Cinco semanas: Capítulo XL


Zozobra del doctor Fergusson. - Dirección persistente hacia el sur. -
Una nube de langostas. - Vista de Yenné. - Vista de Sego. -
Variación del viento. - Sentimientos de Joe


En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de aquéllos se alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en progresivo aumento, no permitió realizar un examen exhaustivo. Desgraciadamente el globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y en unos instantes cruzó el lago Debo.

Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando extraordinariamente su dilatación, otras corrientes atmosféricas, pero infructuosamente, por lo que pronto abandonó una maniobra que aumentaba la pérdida de gas, comprimiéndolo contra las fatigadas paredes del aeróstato.

Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a sus compañeros. La obstinación con que el viento lo empujaba hacia la parte meridional de África desbarataba sus cálculos. No sabía a que recurrir para salir de apuros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de él y de sus compañeros entre los bárbaros que infestaban las costas de Guinea? ¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba millares de víctimas humanas. Allí su perdición era irremisible.

Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y el doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que después de la lluvia sobrevendría alguna variación en las corrientes atmosféricas.

Pero volvió a tomar conciencia de su crítica situación al oír la siguiente exclamación de Joe:

-¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora diluviará, a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos agigantados.

-¡Otro nubarrón! -dijo Fergusson.

-¡Y no pequeño! -repuso Kennedy.

-Como no he visto otro -comentó Joe.

-¡Qué alivio! -dijo el doctor, dejando el anteojo-. No es un nubarrón.

-¿Cómo que no? -exclamó Joe.

-¡No! ¡Es una nube!

-Pues eso es lo que decimos.

-Pero una nube de langostas.

~¡De langostas!

-Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre estas tierras como una tromba, y desgraciada será la comarca que sirva de teatro a sus devastaciones.

-Quisiera ver eso.

-Lo vas a ver, Joe -dijo el doctor-. Dentro de diez minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.

Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de varias millas de extensión, llegaba con un ruido atronador, proyectando en la tierra su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las que se da el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se precipitaron sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de lejos los árboles desprovistos de hojas y las praderas convertidas en rastrojos. Hubiérase dicho que un repentino invierno había sumido la campiña en la esterilidad más completa.

-¿Qué te ha parecido, Joe?

-Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo que haría en pequeño una langosta, lo hacen en grande millones de ellas.

-¡Espantosa lluvia! -exclamó el cazador-. ¡Y más devastadora que el granizo!

-Y de la cual no es posible preservarse -respondió Fergusson-. Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los bosques y hasta las mieses para detener el vuelo de tan voraces insectos; pero las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente. Por suerte, en estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado delicado y exquisito.

-Son los cangrejos del aire -dijo Joe-, y siento no haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.

Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que emana de millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes. Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las casas; incluso durante la noche, la actividad de la población parecía muy grande. Yenné es, en efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi exclusivamente a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su industria, sus barcas por el río y sus caravanas por caminos sombreados.

-Si no temiera prolongar nuestro viaje -dijo el doctor-, habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos encontrado a más de un árabe que ha viajado por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de locomoción. Pero no sería prudente en las circunstancias en que nos hallamos.

-Aplacemos la visita para nuestra próxima excursión -dijo Joe, riendo.

-Además, amigos míos, si no me equivoco, el viento presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar una ocasión semejante.

El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran útiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; así consiguió mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que trasladan a los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron vistos, pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las inquietudes del doctor se calmaban poco a poco.

-Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y alcanzaremos el río Senegal.

-¿Y nos hallaremos en país amigo? -preguntó el cazador.

-Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí podríamos llegar a territorio francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el globo tire algunos centenares más de millas, y sin fatiga, zozobras ni peligros llegaremos a la costa occidental.

-¡Y todo habrá acabado! -dijo Joe-. ¡Qué pena! Si no fuese por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla. Señor, ¿cree que se dará crédito a nuestros relatos?

-¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un hecho incontestable: Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de África, y miles de testigos nos veran llegar a la otra costa.

-En este caso -intervino Kennedy-, no se podrá negar que la hemos atravesado.

-¡Ah, señor Samuel! -añadió Joe, suspirando-. Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro macizo. Habrían dado consistencia a nuestras historias y verosimilitud a nuestros relatos. A grano de oro por oyente, habría reunido a un escogido público para oírme y hasta para admirar.