Colocación de capitales
En los países nuevos, mientras quedan sin explotar sus riquezas naturales por falta de población y de capitales, la misma tierra, por fértil que parezca, permanece casi sin valor mientras sea imposible sacar de ella los productos que podría dar, y esto, muchas veces, mantiene por un tiempo el error de que ella es la que no sirve. Pero llega el día en que resplandece la luz de la verdad, y en pocos años, lo que no tenía precio porque nadie lo quería, enriquece a los felices dueños, admirados de encontrarse de golpe tan hábiles, después de haberse creído tan... desgraciados.
León Bares había venido a la República Argentina en 1872 y había establecido una pulpería en el campo. La competencia entonces era poca; vendía todo a los precios que quería, y en 1877, cuando el gobierno nacional vendió a 400 $ legua la inmensa extensión de la Pampa que iba a tratar de conquistar sobre los indios, pudo comprar cuatro leguas, un lote, diez mil hectáreas, sin perjudicar sus negocios. Bien le parecía esto algo como un pedazo de la piel del oso de la fábula; pero, al fin, a 0. 16 $ la hectárea no podía ser muy grande el clavo, y con el tiempo, si el gobierno conseguía rechazar a los indios y que la tierra fuera regular, podía resultar una fortuna.
Pagó sus cuotas, la primera como quien compra un billete de lotería; la segunda, frunciendo cejas; la tercera, haciendo geta; y la última, renegando. Los indios, es cierto, estaban vencidos, sometidos, destruidos y la Pampa absolutamente libre de ellos; pero quedaban lejos esas tierras ¡y tan envueltas en su misteriosa soledad! ¿quién sabe dónde? No había vías de comunicación; pocos eran los que se atrevían a ir siquiera a verlas; y a los que de allá volvían, sobre todo los que no habían comprado, había que oírlos hablar de ellas: no eran más que pura arena, no servían para nada, muy secas, puros cañadones, puros médanos, puros salitrales, fachinales y pasto puna, y paja brava, y esto, y lo otro.
León Bares archivó los títulos y los dejó olvidados. Ya no quería saber nada con todo aquello; se había clavado, ¡santas Pascuas!; pero era una lección que le sería de provecho.
Pasaron unos cuantos años sin que se modificara mucho la situación. Ya era cosa sabida que esas tierras no servían para nada; nadie las quería, y hasta 1885 no hubo casi transacciones; apenas alcanzaba algún quebrado a hacerlas aceptar en pago por sus resignados acreedores.
Fuera de eso era difícil deshacerse de ellas a ningún precio.
Pero- vaya uno a saber por qué- o quizá sencillamente porque como poco a poco había ido cundiendo por allá la población, se empezó entonces a tomarlas interés, y fue pronto fácil encontrar hasta mil pesos por legua, cuarenta centavos por hectárea.
León Bares, quien, antes, las hubiera quizá dado por quinientos legua, ya pidió dos mil; y como no tenía mayor apuro, pues sus negocios eran prósperos, no vendió. De 1890 adelante, aumentó el interés por esos campos; hubo quien los arrendase; los ferrocarriles del Sur, del Oeste y del Pacífico ya los empezaban a cruzar en ciertas partes, y muchos lotes llegaron a valer hasta el exorbitante precio de veinte mil pesos legua, ocho pesos la hectárea, ¡cincuenta veces justo lo que al señor Bares le habían costado!
En 1900 se encontraron en un vapor de las Mensajerías Marítimas dos viajeros, Luis Durand y Alberto Dupuis, que venían ambos a Buenos Aires con la misma intención, la de colocar en tierras, en la República Argentina, capitales bastante importantes que en Francia les producían una renta mezquina. La idea era buena, excelente, y les había sido dada por amigos establecidos en el país, que ya por su parte habían aprovechado en grande el alza continua de valor de las tierras.
Luis Durand tenía mucho menos capital que Alberto Dupuis, pero venía, por los datos que le habían sido suministrados por una persona muy seria y muy conocedora del país, dispuesto a comprar cuanto antes, sin reparar por demás en el precio, con tal que fuera campo bueno. A los pocos días de su llegada, conoció a León Bares, y éste, sabedor de lo que buscaba y, pensando que ya había llegado para él el gran día, le ofreció dos leguas de las cuatro que tenía, pero a veinticinco mil pesos cada una, diez pesos la hectárea, ¡sesenta y dos veces y media lo que le había costado! Le parecía admirable negocio, pues en realidad sólo valía entonces, bien pagada, la legua veinte mil, y además pensaba que era locura lo que estaban pagando por estas tierras lejanas, y que había que aprovechar. Luis Durand cerró el trato casi a ciegas, como recién venido que era, y su compañero de viaje, Alberto Dupuis, que todavía no quería comprar, porque estaba estudiando- según decía -el país, antes de decidirse, le aseguró que había hecho mal y que había pagado una barbaridad. El, decía, esperaría haber visto y comparado muchos campos antes de comprar, para poder hacer una pichincha, que nunca falta. Y esperó, mientras su compañero Luis Durand se establecía en su campo y formaba estancia.
Este, sin pérdida de tiempo, trabajaba, hacía alambrar, sembrar, edificar; compraba hacienda y ya empezaba a negociar y también a cosechar, cuando todavía andaba buscando don Alberto Dupuis, por todas las provincias de la República, el campo flor y barato de sus sueños.
Viajaba de la capital a Mendoza, de Mendoza a Neuquen, del Neuquen a Patagones, de Patagones a Bahía Blanca; cruzaba por todos lados las provincias de Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Santa Fe y la Pampa Central, comparando las tierras, su valor, su feracidad y su situación, desechando por su precio elevado o por ser arenosas, o por quedar muy alejadas de una vía de comunicación, todas las que le ofrecían; éstas le parecían muy bajas y anegadizas, aquéllas eran muy altas y demasiado secas; lo que quería era una extensión grande, muchos miles de hectáreas, a precio muy bajo, de tierra muy fértil, si no muy cerca de la capital, siquiera muy cerca de una estación de ferrocarril, de alguna línea principal, más bien que de un ramal. Buscaba, sin buscar, esperando siempre encontrar la pichincha anhelada para colocar de golpe y en una sola vez todo su capital, pero no a ojos cerrados como ese pobre Luis Durand quien, por apurarse y no saber, se había clavado, pagando cinco mil pesos más por legua de lo que valía.
En 1902, Dupuis no había encontrado todavía nada a su gusto y resolvió hacer un viajecito a Francia; la verdad es que los campos en la Argentina habían subido de un modo loco, estúpido- decía él,- fuera de razón; y se iba para evitar el peligro en que caían tantos de dejarse alborotar por la especulación ambiente y de pagar precios como los que estaban pagando. Ese Luis Durand, por ejemplo, que había pagado dos años antes, veinticinco mil pesos legua, tenía oferta de cincuenta mil: veinte pesos la hectárea, el doble de lo que le había costado dos años antes, y las mejoras aparte. ¡Si serían locos!
El señor Dupuis iba a dar un paseo. De todos modos, no había perdido el tiempo; había colocado su capital en buenas hipotecas, al ocho por ciento anual, tipo completamente desconocido en Europa, y a su vuelta, de aquí dos años, encontraría a la gente más sosegada, los precios en plena degringolade y podría entonces elegir a su paladar.
Se fue y volvió. Volvió en 1904. Su primera visita fue para Luis Durand. A éste le había ido bien, muy bien. Su primera compra de dos leguas le había salido un poco cara, pero con el alza general, que había duplicado su valor, hubiera hecho mal en quejarse; sobre todo que muy pronto, con sus cosechas de trigo, sus negocios de novillos engordados en alfalfares, había podido comprar varios otros campos, todos más o menos cercanos al primero, y, a pesar de haber pagado precios más altos por supuesto que para éste, todos habían tomado tanto valor que se encontraba ya con una fortuna mucho mayor que su amigo Alberto Dupuis. Este, naturalmente, haciendo fuerza, lo felicitaba calurosamente por su suerte; se congratulaba de que todo le hubiera salido tan bien; pero hacía sus reservas sobre lo que podría durar esa alza en el valor de las tierras. Luis Durand tenía fe, plena fe, más aún que el primer día; la inmigración aumentaba, todo el mundo se daba cuenta de que sólo la campana puede en la Argentina dar la fortuna; los ferrocarriles se multiplicaban, los capitales afluían; Europa, cada día más, necesitaba de la carne y de los trigos argentinos, en fin, un entusiasmo completo.
Y Alberto Dupuis experimentaba a pesar suyo cierta admiración hacia ese hombre que no había querido, como él, especular ni buscar pichinchas, sino solamente seguir la gran huella accesible a todos, se puede decir, en la Argentina, a cada cual según sus recursos de comprar tierra, poca o mucha, y de fecundarla con su trabajo.
-«¿Y no piensa liquidar algunos de esos campos?»- le preguntó algo tímidamente.
-«No- contestó resueltamente Luis Durand;- no especulo yo; compro campo para explotarlo en seguida, y seguiré comprando todo lo que pueda trabajar; pero nada más, porque ahora es un poco tarde para especular. Se acabó por un tiempo la especulación».
Alberto Dupuis no lo dejó ver, pero sintió de veras no haber sido tonto en la misma forma que su compañero de viaje. El no había querido comprar a ciegas; tenía cierta fe en el país, pero no tanta, y había juntado datos y estudiado, y esperado, y dejado correr los meses los años, no muchos, cuatro no más; pero esto había bastado para que la tierra, en la Argentina, de puro objeto de especulación se volviese elemento de trabajo y tomase así todo su valor real.
Comprendió que para buscar pichinchas, y pensar en hacerse dueño de muchas leguas, su capital era exiguo ya, y se contentó con comprar a don León Bares, por doscientos mil pesos redondos, las dos leguas que le quedaban: cinco mil hectáreas a cuarenta pesos. Para el vendedor que las había pagado, menos de treinta años antes, a diez y seis centavos, era brillante negocio; doscientos cincuenta veces el precio de costo. Para el comprador no fue malo tampoco, pues en ellas pudo consentrar sus fuerzas materiales y morales, su capital y su inteligencia y hacerlas producir una fortuna, cultivándolas; sin contar que, de aquí a pocos años, todavía ha de duplicar por lo menos el valor actual de la tierra en la Argentina.