Clemencia (Caballero)/Primera parte/VIII

Primera parte

Capítulo VIII

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La Marquesa, que a pesar de lo absorta que había estado su atención la noche anterior por el tresillo, por la mojadura de la vela y por la mutilación de su querido Mercurio, al que de tantas, sólo un ala quedaba, no había dejado de notar la chocante conducta de Constancia para con el Marqués, tuvo con ella al día siguiente una violenta escena.

-No os canséis, madre -le dijo ésta-, ni vos ni nadie harán jamás que me case contra mi voluntad; tampoco me casaré contra la vuestra; esto es todo lo que tenéis derecho de exigir de mí.

De aquí no fue posible sacarla, ni con halagos, ruegos, consejos, ni amenazas.

A la tarde deseó Alegría ir a paseo, y con gran sorpresa suya halló a su madre muy dispuesta a llevarlas.

Pero cuando a la hora marcada salió la Marquesa de su cuarto, con su mantilla puesta y lista para pasear, halló a Alegría elegante y lujosamente adornada, y a Clemencia linda como un ángel, con su sencillo velo de gasa blanca y unas rosas del tiempo en la cabeza; en cuanto a Constancia, estaba acostada con jaqueca.

Difícil sería describir lo que rabió la señora, y el estado de exasperación en que emprendió el paseo, tan fatigoso para ella, ya que había perdido su objeto, que era facilitar una entrevista más desahogada que las que les proporcionaba la tertulia a los presuntos novios.

Alegría, al llegar al salón de Cristina, se cogió del brazo de una amiga, y Clemencia las siguió dando el suyo a su tía.

-Sepasté, Clemencia -iba ésta diciéndole-, que no hay una locura mayor en las muchachas que rehusar un buen partido cuando se les presenta. Muchas y muy muchas conozco yo que así lo han hecho, y se han casado luego con quien Dios ha querido. Si yo hubiese rehusado a tu difunto tío, cuando mis padres trataron la boda, sabe Dios con quién estaría casada a estas horas. Ten siempre presente lo que suelen olvidar muchas niñas, que a la ocasión la pintan calva, y que la cabeza de chorlito que rehúsa un buen porvenir por capricho, por imprevisión, por desobediencia, merece encerrarse en San Marcos. ¡Vaya con las niñas del día! Perlitas, como dice don Silvestre. Un collar le había yo de hacer de estas perlitas; que como no pidiese alafia, por mí la cuenta.

Encontráronse entonces con Valdemar que se reunió a ellas, saludando a la Marquesa, a quien preguntó por Constancia.

-La pobre está con jaqueca -respondió su madre-: las padece; pero es mal que se gasta con la edad.

Al dar la vuelta del paseo, el Marqués ocupó el lado de Clemencia.

-¿Os gusta el pasear? -le preguntó.

-Sí, me gusta -contestó esta-; pero todavía más me gusta quedarme en casa.

-¿Por qué?

-Porque a esta hora riego las macetas, lo que es para mí una gran diversión; pues están todos los pájaros revoloteando, buscando su cama, resguardada del relente; corre el agua tan fresca y tan alegre del estanque a besar los pies a las flores; estas esparcen toda su fragancia como un adiós al sol que las cría, y está hecho el jardín un paraíso.

-¿Sin manzano, Clemencia?

-Sin manzano, pues no hay en él cosa prohibida; sin manzano, sí, y sin culebra, que es más.

-Pero también sin Adán.

-Verdad es, a menos de no serlo Miguel el jardinero sordo -respondió riéndose alegremente Clemencia.

-Marqués -dijo Alegría, volviéndose y señalando con un movimiento de cabeza a una señora que en el paseo se les acercaba de vuelta encontrada-, ¿qué os parece ese palo vestido, que viene hinchando sus desenrolladas narices, porque es rica, en lugar de encogerlas en favor del aspecto público? ¿Se ven en Madrid tales tarascas?

-En Madrid hay tantas personas poco favorecidas por la naturaleza como hay aquí, Alegría -respondió el Marqués sin desviarse del lado de Clemencia-; lo que sí hay aquí en más abundancia que en Madrid, son mujeres favorecidas por ella.

-Si supieseis lo buena que es esa señora que no es bonita, os lo había de parecer -dijo Clemencia-. En mi convento tiene una parienta suya monja, que mantiene, y además ha puesto allí dos pobrecitas que quedaron huérfanas en el cólera, a quienes asiste con todo.

-Ella es buena y fea; pero vos, Clemencia, sois buena y bella: mirad la ventaja que le lleváis.

-Marqués -tomó a decir Alegría volviendo la cabeza, a pesar de ir a su lado Paco Guzmán-, no creáis nada de cuanto os diga Clemencia, que se ha enseñado en su convento a ser una hipocritilla.

-¡Jesús! -murmuró escandalizada Clemencia.

-Si veis venir a don Galo -añadió Alegría-, dejadle libre el campo, si no queréis hacerle mal tercio, pues suelen tener los dos sus consultas secretas sobre los ambos y los ternos.

-¡Las cosas que inventa Alegría! -exclamó Clemencia.

-¿Quién es ese don Galo? -preguntó el Marqués.

-El hombre más feo y ridículo del mundo -contestó Alegría-; el que sacaba anoche los números de la lotería, el íntimo de Clemencia, que no puede vivir sin él.

-¿Es cierto, Clemencia? -preguntó Valdemar.

-Que sea ridículo, no señor -contestó ésta-; que no pueda yo vivir sin él, tampoco lo es; pero lo que sí es cierto que si lo trataseis, seríais su amigo, porque todo el que lo trata lo es; todo el mundo lo quiere, incluso Alegría, aunque le haga burla, porque ella no puede dejar de ser burlona; y como todos se ríen, no piensa que hace mal.

-Y vos, ¿no sois burlona?

-No señor; en primer lugar, porque no me gusta la burla, y en segundo lugar, porque nada burlón se me ocurre; para eso es menester tener gracia como la tiene mi prima.

-Todo el que tiene entendimiento, y aun sin tenerlo, tiene la gracia suficiente para la fácil expresión de la burla; pero esa facultad es preciso con el uso aguzarla para que punce, y es necesario afilarla para que corte. Ensayadlo, y veréis cuán pronto sobrepujáis con ventaja a vuestra prima.

-Señor, ese es un consejo que no seguiré y que extraño me deis.

-¿Y por qué?

-Porque vos mismo no lo seguís.

El Marqués se echó a reír.

-¿Y vos, Clemencia -le dijo-, me enseñáis que vuestras leales armas defensivas tienen más poder en buena guerra que las agresivas armas vedadas? Clemencia, la burla no la hacéis vos por delicada bondad de corazón, y yo no la hago, porque la proscribe el buen tono. Vuestro móvil vale mas que el mío, pero el resultado es el mismo.

A los pies del paseo había estacionado un grupo de oficiales y de jóvenes de la ciudad.

Entre los primeros se notaba un capitán, que por su buena figura, su hablar recio y aire descocado llamaba la atención. Era este Fernando Guevara, hijo de una ilustre y rica casa de un pueblo de tierra adentro; pero nada en su porte ni en sus maneras denotaba la distinción de su cuna, ni la nobleza de su sangre, ni aun el buen porte del que sigue la caballerosa y rígida carrera de las armas. Teníase mal, y hacía gala de un desembarazo y desgaire, que rayaba en grosería; en fin, en todo su continente, en su modo de mirar, en su hablar recio, en su risa descompuesta, se pintaba el calavera descarado, para el que la moral, la compostura, la finura y la elegancia son cosas desconocidas. Aquel hombre no tenía más que una virtud, o mejor dicho, una bella cualidad, era en extremo bizarro. Tanto esta fama como su alcurnia y el mucho dinero que derrochaba, le daban una buena posición en los círculos de los hombres; en cuanto a los de señoras, rara vez concurría a ellos, pues en su chabacano ¿qué se me da a mí? prefería en punto a círculos aquellos que estaban en su cuerda, y en los que podía dejarse ir sin sujeción a sus groseras tendencias.

Los padres de Guevara habían condescendido gustosos a sus deseos de entrar en la milicia, por no poder desde que era niño sujetar ni sufrir sus desmanes. Pero habiendo tenido la desgracia de perder a dos hijos mayores que Fernando, hacía un año que insistían en que se retirase del servicio, por ser ya el único representante y heredero de su rica casa, y que volviese a sus lares.

Fernando, empero, se estremecía con la sola idea de meterse a los veinte y cuatro años en un pueblo pequeño del interior, y de renunciar a su alegre y aventurera vida.

Venían en este momento acercándose Alegría y su amiga a este grupo.

Fernando, apoyado el cuerpo en su remo izquierdo, y cruzado de brazos, las miraba con insolencia.

-¡Qué linda es! -dijo uno de los presentes-: no hay duda que es la más bonita de cuantas muchachas encierra Sevilla.

-No tal -repuso Fernando Guevara-; que lo es mucho más la que le sigue con esa señora, que será su madre.

-No es su madre, es su tía, la marquesa de Cortegana.

-¿Y la niña?

-Se llama Clemencia Ponce.

-No vi criatura más hermosa -dijo Fernando.

-¿Te ha dado flechazo? -le preguntó uno de sus compañeros. -Esas flechas de plumas de marabouts -dijo otro-, no dan flechazo a Guevara; le hieren más las flechas con plumas de pajarracos menos pulidos.

-Mi gusto no está contratado -repuso Fernando-; es libre como el aire.

-Pues hombre, tú que no eres amigo de suspirar en balde, no debes picar tan alto.

-Es que si se me antoja suspirar, no suspiraré en balde -dijo Fernando.

-Hombre -exclamó uno de sus compañeros-, te sabía arrogante; pero no te sabía fatuo.

-Apostemos -dijo pausadamente Fernando.

-Está loco -exclamaron todos a una voz.

-Apostemos -repitió Guevara con la misma calma.

-Fernando, te estás poniendo en ridículo; mira como se ríen; estás haciendo el oso -dijo a media voz un amigo suyo.

-Apostemos -repitió por tercera vez Fernando-; pero no una onza ni dos, sino media talega: ¿quién la lleva?

-Yo -dijo un rico joven de Sevilla-, indignado de la insolente presunción del oficial.

-¿Diez mil reales?

-Diez mil reales.

-Señores, sois testigos -dijo Fernando.

-Es preciso fijar un plazo -advirtió el oponente.

-Ocho días -contestó Guevara.

-Ocho días, hecho -dijo el joven.

Entretanto la hermosa y suave niña, que apenas había entrevisto ni había parado la atención en aquel grupo que tan osadamente la profanaba, decía al marqués de Valdemar, que le preguntaba si estaba cansada:

-Sí señor, y decididamente me gusta más pasar la tarde entre mis flores, los pájaros que cantan y el agua que corre y ríe tan alegre, que no entre tantas caras desconocidas, que todas miran de hito en hito, las mujeres con un aire tan burlón, los hombres de un modo tan raro...