Clemencia (Altamirano)/Capítulo XXIX
Fernando llegó a Zapotlán de noche, y el primero que le vio fue su antiguo coronel.
- Mal negocio para usted amigo mío, ha sido usted un loco, el general en jefe está indignado contra usted, y Dios le saque con bien de la entrevista que va a tener.
Pronto llegó Valle al cuartel general y fue anunciado al jefe del ejército del Centro, que despachaba en su oficina con su secretario.
- ¡Que entre! -dijo con voz seca, y levantando la cabeza con aspecto irritado.
- ¿Usted es el comandante Valle? -preguntó, al entrar el joven.
- Sí, mi general; ayer he sido reducido a prisión y recibí orden de presentarme a usted; ignoro qué causa ha habido para esto.
- ¿Ignora usted, eh? ¿No le acusa a usted su conciencia de nada?
- De nada, mi general.
- Usted está traicionando, comandante, usted es un mal mexicano. La noche en que usted salió a Zacoalco con su columna, se encontró con un correo que venía de Guadalajara, habló con usted, y entonces usted abandonó su tropa y se fue con él a Zacoalco a leer sus pliegos y a contestarlos, después de lo cual se volvió usted de nuevo en su compañía. Le despachó por delante, y en vez de seguir el camino recto tomó uno de través para dirigirse, no a la hacienda de Santa Ana, sino al pueblo de Santa Anita, contraviniendo las órdenes que se le habían dado. Y era porque una partida enemiga estaba en la hacienda y usted necesitaba que no lo viese su tropa. ¿De modo que usted está espiando nuestros movimientos y dando cuenta de ellos a los franceses? Y ¿sabe usted lo que su conducta merece? ¿Sabe usted que yo deseo dar un ejemplo terrible en el ejército, que quite las ganas a los cobardes o a los traidores de deshonrar nuestras banderas? ¿Lo sabe usted, desgraciado?
- Mi general, en el informe que han dado a usted de lo que hice en la noche del cinco, han agregado un hecho enteramente falso, y desnaturalizado los otros. No había tal fuerza enemiga en la hacienda de Santa Ana, y apelo a los dueños de ella, que allí están y pueden declarar. Además, el hombre que yo encontré no era correo, sino un mozo del señor R... de Guadalajara, que venía a Zacoalco en busca de un carruaje, pues el que traía ese caballero se había hecho pedazos en el camino. Yo tengo motivos de gratitud hacia esa familia y quise sacada del apuro. El capitán X..., que debe estar aquí ahora, había llegado a Zacoalco en la tarde con un coche; me acordé de esto, pero como desconfié de que con un simple recado el capitán prestara su carruaje, abandoné la columna dos horas, y vine al pueblo a pedir al capitán este favor, que me concedió al fin. Volví con el carruaje, despaché al mozo por delante, como era natural, y si tomé un camino de través para no encontrar a la familia, fue porque no quería hacer conocido de ella mi servicio, y porque deseaba excusar sUS manifestaciones de agradecimiento. He ahí mi conducta explicada; en cuanto a la falta que cometí abandonando mI escuadrón por dos horas, es cierta, y merezco castigo. Tarnbién es cierta la contravención a las órdenes que acababa de recibir, dirigiéndome a la hacienda de Santa Ana; pero no hice más que pasar por el pueblo de Santa Anita, y con una hora de retardo estuve en mi punto.
El general parecía reflexionar con esta explicación dada por Fernando con un acento de verdad.
- De modo -volvió a preguntar- que ese carruaje que se facilitó al señor R... ¿fue usted quien lo consiguió y no el teniente coronel Flores?
- Yo, señor, y no él, puesto que según informa a usted él mismo, yo encontré al mozo la noche del día cinco y regresé a Zacoalco y volví a despacharle con el carruaje.
- Y ¿quién ha dicho a usted que sea su jefe quien me informa?
- Lo adivino, señor; él me odia ...
- ¿Pero cómo no vio a usted el señor R...?
- Recuerde usted señor que se le ha informado que tomé un camino de través para evitar su encuentro, y esa es la razón de por qué no me vio y de por qué seguramente ignora que yo fui quien le envió el coche.
- Puede que tenga razón -dijo el general a su secretario en voz baja- aquí hay una equivocación seguramente. ¿El señor R... no nos dijo que hubiese visto a Flores?
- No, señor, dijo que había tomado un camino de costado para no encontrarle, recuerde usted.
- Pues es verdad, y el informe coincide perfectamente, y sólo omite lo del carruaje.
- Entonces Flores pecó de ligero en acusar a este muchacho. ¿Recuerda usted que día nos dijo el señor R... que se había roto su carruaje?
- El cinco, señor, y ese día, nos dijo que había salido de Guadalajara un poco antes de que los franceses entraran.
- ¿Qué día salió Flores de Sayula para Santa Ana?
El secretario consultó algunos papeles, y respondió:
- Salió el cinco en la tarde, señor, y no marchó directamente para Santa Ana, sino que antes fue a desempeñar la misión que se le confío; en la tarde del siete regresó según el parte del general Arteaga, en el acto volvió a salir, y el ocho llegó a Santa Ana, según su comunicación que ha venido con el informe respecto de este comandante.
- ¿De modo que él no pudo ser quien consiguió el coche para el señor R... en Zacoalco en la noche del cinco?
- No, señor, porque estaba muy lejos de ese pueblo.
- Ni pudo encontrar en el camino al señor R...
- Yo creo que no, porque este señor parece que llegó a Sayula el día seis en la noche, y continuó su camino, llegando aquí el siete; así es que no pudieron encontrarse, porque el coronel no estaba en el camino en esos dos días.
- ¿Qué día salió usted para Santa Ana? -preguntó el general a Fernando.
- El cinco en la mañana, señor, llegué a Zacoalco, di un pienso a la caballada y continué mi marcha a las siete de la noche para la hacienda, a donde llegué el seis, como parece que se le informa a usted.
El general volvió a consultar la comunicación de Flores.
No había duda, estaba explicada la conducta del comandante acusado.
Sólo faltaba indagar si había habido fuerzas enemigas en Santa Ana, como parecía asegurarse, y preguntar al capitán X... si había prestado el carruaje.
- Bien -dijo el general- mañana pondremos completamente en claro la conducta de usted, que según sé, no ha inspirado a sus jefes, desde hace tiempo, mucha confianza que digamos. Y de todos modos, usted será castigado por andar consiguiendo coches para las familias, con perjuicio de sus deberes ... ya veremos mañana ... vaya usted a su prisión ...
- Mi general -dijo Fernando resueltamente- esperaba concluir la explicación de mi conducta esta noche, para dar a usted otro informe; pero ese, apoyado en pruebas ... El traidor no soy yo, sino el que usted va a conocer en este momento. Desde la llegada del jefe de mi cuerpo quedé en Santa Ana con cincuenta soldados, y él, como usted lo sabrá, permanece en el pueblo de Santa Anita. Pues bien; antes de anoche me avancé unas cuatro leguas más cerca de Guadalajara, y allí hice alto. Tenía yo. noticia de que la noche anterior se había visto venir hasta allí una partida de caballería enemiga. A las doce de la noche, ocultando mi fuerza perfectamente tras de una pequeña colina, me avancé hacia el camino, seguido sólo de un asistente de mi confianza, y como a unos cien pasos me detuve al pie de una arboleda, lugar en que se me había dicho por un vaquero que había estado la partida enemiga en la madrugada del día anterior. Una hora después, como a la una y media, vi que se acercaba un jinete que iba con dirección a Guadalajara. Al llegar frente a nosotros salimos al encuentro y le detuvimos. El se aterrorizó, y preguntándole quién era, nos contestó después de mucha resistencia que era correo del teniente coronel Flores, que iba a Guadalajara a entregar al general enemigo M... un pliego que llevaba oculto. Era un sargento de mi cuerpo, de los favoritos del teniente coronel, y tan luego como me conoció por la voz, me confesó que había ido ya dos veces a la plaza enemiga. Recogí el pliego, y pensando que haría para ocultar a todos aquella presa y evitar que el teniente coronel tuviera conocimiento de que estaba denunciado, discurrí llamar inmediatamente a otro de mis asistentes, hombre de confianza y le previne, lo mismo que al que había estado conmigo, que maniatando al sargento-correo perfectamente y montando uno de mis muchachos a la grupa de su caballo, marchasen sin perdida de tiempo para Sayula. Me prometía llegar a la hacienda, escribir al general Arteaga para hacerle saber aquel incidente, y acompañarle el pliego consabido para conocimiento de él y de usted. Aun no podía leer el pliego, pero me presumía lo que encerraba. De todos modos, hice partir a los soldados antes de que hubiese luz, y les advertí que en el camino los alcanzaría un correo mío, que les daría las órdenes que habían de ejecutar. Después, como a las cuatro de la mañana, me uní a mi fuerza y regresé con ella a Santa Ana, donde encontré, con gran sorpresa mía, al oficial que me intimó la orden de prisión y que designó la escolta que me ha conducido hasta aquí. En Zacoalco alcancé a mis dos soldados y al sargento preso, y mientras descansamos hice decirles con mi criado que se adelantasen hasta este pueblo, a donde han llegado hoy antes que nosotros, auxiliados por los jueces de Acordada, a quienes han dicho que era un correo del enemigo que se remitía al cuartel general. El correo está allí, señor, y el pliego es éste.
- Veamos, veamos -dijo el general, que había escuchado con atención el relato de Valle, y dado muestras de una impaciencia extraordinaria.
Abrió el pliego, que era pequeño, muy lleno de dobleces, de modo que formaba un volumen reducidísimo. Le leyó con suma atención, así como otros dos papelitos que estaban adjuntos, y los pasó en seguida a su secretario, volviendo a leerlos con él.
- ¿Qué le parece a usted? -dijo al secretario con voz sorda y trémula de cólera- ¡mis órdenes! ¡Mis instrucciones reservadas! ¿Esperaba usted esto de ese famoso recomendado, de ese imbécil del general X...? ¡Una traición en toda forma! De modo que estábamos vendidos enteramente.
- Lo estamos aún, señor -replicó el secretario- mientras ese hombre esté allí. Ha sido una fortuna semejante revelación. Es preciso arreglar este negocio pronto ... esta misma noche.
- Ya lo creo que esta misma noche. ¡Hola! ¡Un ayudante!
Se presentó un ayudante en el acto, el cual recibió órdenes en voz baja y salió apresuradamente.
- ¿Pero esta es la firma de ese pícaro?
- Su firma y su letra, señor general; aquí están sus comunicaciones todas.
- ¡Y le hemos ascendido! ¡Si tengo yo una confianza!
- Comandante -dijo luego dirigiéndose a Valle- ha hecho usted un servicio a la causa de la República con esto, y no tema usted por sus faltas anteriores. Demasiado grave es lo que hace su indigno jefe para que hagamos alto en las irregularidades de la conducta de usted. Ha hecho bien en manejarse con tal reserva. Está usted libre; llame a sus soldados y tráigame al sargento.
Un instante después Fernando apareció con los tres.
- Aquí están, mi general.
- Acércate, sargento: ¿por qué vienes preso?
- Mi general, aquí mi comandante le dirá a usted; me encontró en el camino de Guadalajara ...
- ¿Quién te mandaba? ¿A qué ibas?
- Señor, mi teniente coronel Flores me ha enviado dos veces a Guadalajara a llevar comunicaciones al general M... y llevaba yo antenoche otro pliego cuando mi comandante me hizo prisionero.
- ¿Es éste el pliege que llevabas?
- Sí, mi general, ese es, lo llevaba yo cerrado y pegado Con lacre.
- Bien ¿tú conoces al general M...?
- Sí señor, he servido con el en tiempo de los mochos, y por eso me escogió mi teniente coronel. Yo le suplicaba que no me mandara a donde estaban los franceses; pero él me dijo que eran asuntos del gobierno nuestro, y que además me recomendaba el secreto porque no convenía que ninguno lo supiera; y me dio dinero y me prometió hacerme oficial dentro de pocos días.
- ¿Y el general M... mandaba también pliegos?
- Sí, señor, yo se los lleve a mi teniente coronel, y la noche antes de que me aprehendieran vino el mismo general a hablar con mi jefe; yo acompañé a éste con otros veinte hombres.
- Y ¿no oíste qué decían?
- No, mi general, nos quedamos lejos; pero yo advertí que los que venían con el general M... eran franceses, porque los oí hablar y tenían una lengua diferente de la nuestra.
- Está bien, retírate bribón, y prepárate, porque te voy a fusilar por traidor.
- Mi general -dijo el desgraciado sargento afligido- yo no tengo culpa; mi jefe me mandaba y yo obedecía ... tengo familia, señor ...
- Bien; vete. Que ese sargento permanezca incomunicado -dijo el general a un ayudante.
El sargento salió.
- ¿Qué tal es este sargento, comandante?
- Es bueno, mi general, cumplido y subordinado. Estoy seguro de que ha dicho a usted la verdad. Es uno de los que quieren más al teniente coronel; pero el pobre tal vez no cree faltar a sus deberes obedeciendo.
- Bueno; retírese usted, y silencio por ahora.
- Pierda usted cuidado, mi general.
El cuartel maestre entró.
- Vea usted lo que pasa -dijo el general alargando el pliego de Flores al cuartel maestre.
- ¡Infame! -murmuró éste.
- ¿Están listos los cuerpos?
- Sí, señor.
- Pues en marcha ahora mismo. Que estén mañana en Sayula y pasado mañana en Santa Ana. Es preciso que ese bribón no conozca que sabemos su traición, y luego que este todo arreglado, ya sabe usted, con una buena escolta y caminando día y noche, acá. Nos importa averiguarlo todo y saber a qué atenernos. Esta es una cadena que tiene eslabones maS gruesos de lo que aparecen. Ese cuerpo de caballería no me inspira ya confianza, está minado desde Guadalajara. Así es que por compañías, y bien vigiladas, que se dirija también para acá. Esta noche que quedé arrestado el general X... pues me parece algo complicado en el negocio.
- Está bien, señor. ¿No tiene usted nada más qué ordenar?
- Nada más por ahora.
- Con permiso de usted.
- A trabajar nosotros -dijo el general a su secretario.
Y un momento después los dos estaban inclinados sobre la mesa, mientras que los ayudantes dormían sentados y envueltos en sus capas en la pieza inmediata, y los centinelas se paseaban a lo largo de los corredores.
En la plaza de Zapotlán había ese movimiento que se nota cuando va a salir una fuerza. Dos cuerpos de caballería se formaban en columnas, y poco después desfilaban silenciosamente, dirigiéndose por el camino de Sayula. Un general iba a su cabeza, y llevaba las instrucciones más detalladas sobre las órdenes que iba a ejecutar.
Entretanto, allá en la hacienda de Santa Anita el teniente coronel Enrique Flores, que había recibido una nueva comunicación de Guadalajara, no sabía cómo explicarse que su sargento no hubiese venido aún; ni que no le dijesen nada acerca del pliego que había enviado con aquel emisario, cuyo pliego era el más interesante quizá de todos, por contener las instrucciones reservadas que el cuartel general había circulado a todos los jefes de la línea avanzada.
¿Habría traición en esto? ¿Pero en qué consistía? Por lo demás, tenía conocimiento ya de que Fernando la noche en que había enviado al sargento a Guadalajara, había estado avanzando hasta cuatro leguas más allá de Santa Ana; pero ninguno le decía más, y estaba tranquilo por ese lado. Sin embargo, la tardanza del sargento le tenía inquieto y agitado por diferentes pensamientos; había mandado tocar ¡a caballo! varias veces y otras tantas había dado contraorden. No sabía por qué; pero sentía crecer su odio a Fernando cada vez más, y esperaba con impaciencia saber noticias del cuartel general.