Cinco semanas: Capítulo XXIX


Indicios de vegetación. - Idea fantástica de un autor francés. -
País magnífico. - El reino de Adamaua. -
Las exploraciones de Speke y Burton enlazadas con las de Barth. -
Los montes Alantika. - El río Benué. - La ciudad de Yola. - El Bagelé. -
El monte Mendif


Desde el momento de la partida, los viajeros avanzaron con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel desierto que tan funesto había estado a punto de serles.

Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron algunos indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les anunciaban, como a Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en rocas de aquel océano.

Ondeaban en el horizonte colinas aún poco elevadas, cuyo perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La monotonía desaparecía.

El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva comarca, y, cual vigía en un buque, estaba a punto de gritar:

-¡Tierra, tierra!

Una hora después, el continente se ofrecía a sus ojos con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos árboles que se perfilaban en el cielo ceniciento.

-¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada? -preguntó el cazador.

-Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de momento no veo habitantes.

-Al paso que llevamos -respondió Fergusson-, no tardaremos en verlos.

-¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor Samuel?

-Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los árabes.

-¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus camellos?

-No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso subir unos grados al norte.

-¡Qué fastidio!

-¿Por qué, Joe?

-Porque, si tuviésemos viento contrario, los camellos podrían sernos útiles.

-¿ Cómo?

-Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos engancharlos a la barquilla y hacer que la remolcaran.

-¿Qué le parece?

-No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor francés muy ingenioso. Unos viajeros montan en un globo tirado por camellos, a quienes devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y nada tiene en común con nuestro género de locomoción.

Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había sido utilizada, estuvo devanándose los sesos para averiguar qué animal pudo devorar al león, y, no encontrándolo, se dedicó a examinar el país.

Bajo su mirada se extendía un lago de mediana extensión, con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a llamarse montañas. Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas con gran variedad de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos erizados de agudas espinas; el bombax transmitía al viento el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano, ese kenda de los árabes, impregnaban el aire hasta la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de hojas palmeadas, la esterculiácea que produce la nuez de Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flora lujuriante de las regiones intertropicales.

-El país es soberbio -dijo el doctor.

-Ahí hay animales -dijo Joe-. No estarán lejos los hombres.

-¡Magníficos elefantes! -exclamó Kennedy-. ¿No habría medio de cazar un poco?

-¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te desquitarás más adelante.

Motivos había, en efecto, para excitar la imaginación de un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se crispaban sobre la culata de su Purdey.

La fauna de aquel país estaba a la altura de su flora. El toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los poblados bosques, rompiendo, golpeando, saqueando, dejando tras de sí una huella de devastación. Por las verdes laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos, formando espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de longitud y de cuerpo pisciforme se exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de leche.

Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas arborescentes.

Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor reconoció el soberbio reino de Adamaua.

-Seguimos las huellas de los descubrimientos modernos -dijo-. He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo que es, amigos míos, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los capitanes Burton y Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros ingleses para encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en llegar al punto extremo alcanzado por este atrevido sabio.

-Me parece -dijo Kennedy-, a juzgar por el espacio que hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país muy considerable.

-Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál es la longitud de la punta meridional del lago Ukereue alcanzada por Speke.

-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete grados -dijo Kennedy.

-Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta noche y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se encuentra?

-A unos doce grados de longitud.

-Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada uno hacen un total de mil quinientas millas.

-Un agradable paseíto para hacerlo a pie -dijo Joe.

-Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto por ellos, no está muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que concluya el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente exploradas. Pero -añadió el doctor, consultando su brújula- siento que el viento nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el norte.

Después de doce horas de marcha, el Victoria se encontró en los confines de la Nigricia. Los primeros habitantes de aquella tierra, árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas cumbres de los montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus montañas, que hasta ahora no ha pisado ningún pie europeo, tienen una altura que se calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental determina el curso de todas las aguas de aquella parte de África hacia el océano; son las montañas de la Luna de aquella región.

A la vista de los viajeros apareció, al fin, un verdadero río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor reconoció el Benué, uno de los grandes afluentes del Níger, llamado por los indígenas la «fuente de las aguas».

-Este río -dijo el doctor a sus compañeros- se convertirá con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior de la Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos capitanes, ya lo ha remontado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como veis, nos encontramos en tierras conocidas.

Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la base de su alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a cuarenta millas de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del monte Mendif.

El doctor mandó echar las anclas, que quedaron enganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio azotaba al Victoria hasta el punto de tumbarlo, y algunas veces la posición de la barquilla resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir de la tormenta. Por último, la temperatura calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada tuvieron de alarmante.

Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, reconstruida por los fuhlahs excitaba la curiosidad de Fergusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia el norte e incluso un poco hacia el este.

Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba sentir; pero las costumbres salvajes de aquel país, la actitud de la población y algunos disparos dirigidos al Victoria obligaron al doctor a proseguir el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en que los combates son incesantes y los sultanes se juegan un reino entre las más atroces carnicerías.

Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas, semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos. Kennedy comentó varias veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los glen de las altas tierras de Escocia.

Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre las nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger de la cuenca del lago Chad.

No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho aldeas a su alrededor, corno una multitud de niños en torno a su madre. El espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban todo el conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.

A las tres, el Victoria se hallaba frente al monte Mendif. No habiéndolo podido evitar, era menester traspasarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura, dio al globo una fuerza ascensional de cerca de mil seiscientas libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida durante el viaje; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.

Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de aves daban a las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando aquellas aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino Unido.

A las cinco, el Victoria, a resguardo de los vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de la montaña y se detenía en un inmenso raso separado de todo lugar habitado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las debidas precauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano, se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en volver con media docena de ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue agradable y la noche transcurrió en una gran calma.