha perdido la Francia por no haber pensado al principio de su revolución en un ramo tan importante? ¿Qué de quejas no alzan hoy al cielo, estériles ya por desgracia y muy tardías?

No sabemos hasta qué punto será apreciado nuestro patriotismo (si es que llega siquiera a los oídos de alguien, si es que encuentra eco), pero sí nos apresuraremos a hacer presente al gobierno, para excusarnos de visionarios, que esos mismos extranjeros que creen conocer nuestra posición se ocupan en el día en salvar esos tesoros artísticos de nuestra España; pero en salvarlos para ellos. Sabemos positivamente que un establecimiento literario en París trata de enviar a nuestro suelo, con anuencia y protección de su Gobierno, comisionados encargados de diseñar o de comprar a cualquier costa cuanto puedan encontrar en punto a cuadros y manuscritos, etc., etc. ¿Podremos fiarnos en que estos objetos no les serán vendidos? ¿Podremos suponer a sus poseedores tan poco perspicaces que no vean al ojo su agonía? ¿Deberemos ponernos en manos de su delicadeza?

Repetimos que lo sabemos positivamente, y lo podemos decir con tanta más independencia cuanto que hemos arrancado casualmente el secreto y que no nos ha sido confiado.

Hagamos, pues, nosotros lo que los extranjeros piensan hacer, y apresurémonos, porque acaso el día de las venganzas, o el del triunfo completo de la buena causa, no esté lejos, y el día de enmendar una imprevisión, si la cometiésemos, no volvería a presentarse jamás. Probemos a la Europa que sabemos lo que poseemos, que lo sabemos apreciar: que hacemos nuestra revolución con menos sangre y más fruto que nuestros antecesores; demostrémosla que en el momento de entrar en la senda que ellos recorren de libertad y de igualdad, nuestra civilización, que en lo sucesivo ha de ser probablemente como la suya, estéril y nada creadora, es al menos conservadora; probémosla, en fin, que, pueblo realmente ilustrado y apreciador de las artes y de los conocimientos humanos, somos dignos de la libertad que nos espera para coronar nuestros patrióticos esfuerzos.