La fortuna pareció sonreír al andaluz. En principalísimo término obtuvo la formal promesa de da Souza de dejarlo huir y facilitar su fuga bajo cuerda, para reunirse luego con él, apenas recibida la respuesta de Mendoza, y en segundo, pero no desdeñable lugar, al cabo de pocos meses terminó el cañón, retobado con anchas tiras de cuero vacuno fresco, y reforzado con sunchos de hierro de las pipas de vino que el gobernador Cabrera recibía. Había nevado, el tiempo muy frío endureció la madera, ciñó fuertemente el cuero al secarlo, y con ayuda de la suerte, el armatoste, montado sobre una especie de cureña hecha de piedras y argamasa no reventó ni se hizo astillas al primer disparo. Y fue milagro, de veras...

Chamijo, triunfante, recibió del buen don Antonio de Cabrera la orden de construir otros cañones y el título provisional de capitán de artillería. Esto significaba su libertad completa y ya sólo pensó en acelerar su desaparición del presidio, aunque da Souza, convencido de que los delitos enumerados de las instrucciones secretas tenían muy poco de verdad, le dijese que era innecesario recurrir a la fuga, porque el virrey no dejaría de premiar sus servicios confirmando lo acordado por el gobernador. ¿Para qué huir y exponerse a ser perseguido, cuando, días o semanas después ambos podrían, seguros y tranquilos, marcharse juntos a realizar su intento?

-El marqués de Mancera me tiene tal ojeriza que nada bueno aguardo de él -contestole Chamijo-. No dejará de atormentarme mientras no le entregue mi secreto. ¡Y eso sí que no haré, vive Dios! ¡No, no lo haré aunque me cueste la vida!

Aprovechando la marcha de un destacamento que salía en descubierta hacia el norte, y que acogió con regocijo a tan deseable vivandera, el flamante capitán de artillería hizo que Carmen quebrantara su destierro y fuera a esperarlo aguas arriba del río Cruces, en uno de los puertos que da Souza le había hablado en sus preparativos de fuga. Más vale prevenir que enmendar.

Los acontecimientos se apresuraron a darle razón: Una carta de don Leoncio de Mendoza, recibida por el alcaide, contestaba muy vagamente a sus preguntas, pero en cambio le decía que, noticioso el virrey del tratamiento de favor otorgado a Chamijo, contrariando sus órdenes explícitas, había resuelto que el gobernador de la plaza embarcase al infeliz en la primera oportunidad y atado de pies y manos se lo mandase al Callao, de donde se le llevaría a la cárcel más segura y rigurosa. «Os lo hago saber -terminaba don Leoncio- para que estéis en guardia y la orden no os tome de sorpresa, si, como decís, sois amigo de don Pedro Bohórquez Girón o como se llame, que al fin y al cabo también lo es mío».

No había que vacilar...

Puesto por él al corriente, Chamijo juró a Benzo da Souza que le aguardaría en el lugar conocido, con los indios aliados del río Cruces, y partió en una mula, que el alcaide le prestó aquella misma noche, abandonando para siempre la fabricación de cañones de palo, el grado de capitán de artillería en comisión y el presidio de Valdivia, donde ni don Antonio de Cabrera Vásquez y Acuña, gobernador, ni Bento da Souza, alcaide, tardaron en llorarlo. Y no por simple amistad.

De las hazañas de Pedro Chamijo, si se prefiere a don Pedro Bohórquez Girón, futuro Inca rebelado con las tribus calchaquíes contra el usurpador hispano, ya hace veintitrés años que tienen noticia los lectores y -como dicen los narradores de Oriente- no es necesario repetirlas.