Clemencia (Caballero)/Tercera parte/X

Tercera parte

Capítulo X

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Pablo, al recibir la carta de su prima, se había apresurado a ponerse en camino. Algún negocio -pensaba-, algún apuro en que se hallará, algún pleito en que la hayan envuelto. Es la primera vez que me escribe: ¡dichoso yo si puedo serle útil!

Pero apenas hubo llegado, apenas pasaron las primeras expresiones de bienvenida, cuando le dijo Clemencia:

-¿Pablo, me amas aún?

Pablo se halló tan sorprendido y trastornado con esta inesperada pregunta, que no contestó.

-Respóndeme, Pablo -dijo Clemencia.

-No respondo, Clemencia, porque tú no me preguntas para saber mi respuesta -dijo éste al fin.

-Será entonces para oírla.

-¿Y con qué objeto quieres oírla?

-Con el objeto, caso de que sea afirmativa, de que me dé pie y ánimo para decirte, Pablo, que aprecio tu amor, lo merezco, lo admito y le correspondo.

-¿A qué debo atribuir este cambio? -exclamó Pablo, cuya voz temblaba de emoción-. ¿Es ironía? ¿Es despecho?

-No, Pablo, no; es profundo aprecio, íntimo cariño, y la convicción de que tú y sólo tú eres el hombre a cuyo lado puedo hallar la felicidad, según yo la entiendo.

-¿Has amado a otro, Clemencia, y juzgas acaso así mis sentimientos por comparación?

-Así es, no lo niego; con la misma sinceridad y verdad con que esto te confieso, añado que el amor del hombre que amé no lo desprecio, pero lo desdeño; su persona no la odio, pero me es indiferente. Mi amor, pues, dejó de existir como estrella de la noche que apagó el día; pues no creas, Pablo, que en mí sea el amor una llama que encienden y atizan ciegas pasiones, no; es un fuego santo que sólo sostiene y alimenta lo bueno y lo bello, como en el culto griego al fuego sacro, sólo lo alimentaban las puras vestales. Es esto en mí instintivo a la par que razonado y previsor, y es además una convicción que han madurado a la vez mi experiencia y la santa autoridad de nuestro tío, la que cual el sol alumbra aun al través de las nubes. No creo necesario añadir, Pablo, que cuando me ofrezco por tu compañera a ti que honro y venero, me ofrezco pura como debe serlo la que tú llames tu consorte.

-¡Calla, calla! -exclamó Pablo con calor- ¿Crees acaso que algo hubiese que de ti, a quien tan a fondo conozco y juzgo, me desviase? ¿Crees que el sentimiento que a ti me ata sea capaz de ser dominado por un necio orgullo? ¿Piensas que una falta, que en ti, Clemencia, sólo podría ser hija de tu corazón, me haría tenerte por no digna de mi cariño? Deja a los hombres impregnados de vicios, sucios de crápula, infamados por sus procederes, echar con frente serena el oprobio sobre una pobre mujer de que la envidiosa calumnia hace su presa, o que fue víctima de uno igual a ellos, y con risible orgullo no creerla digna de su inmundo tálamo conyugal; déjalos, Clemencia; que hombres hay de sano corazón, equitativo juicio e irreprensible virtud, que retan su hipócrita severidad, que a ellos los desprecian y a sus víctimas amparan con su amor y rehabilitan con su aprecio.

-¡Cuán feliz me hace, Pablo mío -dijo Clemencia-, el hallar reproducidos por ti los nobles y cristianos sentimientos que nos inculcó nuestro inolvidable y santo mentor, que tantas veces nos repitió: ¡La virtud sin clemencia es orgullo! Así se ve que el mundo injusto y cruel en sus juicios es tan inexorable con una falta sola, a veces únicamente con las apariencias de ella, como indulgente con las repetidas; y suele ser la reincidencia un atractivo y un lauro de que gozan ciertas mujeres; pero al mismo tiempo me siento feliz de no necesitar que sobre mí extiendas esas santas máximas como las purificadoras aguas del Jordán.

-Clemencia, no digas más, que no me convences, y me vas a quitar el gusto de perdonarte.

-¿Y por qué me quitarías tú la dicha de ofrecerte una compañera que mira lo venidero sin recelo, así como lo pasado sin sonrojo? Pablo, la indulgencia es en ti generosidad y nobleza; la rigidez es en mí deber y decoro. Te he dicho la verdad, así como te hubiera descubierto una falta si tuviera la amarga desgracia que sobre mi conciencia pesara. Entre los dos, Pablo, no debe haber nada oculto, ni lo habrá nunca; un misterio sería entre ambos una profanación de nuestra dulce confianza, una empañadura en la pureza de nuestro amor, y una pared de cristal frío y duro, que aunque invisible nos separaría. He sufrido, Pablo; este es todo mi secreto.

-¡Oh! -exclamó Pablo-. En mala hora, pues, te viniste y me dejaste.

-En buena hora, Pablo, en buena hora, pues sólo así he sabido apreciar y comprender cuánto vale a tu lado la verdadera felicidad, y sobreponer ésta a todas las demás. Sólo así he podido comparar el vacío, lo corrompido, lo exhausto, lo seco y lo acerbo de esas naturalezas que la gran cultura cubre con un barniz tan delicado que seduce a los inexpertos como yo, y a veces es preferido al mérito real por los que no saben apreciar lo bello de la humana naturaleza: he podido comparar este barniz con la verdadera nobleza de alma, con el puro e inmaculado sentir de un corazón sano, con la rectitud de un entendimiento no contaminado con los vicios de la sociedad, con un carácter franco y entero que sigue con valor la senda del bien, como el Cid la de la victoria, y para el que son instintivos la generosidad, el heroísmo, la virtud y la delicadeza; y he podido conocer que aquél que me deslumbró fue lo primero, y que tú, Pablo, que llenas todo mi corazón, cuya compañera voy a ser con entusiasmo, eres lo segundo.

-¿Con que... me amas, Clemencia? -preguntó profundamente conmovido Pablo.

-Con toda la bella exaltación con que mi corazón fogoso ama lo bueno, Pablo; te amo con toda la convicción con que se ama a la virtud, con la constancia con que se ama la dicha, con toda la ternura y abandono con que se ama al que se escoge libre, voluntaria y reflexivamente por compañero ante Dios y los hombres.

-Unidos, pues -exclamó con voz ahogada por su emoción Pablo-, unidos para siempre, unidos irrevocablemente, inseparables en la tierra y en el cielo... ¡Oh, Dios mío! ¿Es posible tanta felicidad? -Y arrastrado por un impulso irresistible, Pablo cayó a los pies de Clemencia, y ocultando entre sus manos su rostro bañado de lágrimas, lo apoyó sobre las rodillas de la que iba a ser su mujer.

-Pablo -dijo Clemencia después de un rato de silencio-, satisfaz un capricho de mi corazón, y dime, ¿qué te ha llevado a amarme?

-Es todo sin que nada pueda precisar -respondió Pablo sin levantarse-: es porque tú eres tú.

-¿Pero es mi parecer lo que te es grato? ¿Son mis sentimientos los que te son simpáticos? ¿O son mis pensamientos los que te seducen?

-Nada de eso es, Clemencia; tu parecer, tu sentir y tu pensar me son gratos y simpáticos y me seducen, porque son tuyos. Róbete un mal tu hermosura, tu talento, tu sentir vivaz y poético; yo, Clemencia, te amaría lo mismo; te amaría loca, sin que me lo agradecieses, te amaría muerta como te he amado sin esperanzas.

-¡Esto es ser amada y esto es la dicha! -dijo Clemencia enternecida, apretando entre sus delicadas y blancas manos las honradas y varoniles de su primo.

Pablo comió en casa de Clemencia, y a la tarde vino don Galo a tomar con ellos café.

Clemencia estaba brillante de alegría como lo está la naturaleza cuando después de una corta tempestad le sonríe el sol.

-¡Qué alegre estáis, Clemencia! -dijo don Galo paladeando una copa del rico licor que se hace en el Puerto de Santa María.

Y ciertamente Clemencia lo estaba. La soberbia y acerba conducta de sir George comparada a la de Pablo, no sólo le había hecho apreciar la delicadeza y generosidad de la de éste, sino que la primera le causó un sentimiento de temerosa repulsa que le hizo huir de aquel hombre duro, a la par que hizo brotar un aprecio tierno y simpático hacia Pablo que la llevó a apegarse al que a tanta entereza unía tan delicado cariño. Sentía al lado de Pablo lo que el viajero que goza de la dulce sombra y tranquilo descanso de una bella encina, después de atravesar jadeante un áspero y quebrado suelo bajo los rayos de un picante sol: así fue que contestó con sincera y alegre exaltación:

-Soy como las niñas, amigo mío, aunque cuento cerca de seis olimpiadas. Hablaré mi lenguaje ya que me echan el baldón de ser sabia. ¡Estoy tan alegre! ¿Sabéis por qué?

-No atino, hija mía.

-Pues es -repuso Clemencia acercándose a su oído-, es porque... me caso; no quiero ni tengo por qué callárselo a tan buen amigo.

Don Galo hizo tal movimiento de sorpresa, que el licor que contenía su copa, tuvo las oscilaciones del flujo y reflujo del mar. No era la sorpresa de don Galo causada por no haber notado en Clemencia particularidad con ninguno de sus apasionados, sino porque, sin darse él cuenta del por qué, se había figurado que Clemencia en la tierra, así como las estrellas en el cielo, estaban muy bien e inamoviblemente colocadas, y que su variación era un cataclismo en el orden establecido. Además, en la buena moral de don Galo, era para él el anuncio del casamiento de una bella, lo que para el cazador, por torpe que sea, el anuncio de la veda: así fue que exclamó consternado:

-¿Qué os casáis? ¿De veras?

-¿Y por qué no, señor mío? ¿Tienen las sabias, además de otras desgracias, la de ser incasables?

-Pero -dijo don Galo sin prestar atención a lo que decía Clemencia, y esperando aún que lo dicho fuese una broma-; ¿pero quién es el dichoso?

-El dichoso, porque a fe mía que lo será, es don Pablo Ladrón de Guevara, mi primo, y desde ahora el amigo de los que lo son míos.

Pablo alargó sonriendo la mano a don Galo.

-Sea en buena hora,-sea para bien, tartamudeaba cortado don Galo,-felicito-tomo parte-celebro-los Guevaras están predestinados... -Y entre tanto, examinando la persona de Pablo, que vestido de traje de ciudad no tenía el aire de un petimetre de los modernamente designados con la palabra inglesa dandy, se decía a sí mismo: ¡Quién es capaz de comprender los caprichos de las bellas hijas de Eva! ¡Vea usted, Clemencita, que hubiese podido escoger entre la flor y la nata!... yo la creía incasable... si hubiese sospechado lo contrario... ¿Casarse? ¿A qué santo? ¿No estaba tan bien así? ¡Me he llevado chasco!-no seré el solo.

-Don Galo -añadió alegremente Clemencia-, este es un gran secreto; pero que no me importa que todo el mundo sepa.

-A muchos lo callaré -contestó en su tono galante y con su más chusca sonrisa don Galo-, porque no me gusta ser portador de malas nuevas.

-Vamos -añadió para sí, echando con disimulo el lente a Pablo, que en este momento se había puesto a escribir en el escritorio de Clemencia una carta a VillaMaría-, sobre gustos no hay nada escrito; cuando Clemencia lo ha elegido, tendrá mérito; sólo que por más que miro, me persuado que no está a la vista.

A la noche don Galo fue algo más temprano de lo que acostumbraba a la tertulia de la señora de la Tijera.

-Voy -dijo aún antes de sentarse-, a dar a ustedes una noticia que de cierto ignoran, y tan fresca que aún no existe para el público.

Inmediatamente fue don Galo asaltado con esta descarga de preguntas:

-¿Es triste o alegre? -¿Pertenece a la alta o baja política?-¿Es jocosa o fúnebre?-¿Es auténtica o apócrifa?-¿Es de luengas tierras?-¿Es indígena?-¿Es redonda?-¿Ha venido por telégrafo?

-Es -respondió don Galo, dejando que se restableciese el silencio para dar todo su peso y solemnidad a la respuesta-, es inesperada, imprevista, sorprendente y extraordinaria.

-Ea pues, decidla -exclamó Lolita.

Don Galo calló, luciendo su más resplandeciente sonrisa, prolongando así el dulce momento en que era el punto céntrico de la atención general.

-Don Galo -dijo uno de los concurrentes-, sois como el reloj de Pamplona, que es fama que apunta, pero no da.

-Don Galo, ¿queréis convertirnos en papanatas? -exclamó impaciente la curiosa Lolita.

-No -opinó un joven estudiante-; Pando quiere ser diputado y se ensaya en el arte de hacer efecto.

-Dejad a don Galo Pando, a quien viene mal el nombre como a mí, que en mi vida he tenido un dolor de cabeza, el de Dolores. Rojas, contadnos qué tal hicieron anoche El tío Canillitas.

Al oír mentar la zarzuela de moda, Rojas, que era un filarmónico, se puso a tararear:

  Las solteras son de oro,
las casadas son de plata,
las viudas son de cobre,
y las viejas de hojalata.

-Pura adulación a las solteras -dijo Lolita-; el garabatillo de las viudas es mucho más atractivo que los famosos y nunca bien ponderados quince abriles, que han inventado los poetas despechados, porque los veinte mayos no les hacen caso.

-En confirmación de lo que decís en cuanto a las viudas, hija mía -dijo don Galo, que aprovechó la ocasión que se le escapaba de lanzar a la publicidad su famosa noticia-, os diré que se casa una viudita.

Don Galo suspendió su comunicado, volviendo en torno suyo unos ojos, en los que procuró poner toda la chuscada indígena, enseñando con una descomunal sonrisa una dentadura con ictericia, que hubiese hecho mejor en ocultar con una presumida seriedad.

-¿Quién es la infeliz? -dijeron ellas.

-¿Quién es el engañado? -añadieron ellos.

-¡Qué premioso sois! -exclamó Lolita.

-Le favorecéis, que es pesado -opinó Rojas.

-Guarde usted su noticia para escabeche -dijo levantándose Lola.

Don Galo, que vio que por segunda vez perdía la oportunidad y la atención, repuso:

-Pues sabed que se casa Clemencita.

-¿Con Monte-Cristo? -preguntó volviéndose bruscamente la niña curiosa.

-¿Con Carlo-Magno? -añadió otra.

-No habéis acertado, hijas mías -contestó en sus glorias don Galo.

-Pues decidlo, señor, que si no os vamos a dar el diploma de Mayor en el regimiento de la Posma. ¿Con quién es? ¿Es con usted?

-Tanta dicha no es para mí, Lolita, hija mía -contestó con buena fe don Galo a la burlona pregunta-; de sobra sabéis que tengo mala suerte y sólo hallo ingratas; además, mi situación no me permite...

-¿Es con su primo Cortegana, que dicen ha llegado?

-No; es con otro su primo de Villa-María, Pablo Guevara.

-¿Aquel lugareño que vi en su casa ayer, que lleva los guantes como manojo de espárragos? ¡Dios nos asista! no sabe ni hablar: ¡mire usted con quién fue a dar la sabia! ¡Yo que creí que se iba a casar con el Liceo!

-Quien menos vale más merece -opinó uno de los presentes.

-¡Ya! ya sabe la viudita -añadió una de las señoras mayores-; ¡Guevara, que heredó de su tío don Martín y que tiene por su casa! ¡Es una gran boda; ya sabe!

-Es la opinión más errada -dijo un oidor amigo de Clemencia-, y la menos justificada, la que atribuye a las mujeres que tienen alguna instrucción el que saben mucho en el sentido que se ha dado a esta frase común, que es un compuesto de astucia, cálculo, intriga y perspicacia. Es cabal y notoriamente lo contrario; esta clase de saber suele ser propia de aquéllas que no tienen otra cosa en que explayar su imaginación y ocupar sus facultades intelectuales, y les es seguramente más útil que a las otras sus estudios: así, si las primeras tienen buena suerte la deberán ciertamente a otras causas que a su saber en el sentido dicho. Quien atribuya cálculo a Clemencia, debe precisamente no conocerla.

-Para predicador de honras os pintáis solo -observó agriamente la señora de la Tijera.

-Pues no ha dicho más que la pura verdad -opinó don Galo-. Sepa usted, Lolita, hija mía, que a sus espaldas hace ese caballero otros justos elogios de usted.

-Eso no quita, santo varón -contestó Lolita-, que sepa mucho Clemencia Ponce y haya dado una prueba de ello casándose con ese ricacho, que procurará aumentar las rentas pasando la mayor parte del tiempo en el pueblo, mientras que ella se las gaste aquí en toda libertad.

-No es Clemencia gastadora por cierto -repuso don Galo.

-¡Ya! si no tenía bastante para ello, ¿cómo había de serlo? -dijo la Tijera-. Su suegro no tuvo por conveniente dejarle nada, ni aun viudedad; así es, que sólo tenía lo que le dejó el tío Abad.

-Y una gran viudedad que le señaló, si no el suegro, el heredero de la casa. Por lo visto, pensaba que la disfrutase poco tiempo-, dijo otra.

-Viudedad que nunca consintió en admitir; me consta, lo sé por su tía -observó don Galo.

-Eso fue sembrar para recoger -repuso otra de las matronas.

-¡Una buena cosecha! -exclamó soltando una carcajada Lolita.

Tales son los juicios y fallos del mundo; ésta la inconcebible y malévola ligereza con que se juzga a las personas, califican los hechos y se les suponen móviles; ésta la infame falta de conciencia, de rectitud y de justicia con que se pretende formar la cosa más preciosa que tiene el hombre, su opinión. Se echa en cara a la época el poco precio que ponen los hombres a la opinión que gozan; mas esto ha debido suceder desde que la malevolencia y la calumnia han usurpado a la verdad y a la justicia su misión de formarla, ora sean aquéllas guiadas en la prensa por las pasiones políticas, ora en sociedad por el espíritu hostil que vive y reina.