Contrahierra

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Hay gauchos, en esta tierra, a quienes les gusta el trabajo fácil y liviano, la hierra de terneros, de convite y con baile; mariquitas, para quienes los piropos con guitarra y las chanzas con mujeres son las hazañas supremas.

Otros buscan, al contrario, los peligros y la gloria; y si, para ganarse la vida, tienen, algunas veces, que bañar ovejas, les gusta más, aún con menos paga, lucir el lazo en una buena contrahierra de animales bravos, grandes y criollos, con astas que dan miedo y torada bien arisca. ¿Será que tienen sangre sevillana en las venas, que no pueden ver un toro sin tener ganas de lidiarlo, y, cuchillo en la mano, de quitarle lo que le sobra, dejándolo novillo, y si no manso, descornado siquiera?

Pialar terneros, voltearlos coleando, es juguete, y la hierra, tantas veces celebrada, es fiesta, no es trabajo. Otra cosa es la contrahierra de hacienda grande, al corte, con vacas rabiosas, toros enojadizos y novillos brutos que no han entrado todavía a conocer gente.


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En un brete pequeño, de palo a pique, se encerró una punta de doscientos a trescientos animales. Comunica el brete con un corral grande por una puertita angosta. En este corral, se ha empinado un carro con las varas para arriba, y del eje cuelga un tercio vacío que contiene las herramientas y demás cosas necesarias para la hierra; al lado del carro que servirá de reparo y de fortaleza a los que trabajan de a pie y corren con la marca, se ha prendido una gran fogata de leña y huesos, avivada de cuando en cuando con sebo, para calentar las marcas.

Los peones han llegado con sus tropillas, han ensillado buenos caballos, bien adiestrados para pechar, tirar y aflojar, hacer pie o dejar correr, sentarse como mojón o disparar como flecha. Ha circulado el mate, uno que otro churrasco ha mezclado su perfume de carne asada con el olor de hueso quemado; ya están rojas las marcas, las del vendedor y las del dueño.

«¡A caballo, muchachos!»


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Entra en el brete un gaucho viejo, algo solemne; desprende el lazo, lo acorta con un nudo corredizo, y haciendo correr la argolla, prepara despacio la armada, siguiendo con la vista al animal a quien le ha metido los puntos.

Se acerca al tranquito, al montón de hacienda, revolviendo el lazo lentamente encima de su cabeza, y, al cabo de un ratito, cae la armada, con artística suavidad, en la cabeza de una vaca grande que, toda asustada, sacude las astas y se trepa sobre las compañeras, como si, usándolas de escalera, quisiera saltar del otro lado de los palos. Con sus movimientos y su disparada, se cerró la armada: queda presa; quiere seguir a las demás, que huyen amontonadas: la detiene el lazo; agacha la cabeza y tira: el caballo resiste, hace fuerza; la vaca clava las uñas; pero cedió de un pie, siguió el otro, y ya a la fuerza tiene que seguir caminando, medio arrastrada por el valiente animal. Pasa por la puertita el caballo; resistiendo, lo sigue la vaca; al llegar a la puerta, mete el asta entre los palos y trata de resistir; pena inútil, tiene que ceder; un jinete que siguió al primero en el brete, con el lazo pronto, en caso de que el gaucho viejo hubiera errado el tiro, la castiga por detrás para hacerla correr.

Una vez en el corral grande, el viejo suelta todo el lazo; la vaca se cree libre y echa a correr; la sigue al tranco el gaucho, para aminorar la fuerza del tirón; y cuando ella llega a la extremidad del lazo, el caballo la detiene con el peso y la fuerza de todo su cuerpo, plantado en el suelo, sin mover, como en cuatro estacas de acero.

¡Ah! ¡Criollo lindo! ¡Decile al hijo de Ormonde que haga otro tanto!

Un momento de sorpresa, y otra vez, la vaca va a emprender la carrera. No se le da tiempo: uno de los dos ayudantes del gaucho viejo le deja caer encima del lomo la armada del lazo; el viejo le hace una aflojadita insensible; la vaca, tirando de la cabeza, da un paso atrás; pisó ya en el medio de la armada que, ligero, se cierra, atándole las dos patas, y el jinete corre, estirándoselas para hacerle perder el equilibrio. El otro ayudante se le atraviesa y con el caballo al galope, la voltea de una pechada y salta por encima.

«¡Manea!» Gritan, y los peones de a pie atan, juntas, las manos y las patas del animal vencido, que bufa, haciendo con el soplo volar la arena.

«¡Va la marca!», y, protegidos por los jinetes, corren los marcadores, con el hierro candente en la mano, hacia los animales tendidos en el suelo.

Un peón, de a pie, estira la cola de la vaca mientras la marcan; ¡marca y contramarca! Muge el animal, brama, y su gemido sube con la nubecita de humo, hediondo a cuero y pelo quemado; ya cambió de dueño.

La desmanean, se levanta enojada; pero la detienen por la cola; la hacen mirar para el grupo de hacienda ya herrada, la sueltan, y se va.


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Los grupos de a tres van, uno por uno, en busca de una nueva víctima. El corral grande, poco a poco, se llena de animales herrados, y el trabajo se hace cada vez más peligroso para la gente de a pie.

Entre la bulla de los bramidos incesantes, quejidos de los animales quemados, llamamientos de madres que buscan a sus hijos, gritos de ira de los toros, que escarban, enojados, balidos lamentables de los que se hacen novillos y de los terneros extraviados; en medio del humo, de los torbellinos de tierra, levantados por las correrías de los jinetes y el vaivén continuo de la hacienda encerrada, hay momentos inevitables de confusión, en los cuales un descuido cualquiera puede ocasionar graves accidentes.

Es un lazo que no encerró más que un aspa del animal, y no lo detiene sino un corto momento, hasta que, al tirón, resbala de la punta con fuerza la argolla, y se vuelve sobre el jinete como bala, con peligro de herirlo en la cabeza, mientras el animal, suelto, si es de mal genio, puede correr contra algunos de los de a pie; si se mixtura con los animales ya herrados, hay que volverlo a enlazar y remover toda la hacienda, pudiendo suceder que se corte algún animal enojado y se abalance sobre el fogón, el carro, el montón de leña, pegando golpes, corneando, destrozando, y sembrando el pánico entre la gente.

Risas y gritos, fugas y caídas, provocaciones y burlas a la fiera enojada, que, al fin, dio con el tercio vacío, y la emprende con él, en furor ciego.

De repente se estira un lazo a ras del suelo, y voltea, patas arriba, a marcadores con sus marcas calientes y a peatones con sus huascas. ¡Susto general! Dura poco; dispararon todos tan ligero hacia el carro, que bien se conoce que han salido ilesos del trance.


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«¡Mira qué chambón!

-Y van tres.

-Puede ser que para cocinero.

-Había sido vividor el viejo; no le van a alcanzar las vaquillonas.

-No digas; no ves que ahora enlazó un toro.

-¡Cierto! De año y medio.

-Y don Simón, al contrario, amigo; pura novillada grande.

-De compadrito, para lucirse.

-Será porque le hace el ojo a la hija del capataz, y a éste le gustan los guapos.

-Fortacho ese Pedro, para de a pie; ¡mira, qué volteada! Como ternero para él, cualquier novillo, cuando lo colea.»

Y entre dos mates, en un momento de descanso, iba a seguir la crítica, cuando llegó al tranquito, completamente mamado, un peón, a quién habían mandado a la esquina, en busca de un porrón de ginebra. La ginebra la traía; con mirarlo, no cabía duda; pero había tirado el porrón, por vacío.


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Cosas del pasado, casi, ya, todo esto. Hoy entra el toro, mocho de nacimiento y buey de carácter, en un zaguán de palos, donde lo manosean, lo marcan, le hacen cualquier cosa, sin que se pueda mover: el lazo pasa por poleas, y pronto reemplazarán el caballo por la bicicleta.

El gaucho, de pantalón, toma té y fuma en pito: la Pampa se puebla de montes y de ingleses. ¡La poesía se va!... Y vienen los pesos.