Celebremos el Código

El alma rusa (1921)
de Octave Mirbeau
traducción de Anónimo
Celebremos el Código

CELEBREMOS EL CÓDIGO

Le llamaremos Luciano, aunque él no se llame así. Estima, por lo demás, nuestro hombre, muy poco la notoriedad, y nada le sería tan desagradable como ver en un periódico su verdadero nombre.

Luciano es un hombre de cerca de cuarenta años, fuerte aunque cenceño. Es estimado en toda la aldea, porque es alegre, agraciado, complaciente y muy amable. El destino, como se verá, le ha hecho filósofo. Sobre él no hay mas que una sola opinión en toda la comarca. Preguntad al burgués, al aldeano, al obrero, y os dirán de Luciano :

« Es un mozo... Si hace mal, aquí y allí hay otros, y eso no es su falta... no es feliz, sin embargo. »

Jornalero de profesión, va allí donde hay una obra, no importa qué obra... Una obra grande, se entiende. Porque el mismo reconoce de buen grado que, para los trabajos que no requieren finura, no hay como la mano. Pero en azadonar, mudar de casa a un vecino, binar las acelgas, cortar las maderas, no teme a nadie del pueblo... Quince días en casa de éste... Un mes con aquél... Una semana en casa del cura, otra en casa del alcalde, que es masón ; él se arregla con todo. Las opiniones políticas le importan poco... El las tiene todas, sucesivamente, según las de las gentes que lo emplean. Gana tres francos por día — es un precio estipulado, y a él se atiene — salvo el domingo, en que, naturalmente, no gana nada — cosa estipulada también. Es un hombre de costumbre, de tradición. Lleva la tradición en la sangre.

El infeliz es casado, y ha tomado en serio el problema de la repoblación ; tiene ocho hijos que le viven, de buen ver, largos dientes y vientre hambriento. Fácilmente se imagina uno lo que puede ser, para una mujer, el mantenimento y el cuidado de esos ocho niños ; encerrada en la casa todo el día, la mujer no puede trabajar, almenos en un trabajo productivo, porque además no está muy humanamente dotada para él... No gana nada y gasta lo que su hombre gana... así, pues he ahí diez seres humanos obligados a vivir ; es decir a pagar casa, alimentarse, vestirse, comprar y reparar los utensilios con tres francos por día... Y eso en una pequeña aldea, donde todo está fuera del precio ordinario. En los pueblos pequeños, no se querrá crerlo, pero nada hay más cierto, la existencia es mucho menos fácil para las gentes pobres, muchísimo más dura y molesta que en París. Cada artículo de consumo necesario llega allí previamente gravado con los gastos de tres o cuatro intermediarios. Un cuarto de kilo vale dos cuartos ; y cuatro cuartos de petróleo, seis. No es raro que las cosas indispensables sean allí un 25 por 100 más caras que en las grande poblaciones, y un 50 por 100 más malas, porque no se las renueva, sino muy raramente.

Hay que ver la casa de Luciano, una casucha sin abrigo, mal cerrada, con una habitación donde los chicos, unos encima de otros, mezclados, están como los conejos en una madriguera. Esta casa no tiene un jardín, el indispensable jardín que, a la vuelta de su trabajo, podía cultivar Luciano, con algunas legumbres para su uso y la venta y dos o tres flores, un alhelí en la primavera y el sol en el estío...

Ahora ya conocéis a Luciano tan bien como yo.

Pero he aqui lo que le ocurre contra esa opinión tan arraigada que quiere que las gentes pobres no lleguen jamás a nada...

Un día compró a un comerciante de novedades una blusa de trabajo. Le costó nueve francos. Era bien cara, pero no podía pasarse sin ella. El comerciante, que es hombre de iniciativas y de actividad, no vende en su tienda. Hace sus viajes en un carruaje que tiene y, en todas las aldeas de la región, tiene cuidado de hacerse anunciar por el tambor de cada una. Precisamente siempre con el deseo de hallar ocasión de ganar un poco más de dinero sobre su salario habitual, Luciano es tambor de la aldea. Por dos veces ha redoblado la llegada sensacional del comerciante de novedades, a razón de treinta sueldos cada vez.

Y Luciano, que no sabe leer, sino muy imperfectamente, conoce la aritmética lo bastante para hacer su cuenta, y se dijo cándidamente :

— Debo nueve francos al comerciante de novedades... bueno... El comerciante me debe a mí tres francos... bien. Luego, de nuevo quito tres, y quedan seis. Son seis francos lo que debo al comerciante.

El cálculo era impecable. Pero el comerciante de novedades no entendía la aritmética a la manera de Luciano, y le dijo :

— No es así como debe contarse... Tú me debes nueve francos... pues bien ; págame los nueve francos... Cuando me los hayas pagado, yo te pagaré los tres que te debo, y estaremos en paz... ¿ no es eso justo ?

— No — respondió Luciano — ; mi cálculo es bueno. Puesto que os debo nueve francos y me debéis a mí tres, la cosa es bien sencilla : yo os doy seis francos, y en paz. Eso es claro.

El comerciante reflexionó un momento, arrugó el entrecejo, y le dijo después :

— Bueno... testarudo... ¿ No me debes nueve francos ?

— Sí... ¿ Y no me debe usted tres ?

— Sí.

— Pues entonces !

— Entonces, págame nueve francos.

— Seis francos.

— No... nueve francos.

Luciano porfiaba más y más, tanto cuanto el comerciante se obstinaba. Llegaron a deirse cosas desagradables, luefo se enfadaron, se amenazaron, y, finalmente, el comerciante de novedades juró y perjuró por todos los diablos enviarle el alguacil.

Luciano le respondió :

— Enviadme todos los alguaciles que queráis, a mi qué... Yo os debo nueve francos.

— Pues bien, paga.

— No, porque me debéis tres francos.

— ¡ Al diablo !

El comerciante acudió sofocado a casa del alguacil.

— ¡ Buen negocio ! — dijo éste frotándose las manos.

Y el alguacil va a casa de Luciano,no el alguacil en persona, sino algo que le representa terriblemente : papeles, papeles cuyas costas, inscriptas al final de las hojas, se añaden las unas a las otras, acabando por formar, después de algunos meses, una suma de 125 francos de gastos, sin perjuicio de los nueve francos, de los intereses, de otros gastos para lo futuro, porque el alguacil está de vena y no se detendrá en tan buen camino.

Y cada vez que recibe uno de esos papeles, se aprieta la cabeza, y dice :

— En fin... esto es gracioso. Yo debo nueve francos, él me debe tres, dándole tres le doy seis... No salgo de ahí.

Lo más triste es que, entre las mismas personas que empleaban a Luciano encontró oposiciones. Así todas las que lo empleaban decían :

— ¡ Por Dios, hombre !... nos queremos mezclarnos en tus asuntos... Tú eres un buen hombre... pero anda a trabajar.

— ¡ Vamos ! — decía Luciano. — Yo debo nueve francos.

No se le quería oir.

Ahora Luciano tiene miedo, reserva... un día aquí, medio día allá, va trabajando. Se ha hecho filósofo. Arroja el fuego ; sin aprirlos nunca, todos los papeles timbrados que continúan cayendo sobre su casucha como una bandada de cuervos sobre los bosques de otoño.

— ¡ Que se arreglen ! Hacedlo dulcemente... ¿ No es eso ? La cosa es fácil de comprender... Yo debo nueve francos...

El debe más de doscientos actualmente... y las costas siguen aumentando siempre.

Y yo quiero, yo también, en el momento en que se celebran con tanto esplendor las bellezas del Código Civil, referir sin comentarios esta historia sensacional y verídica.