Clemencia (Caballero)/Primera parte/XII
Primera parte
Capítulo XII
editarCual el niño que despoja una rosa, y echa sus hojas al aire, el tiempo va deshojando los meses, y echando sus días en lo pasado. Pasan y pasan éstos en su incesante marcha: tal rápido, alegre y risueño, como un amorcillo alado; tal enlutado y grave como fantasma; tal sereno y santo como un ángel: éste es aquel en que hemos hecho una buena acción. Pero ninguno deja más paz en el corazón y acerca más el alma a Dios, ninguno marca con más placer con su dedo nuestro buen ángel, que aquel en que perdonamos a un enemigo; y si después de perdonarlo, le hacemos bien, es que nuestra alma ha sido digna de que en ella resuene el eco de aquella santa y gloriosa deprecación: Padre, perdónalos.
Todos somos caritativos; un alma sin caridad no existe, o si existe es un monstruo tal que no se concibe; pero no lo somos bastante.
La caridad es la única cosa en que no cabe exceso: amor no dice basta; pero la caridad tiene enemigos que la combaten, porque en derechura nos lleva al cielo. Aquí la avaricia cierra la mano, que ya se abría para derramar esos bienes que Dios nos dio, con el cargo de repartirlos, pues son suyos; aquí la pereza traba los pasos que íbamos a dar en favor de un desgraciado, y aquí el orgullo, ese enemigo, el más terrible del hombre, hiela sobre nuestros labios el perdón y la reconciliación que la caridad hacía brotar del corazón, y este es el mal que nos aqueja hoy. ¡Dios mío! ¿Quién al ver la era actual no se pregunta horrorizado: somos hermanos, o somos enemigos?
Suaves para Clemencia, ásperos para Constancia, habían pasado los días.
Había sobrevenido el mal tiempo, y aquella calma y tranquila naturaleza había cambiado de aspecto.
Aparecieron pesadas y lentas nubes que cubrieron todo el horizonte, interponiéndose entre el firmamento y la tierra cual un triste desierto, como se interpone la incredulidad entre el corazón del hombre y el cielo. Por un día reinó una completa y mustia calma, cual si los elementos se preparasen y tomasen aliento para su inmensa lucha, día oscuro y silencioso como un negro presentimiento. La mar se retiró al bajar la marea, al parecer tranquila, descubriendo negras y picudas las hileras de rocas que a ambos lados de la playa se internaban en ella como los dientes de un enorme monstruo con la boca abierta para devorar una presa.
Las plantas inmóviles, parecían sólo ocuparse en profundizar sus raíces, como el marino que prevee la tempestad se ocupa en cerciorarse de la firmeza del áncora en que confía.
Los pajarillos, con el barómetro que Dios puso en su instinto, revoloteaban piando con angustia y buscando un abrigo; el cielo encapotado y el mar soberbio, se miraban como dos enemigos; todo callaba en el solemne silencio del presagio y del temor.
Pero al siguiente día se oyó de lejos y hacia el sur, un ruido lejano y sordo, confuso, indistinto, terrificante; era la espantosa voz de la tempestad que se acercaba a aquellos parajes petrificados por el espanto.
Al fin llegó el huracán, y la espantosa lucha se declaró. Aullando solevantaba el viento la mar, que le respondía con bramidos. Sacudió las plantas que temblaban; dobló hasta el suelo la cima de los arbustos que descollaban y resistían, traspuso instantáneamente las dunas de arena que yacen muertas en las playas, como si el mar las hubiese majado, y que confían en su pesada inercia; destrozó y puso en fuga espesas y compactas nubes; se estrelló sobre las sólidas y fuertes masas del edificio, penetrando en impetuoso torbellino en su gran patio, martirizando las inofensivas palmas, que mecidas por él en incesante balance sobre su tronco, miraban la tierra como para medir la altura de su próxima caída.
Asombradas Constancia y Clemencia en medio del general movimiento y del estruendo que formaban como en coro las voces de la naturaleza, todas en aquella ocasión plañideras, furiosas o amenazantes, estaban en pie delante de la ventana y fijaban sus angustiosas miradas en el mar, observando cómo unas después de otras llegaban las inmensas olas, tragándose la que llegaba a la que había reventado en la playa, y retrocedía inerte hacia su negro centro, y siempre cada cual con el mismo hondo rugido como el fúnebre e invariable saludo de los trapenses. Sobre las rocas era donde más se desencadenaba su ira. Allí formaban torbellinos, estrellándose unas contra otras, alzándose cual saltaderos colosales y mezclando sus aguas amargas a las dulces de las nubes.
-Esto es grande e imponente -dijo Clemencia.
-Esto es horroroso y aterrador -repuso Constancia.
Más temprano que otros días, y como atraída por la tempestad, llegó la noche. Gertrudis entró cargada de leña para avivar el fuego en la chimenea.
-Vengan ustedes a calentarse, señoritas -dijo-; que el viento, como no tiene huesos, cuela por esas rendijas, y estarán ustedes arrecidas de frío.
-Esto es espantoso -repuso Constancia al acercarse a la chimenea-: ¡cuán pavorosamente aúlla el viento en prolongados quejidos o furiosas ráfagas! ¡cómo insulta al mar, y cómo se embravece éste! Imposible será que nadie pueda dormir esta noche.
-¡Qué! Señorita, estamos hechos; todos los años por este tiempo, cuando las noches se van tragando los días, se arma esta gresca: esto nos arrulla el sueño.
-Si pudiese, huiría de aquí esta noche -dijo Constancia-; estoy horrorizada; el corazón no me cabe en el pecho, tengo miedo.
-Señorita, por Dios, ¿y de qué? -repuso Gertrudis-; gracias a Dios que vinieron los temporales; que el agua hacía mucha falta, y las nubes tienen un cuajo y son tan haraganas, que si no las arrea el viento, no se mueven. ¡Vaya! De poco se asusta usted. ¿Acaso el ruido hace daño ni rompe hueso?
-Es -dijo Constancia-, que parece que el mar se quiere tragar a la tierra, y cada uno de sus bramidos una amenaza.
-¿No ves -dijo Clemencia para tranquilizar a Constancia-, cómo le falta aliento al vendaval y desmaya, y cómo aquella alta roca en la playa se levanta cual dedo que tuviese la misión de advertir al mar que no traspase sus límites?
-Deje usted al viento y al mar que se alboroten y rabien; un freno tienen, que no romperán -dijo Gertrudis.
-Pero, ¿y los infelices que pueden peligrar?
-¿Y por qué había de dar la casualidad de que nadie peligrase? Pero ya veo que tienen sus mercedes buen corazón y buenas entrañas, así como una señora que estuvo aquí en una ocasión. ¡Pobre señora, qué noche pasó! Bien que el caso no era para menos. ¡Qué noche pasamos todos!
Apresuráronse Constancia y Clemencia a preguntar a Gertrudis cuál era el caso a que se refería, y Gertrudis, con ese afán comunicativo que tienen las gentes en general, y las ordinarias en particular, en lo concerniente a lo horrible y extraordinario, sin pararse en cuán poco a propósito era el momento para referir cosas de esa naturaleza, qué sólo servirían para aumentar el estado agitado y sobrexcitado en que se hallaba el espíritu de las niñas, empezó así su relato, de que damos un extracto.
-Por el año de treinta y cuatro, cuando el cólera, cada cual trató de huir de los pueblos contagiados, y aislarse en el campo. La señora había ido a una de sus haciendas, y ofreció este coto a una de sus amigas, cuyo marido estaba ausente. Vagaba en aquel entonces por estas tierras una partida de ladrones que tan pronto se hallaban en una parte, tan pronto en otra, huyendo a Portugal cuando se veían acosados de cerca, sin que se les pudiese dar alcance: así es que tenían asustado al mundo entero por las atrocidades que de ellos se referían. Mi marido (en paz descanse) vivía con vigilancia, y las puertas de la hacienda, siempre cerradas, no se abrían. Una tibia noche de otoño se había dejado caer más negra que el viernes santo, más callada que un cementerio. La señora se había sentado junto a una ventana, y estaba embelesada; la moza y yo platicábamos, dándole cuerda al reloj, que señalaba las doce, cuando de repente fue interrumpido el silencio por un grito agudo que resonó a poca distancia del caserío, y que decía: «¿No hay quien me favorezca?» La señora saltó de su asiento, más blanca que una imagen de piedra. -¿Qué es eso?-exclamó despavorida-. ¿Qué ha de ser? -respondí-: algún infeliz que pide socorro.
-Llamad a vuestro marido -exclamó la señora-, y a vuestros hijos. ¡Jesús! que no pierdan tiempo en socorrerle. Pero mi marido se negó a ir. -Señora -le dijo-, haré cuanto su merced me mande; pero en cuanto a eso es imposible. Esa es una treta de la que suelen valerse esos desalmados, como ha sucedido ya muchas veces, para que les abran las puertas de las haciendas, en las que se arrojan en seguida a saquearlas. La señora se estremeció y dejó de insistir, pero en aquel instante volvió a oírse el grito más angustioso, «¿no hay quien me favorezca?».
-¿Quién oyó jamás -exclamó la señora fuera de sí y dando vueltas por el cuarto-, quién puede oír gritar que le favorezcan, y no acudir en su auxilio? No es dable, no hay consideración, no hay peligro que pueda ni deba impedirlo. ¡Oh! ese es un impulso que nada puede ni debe retener, pues Dios lo otorga y lo sanciona. ¿Qué decís vos? -añadió dirigiéndose a mí.
-Señora -contesté-, Curro tiene buenas entrañas, y a valiente no lo gana ninguno; cuando él no lo hace...
-Es porque no debo hacerlo -dijo Curro-; además, la partida es de diez hombres, y acá solo somos tres: ¿qué podríamos hacer? Señora, responsable soy de la hacienda de su mercé y de sus hijitos, que además de todo podrían llevarse en rehenes.
La señora, al oír estas palabras, se dejó caer más muerta que viva sobre una silla.
Curro y mis hijos tomaron sus escopetas haciendo de vigías, y dando vueltas por el patio. Así pasó aquella lóbrega noche, oyendo de rato en rato aquel clamor siempre el mismo, ¿no hay quién me favorezca? pero cada vez fue más de tarde en tarde; cada vez más plañidero, cada vez más débil, hasta que se fundió en un gemido, en un estertor, en un suspiro.
No les pintaré a ustedes la noche que pasamos, en particular la señora, que no sabía dónde huir de aquel espantoso clamor, (que en el silencio de aquella noche de calma en que todo callaba y estaba inmóvil como petrificado por el horror, y en que la misma noche parecía dormir y haber cerrado sus ojos, pues no se veía estrella alguna) se esparcía por todas partes claro y distinto como se esparce la luz. Ya ven ustedes -añadió Gertrudis-, que no es el viento ni la mar los que pueden causar más espanto y dar peores noches. ¿Qué nos importa que se jaleen el viento y la mar? Estos son sus desahogos, como los tiene el caballo que libre de su freno corre y retoza a su placer, hasta que lo llama su amigo.
-Pero a la mañana siguiente -preguntó Constancia-, en quien la narración había aumentado el pavor y la angustia, ¿a la mañana siguiente averiguose algo?
-A la mañana siguiente -respondió Gertrudis-, subió mi marido al mirador, y habiéndose cerciorado de que cuanto alcanzaba su vista todo estaba solo y tranquilo, abrió la puerta, salió y... Pero señoritas, están sus mercedes temblando y con las caras como azucenas: hablemos de otra cosa.
-No, no -exclamó Constancia-, acabad. ¿No sabéis que lo real, por terrible que sea, lo es menos que lo vago, y que es más terrible la sensación al caer, que no el golpe de la caída?
A la mañana siguiente pues -prosiguió Gertrudis-, halló Curro al pie de la Cruz un hombre muerto.
-¡Jesús, María! -exclamaron Constancia y Clemencia.
-En su larga agonía, y en las ansias de la muerte, se había él mismo medio enterrado en la arena.
-¿Había sido asesinado?
-No -respondió Gertrudis-; era una muerte natural.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Constancia-, cruzando sus manos: ¡la caridad lo hubiese quizá salvado, y la prudencia lo dejó morir!
-¡Ay! señorita -dijo Gertrudis-; jamás se lo perdonó el pobre de mi Curro, que desde aquel día hincó la cabeza y no volvió a estar nunca más alegre, y en los delirios del tabardillo que se lo llevó años después, repetía sin cesar y asombrado: ¿No hay quien me favorezca?
En este instante un sonido brusco, fuerte, bronco y grave, interrumpió el silencio que siguió a las últimas palabras de Gertrudis, el que pasando en una ráfaga del huracán por cima del edificio, fue a perderse con él, en la inmensidad del coto.
-¿Qué es esto? -exclamaron ambas jóvenes-, saltando de sus asientos.
-Es -respondió angustiada Gertrudis-; una boca de bronce que dice eso mismo; ¿no hay quien me favorezca?
-¿Una boca de bronce? ¿Cómo? ¿Cuál?
-La de un cañón.
-¿De un cañón? ¿Dónde está?
-En un buque.
-¡Jesús, María! ¿Y pide socorro?
-Sí, porque naufraga.
-¿Y no se le puede socorrer?
-Señoritas -respondió Gertrudis sonriendo tristemente como se sonríe a un niño-, ¿cómo queréis que le podamos socorrer? Pero dígoles a ustedes señoritas -añadió la pobre mujer, estremeciéndose al oír un nuevo cañonazo-, que ni en el infierno se halla tormento mayor que oír pedir socorro y no poder prestarlo.
¡Cosa singular! Repetíase por segunda vez la terrificante noche cuya pintura había hecho Gertrudis, sólo que el clamor, ¿no hay quien me favorezca? en la ocasión que había descrito Gertrudis, era claro, plañidero, y llegaba como el eco de la debilidad que sucumbe, el clamor que parecía respetar la naturaleza con su silencio; y que esta otra deprecación a la humanidad que resonaba a intervalos, era fuerte, solemne, heroica como la fuerza que lucha, y llegaba sobre las alas del huracán que lo arrastraba consigo como el girón de una bandera que aun sucumbiendo detiene en su mano el valiente. ¡Noche espantosa! Noche en que por segunda vez se presentaba en aquel lugar la atroz realización del desamparo! ¡Tremenda palabra! ¡El desamparo que arrancó al Dios-Hombre en la cruz, su último gemido y su sola queja!
Cuando el día echó sus primeras luces, pálidas y macilentas, alumbraron cual las de los blandones, los cadáveres de unos náufragos que la mar había echado a la tierra, y a quienes la muerta y fría arena servía de adecuado féretro. Hacia las últimas rocas se veían sólo los masteleros del barco naufragado, como cruces sobre sepulturas.
-Volemos -exclamó Constancia-, en quien una espantosa y febril actividad demostraba un angustioso sobresalto; puede que aún se pueda socorrer a alguno. Y tomando de la mano a la trémula Clemencia, ambas en un entusiasta arranque de compasión, volaron hacia la playa, en la que aún venían soberbias las olas, cual montes de agua a arrojarse sobre la arena. Andrea, Gertrudis y los demás las siguieron; pero cuando llegaron, hallaron a Constancia inánime en los brazos de la aterrada Clemencia, al lado del cadáver de un joven oficial. En éste había reconocido la infeliz Constancia a su amante.
Poco después yacía Constancia muda e inerte en su lecho, y como insensible a cuanto la rodeaba. Un propio volaba a Sevilla, y las autoridades de los pueblos más cercanos habían acudido al lugar de la catástrofe, seguidas de los vecinos de aquéllos.
Al día siguiente llegó la Marquesa hecha un mar de lágrimas, tan trémula y tan horrorizada, que no quiso permanecer allí un momento, y volvió a partir sosteniendo en sus brazos y cubriendo de lágrimas a su hija Constancia, que permanecía en el mismo estado. Al llegar a Sevilla, pareció reanimarse aquella naturaleza inerte; pero fue para agitarse en convulsiones y abrasarse en una calentura cerebral, que la puso al borde del sepulcro. A los pocos días fue mandada administrar; desde entonces se verificó en la enferma un cambio completo.
En su físico sucedió el letargo a la excitación; en su moral, la calma a la agitación.
Hallándose ocho días después fuera de todo peligro, Clemencia escribió a Villa-María que había regresado, y recibió por respuesta el aviso que al día siguiente llegaría el carruaje de su suegro a buscarla.
-Hija -le dijo la Marquesa al despedirse-, no quiero que te vayas sin que te participe una nueva, que en medio de mis disgustos, me ha proporcionado algún consuelo. Si esa hija mía, Constancia, se ha empeñado en perder su suerte, Alegría, más cuerda, se la ha ganado, pues se casa con el Marqués, y mi hermana, que por indócil ha desheredado a Constancia, instituye a la marquesa de Valdemar por heredera.
-¡Pobre Constancia! -contestó Clemencia, y añadió mentalmente-: El mundo seduce... Dios llama. Dichosa será no obstante aquella que desprecie la seducción y oiga la llamada.