Catalina Howard
Catalina Howard es una creación singular. Su objeto es pintar una pasión, pasión terrible cuando se arraiga, sobre todo en una mujer, y doblemente terrible si los principios religiosos y morales han sido descuidados en ella por la educación. Alejandro Dumas ha creído buenos todos los medios para llegar a su fin, y se ha valido en esta composición de algunos tan originales, tan nuevos y tan verdaderos, que ha impreso a su obra el sello del genio.
La vida de Enrique VIII de Inglaterra, hombre extraordinario por la influencia que sus ardientes e indómitas pasiones estaban destinadas a ejercer en aquella nación preponderante, ha sido una mina inagotable para el teatro. Hombre más sensual y orgulloso que enamorado y justo, convirtió su tálamo real en potro de sus mujeres, e hizo cuestiones políticas y religiosas, cuestiones nacionales, sus pasajeros y funestos amores. Buscando inútilmente en el vicario de Cristo una sanción imposible a sus desórdenes, no vaciló en segregarse a sí y a su pueblo de la iglesia católica y declararse jefe de la comunión anglicana.
No es nuestro ánimo entrar en un examen histórico, sino literario, y cesaremos de hablar de Enrique VIII; ocupémonos sólo del cuadro diestramente coloreado de Dumas.
Catalina Howard es una joven de extraordinaria belleza, de baja extracción, ligera y superficial, mal educada y cuya imaginación mal dirigida se alimenta de sueños dorados y de ilusiones de grandeza y poder superiores a su esfera. La ambición es su pasión dominante: las demás no deben ser en ella sino instrumentos, medios de triunfo. Un amante misterioso es el alimento de semejantes mujeres novelescas, y en ese concepto se halla secretamente casada con Ethelwood, duque de Dierham, par del reino y favorito de Enrique, pero sin saber la alta categoría de su esposo.
El rey la ha visto, y trata de dar en ella una sucesora a su última esposa. Ethelwood, encargado de llevar a palacio su propia mujer, no halla más arbitrio, conocido el carácter del rey, que fingir la muerte de Catalina, asfixiándola por medio de una bebida narcótica, y vivir después con ella encerrado en su castillo. Inútil precaución. Catalina, vuelta a la vida, esposa de un duque, y sabedora de la pasión del rey, se aviene mal con su posición. La oferta de la mano de la hermana de Enrique, hecha al duque y rehusada por él, causa la desgracia de Ethelwood, que, fecundo en arbitrios, y queriendo evitar la cólera del rey, lo sacrifica todo al amor e imagina para sí una muerte fingida, semejante a la que ha dado anteriormente a su querida. Pero Catalina, puesta en la alternativa de sacar del sepulcro a su esposo para vivir oscuramente con él, mudando nombre y país, o de dejarlo para siempre en su tumba y subir al trono, arroja la llave del sepulcro y da la mano a Enrique.
Ethelwood, sin embargo, se salva merced a la princesa Margarita, de él enamorada, y oculto en el mismo palacio se convierte en el remordimiento personificado de Catalina, a quien se presenta como un espectro para acibarar su mal lograda dicha. Su venganza se extiende hasta dar celos al rey, haciendo aparecer culpable a Catalina, y ésta, acusada por el regio esposo ante la cámara alta, es condenada al suplicio. Catalina consigue apartar de Londres al ejecutor, sin el cual debería demorarse la ejecución a no presentarse un hombre enmascarado pronto a servir de verdugo. Éste es Ethelwood mismo, que decapita a su esposa, y que, no habiendo vivido sino para vengarse, declara enseguida su complicidad en la deshonra del rey, arrancándose la máscara.
Si se busca moral en este drama, repetiremos que Ethelwood evocado del sepulcro, para morir al coronar su obra y expirar con Catalina, es la personificación moral del remordimiento que acaba con el culpable y sólo muere con él: invisible para los demás, oculto a los ojos del mundo y sólo palpable para el criminal. Moral por cierto algo más poderosa que una máxima final o una árida sentencia. En las comedias de costumbres del género clásico oye el espectador la moral dicha. En Catalina Howard ve la moral en acción. Tendencia irresistible del siglo, en que no hay más verdades que los hechos, en que la moral se presenta al hombre no como dogma sino como interés.
Considerando bajo este punto de vista esta creación, desaparecen las acusaciones hechas por algunos a Dumas acerca de la extremada venganza de Ethelwood; estos críticos no consideran que el objeto del poeta no es pintar a una mujer ambiciosa, a un rey déspota, a un marido ofendido. El objeto del poeta es pintar la ambición en la mujer: Catalina es su protagonista. Enrique VIII, Ethelwood, la princesa, son sólo medios muy secundarios para él, que le llevan a su fin.
Para pintar toda la fuerza de la ambición era preciso colocarla en contraste con los mayores sacrificios; eso ha hecho el autor poniendo en Ethelwood cuanto pudiera haber retraído a Catalina de su crimen; pero tal es la pasión dominante, que sólo permite pequeños intervalos de ternura. Catalina es mujer, y a la vuelta del dolor natural en su sexo, pero momentáneo, de ver perecer por ella a su esposo, y de la sensación generosa inevitable que siente al verle ponerse en sus manos, no puede menos de volver a su idea fija, a la ambición, al verle sin sentido, y le arranca la sortija que el rey le pusiera a ella en la mano en la tumba; rasgo que pinta todo un carácter, que descubre en el poeta el gran conocedor del corazón humano.
Es tan cierta esta observación que nosotros no dudamos en apelar a las mujeres culpables. Dígannos si al engañar a sus amantes o sus esposos no han tenido momentos de ternura hacia su víctima, si un sentimiento interno de justicia y de generosidad no las ha obligado, a su pesar, a indemnizar con una caricia más tierna, con protestas sinceras de buena fe, al mismo esposo a quien engañaban, acaso momentos después de acabarle de faltar. Tal es el corazón humano, en que lucha siempre el bien con el mal, aun al mismo tiempo de ser vencido aquél por éste. El favor que nos hace a veces un enemigo, y que se llama comúnmente perfidia, suele no ser otra cosa que un resto de generosidad y de bondad moribunda que lucha por vencer; suele no ser otra cosa que un homenaje que a nuestro pesar rinde en nuestro propio corazón el mal al bien, el vicio a la virtud.
El que sabe estas verdades como Dumas es gran poeta; nadie en el teatro francés moderno las sabe como él y nadie es por tanto más dramático que él, incluso Víctor Hugo, de quien ya en otras ocasiones hemos dicho ser más lírico que dramático, más brillante que profundo.
Otro rasgo no menos superior es el de no advertirse nunca en Catalina un solo momento de arrepentimiento: ésa es la verdad; cuando una pasión domina el corazón, por más que le lleve al precipicio, el culpable no se arrepiente nunca; cree que ha tenido desgracia, cree que ha empleado malos medios, siente no haber triunfado, y las lágrimas se las arranca el castigo, no el arrepentimiento; bájese de la horca al que la pasión del robo domina, y póngasele en situación de volver a robar: pondrá otros medios, será más cauto; toda la diferencia consistirá en ser mejor ladrón. Puédese prescindir de las acciones, y variar en la elección de ellas; de las pasiones nunca, porque son nuestra organización, porque la pasión es el hombre mismo; porque la pasión es semejante al agua que, comprimida por un lado, no vuelve escarmentada al manantial de que partió, sino que trata de seguir su curso buscando otra salida y, cerrada la segunda, otra y cien mil, hasta que sale. Fundados en estas verdades dijimos no hace mucho tiempo que el teatro rara vez corrige al hombre, porque el hombre es animal de poco escarmiento.
En cuanto a los medios y las formas dramáticas, a los crímenes, a los horrores que han sucedido en el teatro moderno a la fría combinación de las comedias del siglo XVIII, oponerse a ellos es oponerse a la diferencia de las épocas y de las circunstancias, con las cuales varía el gusto. «Al teatro vamos a divertirnos», dicen algunos candorosamente. No; al teatro vamos a ver reproducidas las sensaciones que más nos afectan en la vida, y en la vida actual ni el poeta, ni el actor, ni el espectador tienen ganas de reírse; los cuadros que llenan nuestra época nos afectan seriamente, y los acontecimientos en que somos parte tan interesada no pueden predisponernos para otra clase de teatro; de aquí que no se darán comedias de Molière y Moratín, intérpretes de épocas más tranquilas y sensaciones más dulces, y si fuera posible que se hicieran, no nos divertirían; y en eso nuestra época se parece al borracho, a quien de resultas del vino atormenta la sed, y que no puede apagarla sino con vino, porque el agua le parece insípida cuando el deseo engañador le conduce a gustarla.
Fuerza es confesar sin embargo que en España la transición es un poco fuerte y rápida. La Francia puede contar medio siglo de revolución, cuando nuestras revueltas no tienen siquiera la mitad de esa fecha, y aun nuestros sacudimientos pueden apenas compararse con los de la vecina nación. Ella sin embargo ha tardado medio siglo en hacer su revolución literaria, y la ha hecho gradualmente; las licencias poéticas han tenido que ganar el terreno a palmos empezando por los teatros de boulevard y por el melodrama de la Porte-Saint-Martin hasta conquistar el Teatro Francés; y entre nosotros en un año sólo hemos pasado en política de Fernando VII a las próximas constituyentes, y en literatura de Moratín a Alejandro Dumas, y es de tener en consideración que el clasicismo aristotélico y horaciano había tenido tiempo de cansar al público francés desde el siglo de Luis XIV hasta Napoleón, y que nosotros no hemos apurado el género clásico, puesto que desde Comella hasta nosotros ni han transcurrido más que veinte y tantos años, ni en ésos hemos disfrutado más que tres comedias y media de Moratín, otras tantas de Gorostiza, alguna de algún otro, y varias traducciones, no todas buenas, de Racine, de Molière y de autores franceses de segundo orden. En una palabra, que estamos tomando el café después de la sopa.
He aquí una de las causas de la oposición que así en política como en literatura hallamos en nuestro pueblo a las innovaciones. Que en vez de andar, y de caminar por grados, procedemos por brincos, dejando lagunas y repitiendo sólo la última palabra del vecino. Queremos el fin sin el medio, y ésta es la razón de la poca solidez de las innovaciones. La traducción es mala, y ha sido mal puesta en escena, por lo que hace al ornato.
En cuanto a la representación hase conocido que había empeño particular en que Catalina Howard saliese bien representada: argumento terrible para nosotros. Si la señora beneficiada, si Latorre, si Romea, si todos en general nos han probado que cuando quieren saben representar, ¿no tendremos un derecho para reconvenirles agriamente cuando representan mal?
La señora Rodríguez nos ha convencido de que nadie puede reemplazarla en su buena dicción y en la verdad sorprendente con que ha hecho varias escenas; su resurrección sobre todo nos ha parecido excelente, y el sueño delante del rey. Latorre ha estado admirable en la escena de la tumba, y Romea no ha dejado nada que desear en la del Parlamento.