Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CUATRO PALABRAS POR VIA DE PRÓLOGO.


No recuerdo á punto fijo la época en que comencé á escribir versos. Recuerdo sí, aunque vagamente, que allá por los años de 1840, siendo muy niño, lo cual comprenderán ustedes perfectamente sabiendo que casi soy jóven todavía, andaba ya mi diminuta humanidad recitando coplas por escuelas y tertulias, con asombro de condiscípulos y regocijo de padres y parientes. Recuerdo que fué tambien por entónces cuando habiendo hecho á propósito del feliz término de la guerra civil unas estrofas que fueron en Soria muy aplaudidas, un respetable anciano, literato del antiguo régimen, me las hizo repetir una noche en casa del intendente, y sentándome despues sobre sus rodillas, y besándome con efusión, exclamó con la voz un tanto acatarrada que Dios le diera: ¡Ni Garcilaso!! Tardé bastantes años en conocer la importancia de tal elogio y la gravedad de tal heregía.

¡Pobre viejo! No se me ha olvidado tampoco que fué él quien me inspiró mi primer epígrama, si epígrama puede llamarse una desvergüenza dicha con toda la serenidad de la infancia. Habíase permitido el buen señor escribir una comedia ferozmente romántica, y que representada por una compañía de la legua que solia visitar alguna vez la población, tuvo, como no podia menos, más silbidos que espectadores. El pobre autor se llamaba Bazan, y, con razón ó sin ella, se creia descendiente del famoso don Alvaro, marqués de Santa Cruz. Pocos dias después del estreno de su obra corría de mano en mano el siguiente paralelo entre el marino y el poeta:

Los dos con distintos planes
Lograron iguales fines,
Uno fué honor de Bazanes
Y el otro honor de Ba..... Creo de buena fe que el anciano no me guardaba rencor por esta broma, pero confieso que muchas veces al acordarme del epígrama he sentido algo parecido al remordimiento. Hoy ya pueden contarse estas cosas; los que duermen la perpetua siesta no han de incomodarse por una chanza más ó menos.

Este período de poesía doméstica, por decirlo así, duró para mí muchos años. Oid ahora como se verificó mi aparición en la escena pública.

Hay en la calle del Correo una tienda de dos puertas, que hasta hace poco era despacho de diligencias y trasportes. En ese despacho, y encargado de la contabilidad, pasaba yo mi vida en los primeros meses de 1848. Una tarde, como todas, me hallaba sentado detrás de la barandilla del escritorio, mientras otro empleado anotaba los viajeros y encargos que llegaban, cuando dos individuos de buen aspecto, pero no de lujosa apariencia, vinieron á interrumpir mi ocupación. El objeto que les traia era consignar para Salamanca, si no me engaño, un pequeño paquetito. El dependiente lo anotó en seguida en el libro, y yo proseguí escribiendo en el mio. Porque yo escribía tambien; pero no en el libro Mayor, ni en ninguno de los de cuentas, sino en un viejo volúmen encuadernado en pergamino y con un papel moreno muy á propósito para borradores. Y lo que yo escribía eran versos.

Antes de entregar la peseta ó dos pesetas, valor del porte del paquete, el escribiente preguntó, como era de rigor, al consignatario:

— ¿Me quiere usted decir su nombre para anotarlo en el recibo?

— ¿Mi nombre? ¡ah! sí; perdone usted; estaba distraído: Eulogio Florentino Sanz.

Y en seguida añadió volviéndose á su acompañante:

— Parecen versos lo que está escribiendo ese muchacho.

Aquel nombre y estas palabras fueron para mí una revelación.

— Caballero, me atreví á balbucear, son, en efecto, renglones cortos que aspiran á ser versos.

Entonces el autor de Don Francisco de Quevedo, que acababa de estrenarse, por aquellos dias, y á quien abrumaban por consiguiente los elogios y los aplausos, me miró bastante descaradamente, á decir verdad, murmurando:

— Si no temiera ser indiscreto, yo le diría á usted si lo son.

Y á través de la pequeña balaustrada, alargó la mano hácia mi libro.

Yo se lo dí con orgullo y temor al mismo tiempo; temor, por la lectura; orgullo, por el lector.

Florentino y su amigo recorrieron en pocos minutos bastantes hojas del infolio que estaba ya á punto de concluirse. Por fin se detuvieron, y leyeron una misma composición dos ó tres veces; después devolviéndome el libro me preguntó el primero:

— ¿Cómo se llama usted?

— Manuel del Palacio, respondí con la misma turbación que si estuviera delante de un juez.

— No he oido ese nombre en mi vida, replicó, lo cual me prueba que no ha escrito usted nunca para el público.

— Así es en efecto, señor Sanz. — Muy mal hecho, exclamó casi en tono de reprensión.

— Y yo, ¿qué le he de hacer? murmuré con acento de disculpa.

— Lo que ha de hacer usted es copiar estos versos, éstos que se titulan La flor de mi esperanza, y llevármelos esta noche al café del Príncipe, ¿sabe usted dónde está?

— Sí, señor: no he estado nunca; pero, ¿no he de saber el café donde se reúnen los poetas?


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Pocos días después mis versos se publicaban en Los hijos de Eva, el mejor semanario de literatura que veia por entónces la luz, y en el mismo número en que se daba á conocer como poeta Antonio Cánovas del Castillo. Un mes más tarde era yo amigo de la mayor parte de los literatos que frecuentaban el café del Príncipe. La poesía en cuestión, tal como la recuerdo, es la siguiente:
LA FLOR DE MI ESPERANZA.

Yo vi en una mañana
Serena y deliciosa,
Brillar en la pradera fresca rosa
Espléndida y galana.
Sus hojas de colores
Al albo Sol hería,
Era la reina de las otras flores,
Era la flor de la esperanza mía.



Las amorosas brisas la mecieron
Llenando de perfume su capullo,
Vida y color la dieron,
Yo lozana la ví del prado orgullo;
Mis ayes de quebranto
Sólo ella cariñosa comprendía,
¡Cuántas veces mi llanto
Regó la flor de la esperanza mia!



Yo la conté mis sueños,
La historia le expliqué de mis amores,
Ella feliz rió de mis ensueños,
Y lloró desgraciada mis dolores.

Yo la adoré de niño,
Sobre mi corazón la puse un día;
Imán de mi cariño
Llamé la flor de la esperanza mía.



Ella creció en mi seno
Gallarda, seductora,
Y yo de gojo y de ventura lleno
La alimenté en mi seno hora tras hora.
Mas huyó la ventura,
Y ella tambien huyó con mi alegría,
El viento del dolor y la amargura
Secó la flor de la esperanza mía.



Purísimos raudales,
Que la vísteis erguida á vuestro lado
Reflejar en los límpidos cristales
Su color nacarado:
Si viendo sus despojos
Recordais su belleza y lozanía,
Llorad, cual lloran mis dolientes ojos
La pobre flor de la esperanza mia!


Han pasado más de veinte años, y todavía mi principal deleite son los versos. Me han cansado las diversiones, las orgías, los viajes, ¿qué más? el celibato; los versos no me cansan. Verdad es que seria por mi parte una insigne ingratitud. Debo á la poesía cuanto soy, cuanto valgo, cuanto poseo. En los varios azares de mi vida, ella ha sido mi consuelo y mi arma, mi sosten y mi vengador. Hé aquí por qué de todos los títulos y de todos los honores, el que más me ha halagado siempre es el de poeta. Una vez más trato por medio de este libro de averiguar si lo merezco.

Pero aunque así no sea; aunque mis sonetos se estrellen en los escollos de la crítica, ó lo que es peor aún, naufraguen en las ignoradas playas del olvido, no por eso prometo á ustedes arrepentimiento ni enmienda; nada de eso. Me he jurado á mi mismo, y soy incapaz de hacerme traición, que si Dios, como espero, se digna concederme en el supremo trance la serenidad de espíritu que no me negó nunca, mis últimos versos serán mi epitafio: E cosi sia.


Madrid. — Setiembre, 1870.


M. del Palacio.