Clemencia (Altamirano)/Capítulo XXX
Amanecía cuando se oyó el galope de un caballo en la calle, y a poco llamaron de nuevo en el zaguán. Era un correo del padre de Clemencia, que apenas pudo hablar de fatiga.
- He corrido como nunca -dijo- aquí está una carta.
El señor R... decía a su hija:
He cedido la mitad de mi fortuna en favor del ejército, pero Enrique ha sido indultado. ¡Qué trabajo costó! Adjunto la orden para el comandante; que se lleve luego. ¡Ojalá que sea tiempo!
Clemencia enseñó la carta a su madre moviendo la cabeza con amargura, y arrojó en una mesa la orden del cuartel general.
- Que se ha de llevar ese pliego, me dijo el señor.
- Es inútil -contestó Clemencia- vete.
- El llegará aquí a las ocho -añadió el correo.
- Bien: vete.
Como a las diez llegó el carruaje del señor R... y él se bajó fatigado y entró lleno de ansiedad.
- ¿Llegó a tiempo? -preguntó-. ¿Se salvó?
Clemencia se arrojó llorando en los brazos de su padre.
- ¡Cómo! ¡cielos! ¿Fue tarde?
- Ah, no padre mío ¡fue inútil!
El señor R... un momento después supo todo lo acontecido, y fue indecible lo que pasó en su alma.
Aquella fue una escena atroz. En los corazones se sucedían diversos sentimientos, la tristeza, el arrepentimiento, el dolor, pero sobre todo el tedio, el tedio que produce el esfuerzo inútil y el sacrificio tributado a la maldad.
- Y aun hay más -dijo después de un momento el padre de Clemencia-. He sabido en el cuartel general muchas cosas que me han causado una pena profunda. El hombre generoso que nos proporcionó el carruaje en el camino de Zacoalco, no fue ese infame, sino ese pobre Fernando a quien tanto mal hemos hecho. Me lo dijo el general en jefe, pues que precisamente por eso Enrique le acusó, suponiendo que el postillón era un correo de Guadalajara, y además allí, en Zapotlán, tomó otro carruaje por la inutilidad en que estaba el mío, a causa del viaje, y el conductor, que es el que viene conmigo y a quien reconocí, me dijo que el joven oficial le dio aquella noche tres onzas de oro y un reloj que no había examinado; pero que después registrándole encontró el nombre de su dueño, que era Fernando Valle, y me lo enseñó y lo he visto yo, no me cabe duda. Así es que a su nobleza de conducta debe agregarse que no quiso que supiéramos que él era nuestro protector. De modo que yo regalé al otro mis caballos, y le tributamos nuestra necia gratitud, y ese infeliz mató su caballo, se quedó pobre, y va ahora tal vez a morir sin llevar de nosotros ninguna muestra de reconocimiento.
El dolor de aquellas desgraciadas señoras aumentó con este relato, como era natural, y Clemencia no sabía qué hacer. Estaba aturdida.
- Pero, en fin -exclamó el señor R... con resolución- señor, he sacrificado por ese villano la mitad de mi fortuna, aún me queda la otra para ofrecerla por este muchacho tan valiente, tan patriota y tan noble. Sólo que ¿cómo hacerlo? Me es imposible volver a Zapotlán. Escribiremos; ustedes se quedarán pobres, hijas mías, pero no tendrán un remordimiento.
- Trabajaré, padre mío, como una obrera, con tal de salvar a Valle. Su vida será mi herencia.