Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
Ciento por uno


(A Jorge Delgadillo)


I editar

La gran laguna de Titicaca tiene 1326 leguas cuadradas, y su elevación sobre el nivel del mar es de 12850 pies. Presúmese que el agua va a salir al mar por debajo de la cordillera y a inmediaciones de Iquique.

Dice la tradición que de esta laguna salió el siglo XI Manco-Capac, fundador del imperio de los Incas, y aún se ven en la isla principal las ruinas del famoso templo que consagró al Sol, así como en la islita de Coati, a pocas millas de aquélla, se encuentran las del templo de la Luna.

La voz Titicaca en aimará significa «peña de metal», y la palabra Coati «reina o señora».

En ambas islas mantuvieron los Incas sacerdotisas consagradas al culto, las que eran escogidas entre la nobleza y forzadas a hacer voto de castidad.

Tradicional es también que Santo Tomás predicó el Evangelio en los pueblos de las márgenes del Titicaca, y peñas hay en las que muestran los naturales las huellas del famoso pie de catorce pulgadas, sobre el que hemos escrito largamente en otra leyenda. Añádese que en el Titicaca murió el apóstol empalado por los indios y que había habitado una cueva en Carabuco, pueblo donde, andando los tiempos, se encontró enterrada una gran cruz perteneciente al discípulo del Salvador. Un clavo de esta cruz fue llevado como reliquia a España, y los otros dos, así como parte de la cruz, se conservan con gran devoción en la iglesia de Carabuco. Diversos expedientes se han seguido por la autoridad eclesiástica en comprobación de estos hechos.

Muchos historiadores refieren que después del asesinato de Atahualpa, los indios arrojaron en el lago la célebre cadena de oro, que medía 350 pies de largo y pulgada y media de espesor, mandada construir por Huayna-Capac para festejar el nacimiento de su hijo Huáscar. Dícese además que entre otras riquezas escondidas en el Titicaca para que no se apoderasen de ellas los conquistadores, se encuentra un brasero de oro que tenía por pies cuatro leones de plata.

II editar

Copacabana significa piedra de donde se ve, porque desde ese punto se puede contemplar el más bello panorama de la laguna. En Copacabana tuvieron también los Incas templo consagrado al Sol, en cuya puerta había dos grandes leones de piedra y dos cóndores. Recientemente en 1855 se encontró uno de éstos, aunque bastante maltratado.

Sobre las ruinas del que fue templo del Sol edificaron los conquistadores en 1550 una iglesia que en 1638 fue derribada para construir el actual santuario de universal fama por las riquezas que poseyó.

Los naturales de Copacabana vivían divididos en bandos sobre el nombramiento de santo patrón para el pueblo. Unos eran partidarios de Santo Tomás, otros de San Sebastián y no pocos de la Virgen de la Candelaria. Don Francisco Titu-Yupanqui, descendiente de los Incas, que encabezaba este último bando, se propuso labrar la imagen de la patrona, y aunque poco hábil en escultura, talló un busto que le salió tan deforme que provocó la burla general. No se desalentó don Francisco por el mal éxito, y emprendió viaje a Potosí, donde entró de aprendiz en el taller de un escultor. Después de mil peripecias largamente narradas en el libro del padre Alonso Ramos y en el que en 1641 publicó en Lima el agustino fray Fernando Valverde, terminó su obra nuestro escultor, y vencida la resistencia de los bandos tomasista y sebastianista, que a fuer de galantes cedieron el campo a una señora, quedó después de grandes fiestas instalada la Virgen de la Candelaria en la iglesia de Copacabana el día 2 de febrero de 1553.

Tanto en el libro de fray Alonso Ramos como en el que en 1560 publicó fray Rafael Sanz, se relatan infinitos milagros realizados por la Virgen de Copacabana, milagros que la rodearon en pocos años de fama y prestigio tales, que de toda América empezaron a acudir los fieles en romería o peregrinación al santuario, cuyo cuidado se encomendó por real cédula de 7 de enero de 1588 a los padres agustinos.

En 1640 se procedió a edificar la actual iglesia, cuya forma es la de una cruz, y mide setenta y cinco varas de largo.

Hablando de la imagen que se venera en ese santuario, dice un cronista: «El busto es de maguey bien estucado, con pasta muy compacta que lo hace parecer de madera. Tiene cinco cuartas, y la belleza del rostro maravilla. Sin ser de vidrio, sus ojos son tan hermosos que no se dejan mirar, y ellos parece que le miran a uno lo más secreto del corazón».

A no ser uniforme el testimonio de personas que aún existen y que visitaron el santuario de Copacabana en los primeros años de la independencia, podía creerse fábula la enumeración de alhajas valiosas encerradas en ese templo. Apuntaremos algo a la ligera.

La custodia era de oro, y con su pedestal medía tres cuartas.

El camarín de la Virgen se hallaba sostenido por cuatro gruesas columnas salomónicas de plata maciza.

La imagen lucía una corona de oro cubierta de piedras preciosas, y en circunferencia de ella había un círculo también de oro con doce estrellas, el sol y la luna.

Semanalmente se cambiaban las arracadas de brillantes que pendían de las orejas de la imagen. Poseía la Virgen treinta y seis pares de pendientes.

Las alhajas del pecho, los anillos y el bordado de los cien mantos representaban valores casi fantásticos.

En una mano llevaba la Virgen un cirio de oro, en cuyo extremo había un rubí imitando la llama.

El Niño que María llevaba en brazos no ostentaba menos lujo. La corona, obsequio del pueblo arequipeño, era de oro y piedras, así como un bastoncito regalo del virrey conde de Lemos.

El cinto de la Virgen tenía, entre otras piedras valiosas, un rubí de dos pulgadas de diámetro, que era la admiración de los viajeros.

La efigie, deslumbrante de pedrería, descansaba sobre un pedestal de plata imitando hojas de lirio. A los pies de la Virgen veíase últimamente la espada y el bastón de uno de los presidentes de Bolivia.

Dudamos mucho que en toda la cristiandad haya existido templo en el que, como en el santuario de Copacabana, la devoción de los fieles hubiera contribuido con donativos de alhajas y metales evaluados en más de un millón de duros.


III editar

En 1616 presentose entre los romeros que visitaron el santuario de Copacabana un joven español de simpática figura y que por lo melancólico de su rostro parecía víctima de un gran sufrimiento moral.

Así era en efecto. Alonso Escoto había venido a América en pos de la fortuna, que en el Nuevo Mundo se mostraba ciega y loca para con la mayor parte de los españoles. Sin embargo de su genio emprendedor, de su honradez y de su constancia para el trabajo, Alonso Escoto se veía perseguido por la fatalidad. Agricultor, comerciante, minero, en cuanto ponía mano tenía sombra de manzanillo. Siempre estaba a dos raciones: ración de hambre y ración de necesidad.

Con sus últimos recursos dirigiose a la romería de Copacabana; y una tarde en que la iglesia estaba solitaria, arrodillose ante el altar y dirigiose a la Virgen en estos términos: «Madre mía, tú que lees en los pliegues más secretos del alma, sabes que soy honrado a carta cabal. Te pido que me prestes lo que, por hoy, no te hace falta. Celebremos una compañía mercantil, que yo te juro pagarte ciento por uno. Tú serás el socio capitalista y yo el industrial. Ampárame, señora, en mi desventura».

Y Alonso Escoto salió del templo llevándose un par de pendientes y dos candelabros de plata.

Sin pérdida de tiempo emprendió Escoto el viaje para Arequipa, vendió la alhaja en dos mil pesos y los candelabros en quinientos.

Viajando por uno de los valles de este territorio, encontrose con el propietario de una hacienda de viña, quien lo invitó a visitar su fundo. Aceptó Escoto, y recorriendo una de las bodegas díjole el hacendado:

-Mire vuesa merced en este depósito una fortuna perdida. El licor de estas quinientas cubas fue la cosecha que tuve en el año que reventó el Huayna-Putina. El maldito volcán casi me arruina, porque el vino se ha torcido de tal manera que ni por vinagre logro venderlo.

Alonso Escoto probó del líquido de una de las cubas, y dijo:

-Pues si nos convenimos en el precio, mío es el vinagre, que ya veré yo forma de llevar las cubas a la costa y vender al menudeo. Formalizado el contrato, pagó Escoto mil pesos a buena cuenta, contrató mulas, puso sobre ellas un centenar de cubas, dejando las restantes depositadas en la bodega del vendedor, y emprendió su viaje a Lima.

Llegado a la ciudad de los reyes destapó una de las cubas, y encontrose con que el vinagre se había convertido en vino generoso de primera calidad, fenómeno que los vinicultores se explican por influencias climatéricas. Además, la oportunidad fue muy propicia para nuestro comerciante, porque el naufragio de algunos buques, que salieron de Cádiz con cargamento de vino, había influido en la alza de precio de este artículo de privilegiado consumo. Dicen muchos cronistas que ocasión hubo en que la arroba de vino llegó a valer en Lima quinientos pesos.

Escoto hizo con toda diligencia traer las cubas que dejara depositadas, y en menos de un año se encontró poseedor de una fortuna muy redonda. Entonces se decidió a liquidar la sociedad con la Virgen de Copacabana.

El 2 de febrero de 1615 se celebraba en el santuario de Copacabana con mucha pompa la fiesta de la Candelaria, y frente al altar de la Virgen se veía un gigantesco candelabro de plata con trescientas sesenta y cinco luces, número igual al de los días del año.

Tal fue la parte de la Virgen en la sociedad mercantil con Alonso Escoto, quien además hizo otros obsequios al santuario.

¡El candelabro de plata pesaba veintiséis arrobas!


IV editar

En 1826 el general Sucre, urgido por circunstancias especiales y que no me propongo examinar, dispuso que se fundiese y convirtiera en moneda sellada casi todo el oro y plata del santuario. Así desapareció el célebre candelabro de Alonso Escoto.

Muchas alhajas fueron compradas por el dueño de una famosa mina de Puno, la que poco después dio en agua.

Cuéntase que la Virgen poseía un magnífico collar de perlas, el cual fue comprado por un general inglés, al servicio entonces de Bolivia, en la suma de ocho mil pesos. El general lo obsequió a su novia, que se adornó con él una sola noche para asistir a un baile. Desde el siguiente día empezó a padecer una enfermedad de garganta que a la postre la conduje al sepulcro.

Hasta 1826 el santuario corrió a cargo de los agustinos, y desde entonces cuida de él un clérigo capellán.

Poco, muy poco aún le queda a la Virgen de Copacabana de su antigua riqueza, y según nos afirman su culto ha decaído mucho.