Casa con dos puertas, mala es de guardar/Jornada I

Casa con dos puertas, mala es de guardar
de Pedro Calderón de la Barca
Jornada I

Jornada I

Salen MARCELA y SILVIA en corto con mantos, como recelándose, y detrás LISARDO y CALABAZAS.
MARCELA:

¿Vienen tras nosotras?

SILVIA:

Sí.

MARCELA:

Pues párate. -Caballeros,
desde aquí habéis de volveros,
no habéis de pasar de aquí,
porque si intentáis así
saber quien soy, intentáis
que no vuelva donde estáis
otra vez, y si esto no
basta, volveos, porque yo
os suplico que os volváis.

LISARDO:

Difícilmente pudiera
conseguir, señor, el sol
que la flor del girasol
su resplandor no siguiera.
Difícilmente quisiera
el norte, fija luz clara,
que el imán no le mirara,
y el imán difícilmente
intentara, que obediente
el acero le dejara.
Si sol es vuestro esplendor,
girasol la dicha mía,
si norte vuestra porfía,
piedra imán es mi dolor;
si es imán vuestro rigor,
acero mi ardor severo.
Pues ¿cómo quedarme espero,
cuando veo que se van,
mi sol, mi norte y mi imán,
siendo flor, piedra y acero?

MARCELA:

A esta flor hermosa y bella,
términos el día concede,
bien como a esa piedra puede
concederlos una estrella,
y pues él se ausenta, y ella,
no culpéis la ausencia mía;
decid a vuestra porfía,
piedra, acero o girasol,
que es de noche para el sol,
para la estrella de día.
Y quedaos aquí, porque
si este secreto apuráis,
y a saber quién soy llegáis,
nunca a veros volveré
a aqueste sitio, que fue
campaña de nuestro duelo;
y puesto que mi desvelo
me trae a veros aquí,
creed de mí que importa así.

LISARDO:

De vuestro recato apelo,
señora a mi voluntad,
y supuesto que sería
no seguiros cortesía,
también será necedad.
Necio o descortés, mirad
cuál mayor defecto es,
veréis [que] el de necio, pues
no se enmienda, y así a precio
de no ser, señora, necio,
tengo de ser descortés.
Seis auroras esta aurora
hace que en este camino
ciego el amor os previno
para ser mi salteadora:
tantas ha que a aquella hora
os hallo a la luz primera,
oculto sol de su esfera,
de su campo rebozada
ninfa, deidad ignorada
de su hermosa primavera.
Vós me llamastis, primero
que a hablaros llegara yo;
que no me atreviera, no,
tan de paso y forastero.

LISARDO:

Con estilo lisonjero,
áspid ya de sus verdores,
no deidad de sus primores,
desde entonces fuistes; pues
áspid, que no deidad, es
quien da muerte entre las flores.
Dijístisme que volviera
otra mañana a este prado,
y puntüal mi cuidado
me trujo como a mi esfera.
No adelanté la primera
ocasión, porque bastante
no fue mi ruego constante,
a que corriese la fe,
que adora lo que no ve,
ese velo de delante:
viendo, pues, que siempre es nuevo
el riesgo, y el favor no,
quiero a mí deberme yo
lo que a vuestra luz no debo:
y así a seguiros me atrevo,
que hoy he de veros, o ver
quien sois.

MARCELA:

Hoy no puede ser,
y así dejadme por hoy,
que yo mi palabra os doy
de que muy presto saber
podáis mi casa, y entrar
a verme en ella.

CALABAZAS:

[A SILVIA.]
¿Y a ella
doncella desa doncella
(la verdad en su lugar,
que yo no quiero infernar
mi alma) hay cosa que le obligue
a taparse?

SILVIA:

Y si me sigue,
tenga por muy cierto.

CALABAZAS:

¿Qué?

SILVIA:

Que me persigue, porque
quien me sigue me persigue.

CALABAZAS:

Ya sé el caso vive Dios.

SILVIA:

¿Qué va que no le declaras?

CALABAZAS:

Muy malditísimas caras
debéis de tener las dos.

SILVIA:

Mucho mejores que vós.

CALABAZAS:

Y está bien encarecido,
porque yo soy un cupido,

SILVIA:

Cupidos somos yo y tú.

CALABAZAS:

¿Cómo?

SILVIA:

Yo el pido, y tú el cu.

CALABAZAS:

No me está bien el partido.

MARCELA:

[A LISARDO.]
Esto os vuelvo a asegurar
otra vez.

LISARDO:

Pues ¿qué fianza
le dejáis a mi esperanza
de las dos que he de lograr?

MARCELA:

(Descúbrese.)
La de dejarme mirar.

LISARDO:

Usar desa alevosía
para turbar mi osadía,
ha sido traición, pues ya
viéndoos, ¿cómo os dejará
quien sin veros os seguía?

MARCELA:

¡Quedad, pues, de mí seguro
de que muy presto sabréis
mi casa, y entenderéis
cuánto serviros procuro,
esto otra vez aseguro.

LISARDO:

Ya en seguiros soy de hielo.

MARCELA:

Y yo sin ningún recelo
de que agradecida estoy,
por esta calle me voy.

LISARDO:

Id con Dios.

MARCELA:

Guárdeos el cielo.

(Vanse las dos.)


CALABAZAS:

¡Linda tramoya, señor!
Sigámosla hasta saber
quién ha sido una mujer
tan embustera.

LISARDO:

Es error
Calabazas, si en rigor
ella se recata así,
seguirla.

CALABAZAS:

¿Eso dices?

LISARDO:

Sí.

CALABAZAS:

Vive Dios, que la siguiera
yo, aunque hasta el infierno fuera.

LISARDO:

¿Qué me debe, necio, di,
de haber cuatro días hablado
conmigo en este lugar,
para darle yo un pesar,
de quien ella se ha guardado?

CALABAZAS:

Debe el haber madrugado
estos días.

LISARDO:

Ya que estamos
solos, ya que así quedamos
sobre lo que podrá ser
tan recatada mujer,
discurramos.

CALABAZAS:

Discurramos.
Dime tú, ¿qué has presumido
de lo que has visto y notado?

LISARDO:

De estilo tan bien hablado,
de traje tan bien vestido,
lo que he pensado y creído,
es, que esta debe de ser
alguna noble mujer,
que donde no es conocida,
disimulada y fingida,
gusta de hablar y de ver,
y por forastero a mí
para este efeto eligió.

CALABAZAS:

Mucho mejor pienso yo.

LISARDO:

Pues no te detengas, di.

CALABAZAS:

Mujer que se viene así
a hablar con quien no la vea,
donde ostentarse desea
bachillera y importuna,
que me maten si no es una
muy discretísima fea,
que por el pico ha querido
pescarnos.

LISARDO:

¿Y si la hubiera
visto yo, y un ángel fuera?

CALABAZAS:

¡Vive Dios, que me has cogido!
La Dama Duende habrá sido,
que volver a vivir quiere.

LISARDO:

Aun bien, sea lo que fuere,
que mañana se sabrá.

CALABAZAS:

¿Luego crees que vendrá
mañana?

LISARDO:

Si no viniere,
poco, o nada habrá perdido
la necia esperanza mía.

CALABAZAS:

El madrugar a otro día
¿poca pérdida habrá sido?

LISARDO:

El negocio a que he venido
a madrugar me ha obligado,
no le debo a este cuidado.

CALABAZAS:

Cerca de casa vivió,
pues de vista se perdió
cuando a casa hemos llegado.

LISARDO:

Y tarde debe de ser.

CALABAZAS:

Sí, pues vistiéndose sale
quien a los dos nos mantiene,
sin ser los dos justas reales.

(Salen DON FÉLIX y el ESCUDERO como vistiéndose.)

 

LISARDO:

Don Félix, bésoos las manos.

DON FÉLIX:

El cielo, Lisardo, os guarde.

LISARDO:

¿Tan de mañana vestido?

DON FÉLIX:

Un cuidado, que me trae
desvelado, no permite
que sosiegue ni descanse.
Pero vós, que os admiráis
de que a esta hora me levante,
¿no me dijistes anoche,
que a dar unos memoriales
habíais de ir a Aranjuez?
¿Pues cómo a Ocaña os tornastis
desde el camino?

LISARDO:

Si bien
me acuerdo, regla es del arte,
que la pregunta y respuesta
siempre un mismo caso guarden;
y puesto que a mi pregunta
fue la respuesta más fácil
un cuidado de la vuestra,
otro cuidado me saque,
que es el que a Ocaña me ha vuelto.

DON FÉLIX:

¿Apenas ayer llegastes,
y hoy tenéis cuidado?

LISARDO:

Sí.

DON FÉLIX:

Pues por obligaros antes
que me obliguéis a decirle:
este es el mío, escuchadme.

CALABAZAS:

En tanto que ellos se pegan
dos grandísimos romances,
¿tendréis, Herrera, algo que
se atreva a desayunarse?

ESCUDERO:

Vamos hacia mi aposento,
Calabazas, que al instante
que entréis vós en él,
no faltará algo fiambre.

(Vanse los dos.)


DON FÉLIX:

Bien os acordáis de aquellas
felicísimas edades
nuestras, cuando los dos fuimos
en Salamanca estudiantes.
Bien os acordáis también
del libre, el glorioso ultraje
con que de Venus y Amor
traté las vanas deidades
de su hermosura y sus flechas,
tan a su pesar triunfante,
que de rayos y de plumas
coroné mis libertades.
¡Oh, nunca hubiera, Lisardo,
luchado tan desiguales
fuerzas, porque nunca hubieran
podido los dos vengarse,
O hubiera sido su golpe,
puesto que a todos alcance,
por costumbre solamente,
flecha disparada al aire,
y no por venganza flecha
bañada en venenos tales,
que salió del arco pluma,
corrió por el viento ave,
llegó rayo al corazón,
donde se alimenta áspid!

DON FÉLIX:

La primer vez que sentí
este golpe penetrante,
que sabe herir sin matar,
y aun esto es lo más que sabe,
en la juventud del año
una tarde fue agradable
del abril, pero mal dije,
al alba fue. No os espante
ser por la tarde y al alba,
que con prestados celajes,
si bien me acuerdo, aquel día
amaneció por la tarde.
Este, pues, como otros muchos,
por divertirme y holgarme,
salí a caza, y empeñado,
llegué de un lance a otro lance
al sitio de Aranjuez,
que como poco distante
está de Ocaña, él es siempre
nuestro prado y nuestro parque.

DON FÉLIX:

Quise entrar a sus jardines,
sin saber qué me llevase
a ver lo que tantas veces
había visto; que esto es fácil,
todo el tiempo que no asisten
al sitio sus Majestades.
En el de la Isla entré:
¡oh, cómo, Lisardo, sabe
la desdicha prevenirse,
el daño facilitarse!
Pues como la mariposa,
que halagüeñamente hace
tornos a su muerte, cuando
sobre la llama flamante
las alas de vidro mueve,
las hojas de carmín bate.
Así el infeliz, llevado
de su desdicha al examen,
ronda el peligro, sin ver
quién al peligro le trae.

DON FÉLIX:

Estaba en la primer fuente,
que es un peñasco agradable,
donde temiendo el diluvio
de sus cruzados cristales,
parece que van viniendo
a él todos los animales,
una mujer recostada
en la siempre verde margen
de murta, que la guarnece,
como cenefa o engaste
de esmeralda, cuyo anillo
es toda el agua diamante,
tan divertida en mirar
su hermosura en el estanque
estaba, que puso en duda,
sobre ser mujer, o imagen,
porque como ninfas bellas
de plata bruñida hacen
guarda a la fuente, tan vivas,
que hay quien espere que anden,
y ella miraba tan muerta,
que no pudo esperar nadie,
que se pudiese mover.

DON FÉLIX:

La naturaleza al arte,
me pareció que decía,
«No blasones, no te alabes
de que lo muerto desmiente
con más fuerza en esta parte,
que yo desmiento lo vivo,
pues en lo contrario iguales,
sé hacer una estatua yo,
si hacer tú una mujer sabes,
o mira un alma sin vida,
donde está con vida un jaspe».
Al ruido que en las hojas
hice, ¡ay de mí!, por llegarme
a mirarla de más cerca
del éxtasis agradable,
no fuese de amor, volvió
con algún susto a mirarme.
No me acuerdo, si la dije,
que ufana no contemplase
tanta beldad, por el riesgo
de ser de sí misma amante;
que donde hubo ninfa y fuente,
no fue posible escaparme
del conceto de Narciso.

DON FÉLIX:

Ella, honestamente grave,
sin responderme, volvió
la espalda, y siguió el alcance
de una tropa de mujeres
que andaba más adelante,
midiendo de los jardines,
ya los cuadros, ya las calles,
hasta que su pie llegó
a hacer a todos iguales,
porque el pequeño contacto
flores produjo fragrantes
tantas la arena, que ya
no pudo determinarse,
si eran calles, o eran cuadros
el jardín por todas partes,
pues fueron rosas después
las que eran veredas antes.
El traje que se vestía,
era un bien mezclado traje,
ni bien de corte, ni bien
de aldea, sino a mitades,
de señora en el aliño,
de aldeana en el donaire.
En un airoso sombrero
llevaba un rizo plumaje,
a quien tuvieron acción
la tierra después y el aire,
por el matiz o la pluma,
sobre si era flor o ave.

DON FÉLIX:

Seguila hasta que llegó
a la cuadrilla, que errante
coro tejido de ninfas
a los templados compases
de hojas, pájaros y fuentes
sonoramente süaves.
Cada paso era un festín,
cada descuido era un baile,
a todas las conocía
en fin, como a naturales
de Ocaña, y solo ignoré
quién era de mis pesares
la ocasión, que ya lo era:
porque desde el mismo istante
que la vi, sentí en el alma
todo lo que hoy siento: nadie
diga, que quiso dos veces,
que aunque aquí mire, allí hable,
aquí festeje, allí escriba,
aquí pierda, y allí alcance,
no ha de querer más que una,
que no pueden ser iguales
en el mundo dos efetos,
si de una causa no nacen.

DON FÉLIX:

De algunas de las que iban
con ella pude informarme
de quién era, y hallé en ella
más calidad por su sangre,
que por su beldad. La causa
de no haberla visto antes,
fue por haberse criado
en la corte con su padre,
hasta que a Ocaña se vino,
porque viva donde mate.
No os digo que la serví
feliz, y dichoso amante,
porque dichas que se pierden
son las desdichas más grandes.
Solo digo que obligada
a mis finezas constantes,
a mis servicios corteses,
y a mis afectos leales,
merecí que alguna noche
por una reja me hablase
de un jardín, donde testigos
fueron de venturas tales,
la noche y jardín, que solos
a los dos quise fiarme;
porque al jardín y a la noche,
que son el vistoso alarde,
ya de flores, ya de estrellas,
hiciera mal de negarles
a las unas lo que influyen,
y a las otras lo que saben;
puesto que estrellas y flores
siempre en amorosas paces
enlazadas unas de otras,
eran terceras de amantes.

DON FÉLIX:

Desta suerte, pues, teniendo
la fortuna de mi parte
viento en popa del amor,
corrí los inciertos mares,
hasta que el viento mudado
levantaron huracanes
de una tormenta de celos,
montes de dificultades.
Tormenta de celos dije,
ved si alguna vez amastis,
¿qué esperanzas hay del piloto?
¿qué seguro de la nave?
Bien creeréis, Lisardo, bien,
cuando así escuchéis quejarme
de los celos, que soy yo
quien los tiene, no os engañe
el afecto de sentirlos
desta süerte, porque antes
soy quien los he dado, y ellos
son en sus efetos tales,
que me matan dados, como
tenidos pueden matarme.

DON FÉLIX:

¡Oh! ¿A qué nacen los que a ser
dados ni tenidos nacen?
Hay una dama en Ocaña,
a quien yo rendido amante
festejé un tiempo; esta, pues,
por darme muerte, y vengarse,
se ha declarado con ella,
fingiendo finezas grandes
que a mi amor debe: ¡Ay Lisardo,
qué prontamente, qué fácil
en los celos las mentiras,
sientan plaza de verdades!
Con esto se han retirado,
tal, que aun para disculparme
no permite que la vea,
no me deja que la hable.
Mirad, pues, si este cuidado
consentirá que descanse,
cercado de tantas penas,
cargado de tantos males,
muerto de tantos disgustos,
lleno de tantos pesares;
y finalmente teniendo
sin culpa ofendido un ángel,
pues el padecer sin culpa
es la desdicha más grande.

LISARDO:

Don Félix, aunque los celos
de quien así os quejáis, basten
a dar pesadumbre dados,
en no ser tenidos traen
anticipado el consuelo;
que el dolor es tan distante,
desde darlos a tenerlos,
cuanto hay de ser un amante
la persona que padece,
o la persona que hace.
Con lástima empecé a oíros
cuando los celos nombrastis,
mas cuando dijistis que era
engaños, y no verdades,
la lástima se hizo envidia,
porque no hay gusto tan grande,
cuando hay desengaños, como
hacer damas y galanes,
o paces para reñir,
o reñir para hacer paces.
Id a ver a vuestra dama,
que yo sé, aunque más se guarde,
pues ella tiene los celos,
que ella está en aqueste instante
más que vós desengañada,
deseando desengañarse.

(Salen MARCELA y SILVIA, abriendo una puerta que estará tapada con una antepuerta, y deténiense detrás della.)

 

MARCELA:

[Aparte a SILVIA.]
Por esta puerta, que al cuarto
de mi hermano, Silvia sale,
desde el mío a verle vengo,
porque aunque él esté ignorante
de que he salido hoy de casa,
con esto he de asegurarle.

SILVIA:

Detente, que está con él
el tal huésped, y ya sabes
que no quiere mi señor
que llegue a verte, ni hablarte.

MARCELA:

Y aun esa fue mi desdicha,
oigamos desde esta parte.

LISARDO:

Y si en tanto que este gusto
llega, queréis que yo trate
de divertiros, pues fue
concierto que os escuchase
un cuidado, y [que os] dijese
el mío, oídme, escuchadme.

MARCELA:

Oye.

LISARDO:

Después que troqué
el hábito de estudiante
al del soldado, la pluma
a la espada, la süave
tranquila paz de Minerva
al sangriento horror de Marte,
la Escuela de Salamanca
a la Campaña de Flandes,
y después, en fin, que hube,
sin valedor que me ampare,
merecido una jineta,
premio a mi servicio grande,
por haberme reformado
entre otros capitanes,
ya la campaña acabada,
que no me viniera antes,
pedí licencia, y partí
a España, por ver si honrarme
merezco el pecho con una
de las cruces militares,
que sobre el oro del alma
son el más noble realce.

LISARDO:

Con esta pretensión vine,
y su Majestad, que guarde
el cielo para que sea
Fénix de nuestras edades,
remitió mi memorial,
a tiempo que a desahogarse
de molestias cortesanas,
vino a Aranjuez, admirable
dosel de la primavera.
Mas ¿qué mucho que se alabe
de serlo, si la más bella,
la más pura, más fragante
flor, la flor de lis, la reina
de las flores, tras si trae
cuantas a envidia del sol,
rayos brillan, luz esparcen?
Seguí la corte, traído
más de mi afecto constante,
que de mi necesidad,
porque de ministros tales
hoy el Rey se sirve, que
no es al mérito importante
la asistencia, porque todos
acudir a todo saben.
Gracias al cielo de aquel,
con quien el peso reparte
de tanta máquina, bien
como Alcides con Atlante.

LISARDO:

Llegué en efeto a Aranjuez,
donde vós me visitastis
en una posada, y viendo
tan incómodo hospedaje,
como tienen en los bosques
escuderos y pleiteantes,
que me viniese con vós
a Ocaña me aconsejastis,
pues los días de la audiencia,
dos leguas era tan fácil
andarlas por la mañana,
y volverlas a la tarde.
Yo por vuestro gusto, más
que por mis comodidades,
obedecí. Todo esto,
ya vuestra amistad lo sabe,
pero importa haberlo dicho,
para que de aquí se enlace
la más extraña novela
de amor que escribió Cervantes.

MARCELA:

[Aparte.]
Aquí entro yo agora.

LISARDO:

Un día,
que madrugué vigilante,
por llegar antes que el sol
nuestro horizonte rayase,
junto a un convento, que está
de Ocaña poco distante,
entre unos álamos verdes
vi una mujer de buen aire.
Saludela cortésmente,
y ella, antes que yo pasase,
por mi nombre me llamó.
Volví en oyendo nombrarme,
y diciendo a Calabazas
que con el rocín me aguarde,
llegué diciendo: «Dichoso
el forastero a quien saben
su nombre las damas»; y ella,
con más cuidado en taparse,
me respondió a media voz:
«Caballero desas partes
no es forastero en ninguna»;
y añadió6 favores tales,
que me obliga la vergüenza,
por mí mismo, a que los calle;
porque no sé cómo hay hombres
tan vanos, tan arrogantes,
que de que ha habido mujeres
que los buscaron se alaben.

SILVIA:

[Aparte.]
Él cuenta nuestro suceso.

MARCELA:

¡Oh quien pudiera estorbarle,
antes que en Félix las señas
alguna malicia causen!

DON FÉLIX:

Proseguid.

LISARDO:

Ella, en efeto,
siempre embozado el semblante,
me despidió con decirme,
que como no examinase
quién era, ni la siguiese,
otro día estaría a hablarme.
Seis veces, pues, corrió el sol
las cortinas orientales,
sumiller el alba, y seis
tapada halló entre unos sauces
esta mujer. Yo, enfadado
de recato semejante,
determiné de seguirla
hoy cuando a Ocaña tornase;
pero no pude, porque
volviendo ella por instantes,
me vio y no quiso pasar
de la vuelta desta calle.

SILVIA:

¿De esta calle?

LISARDO:

Y a la cuenta
vive hacia aquí, que al instante
la perdí de vista. Aquí
me dijo que la dejase
otra vez, porque su vida
aventuraba mi examen.

DON FÉLIX:

¡Extraña mujer!

MARCELA:

[Aparte.]
Ya es fuerza
que las señas me declaren.

(Sale CELIA con manto.)

 

DON FÉLIX:

Proseguid.

LISARDO:

Yo pues...

CELIA:

Don Félix,
¿podrá una mujer aparte
hablaros?

DON FÉLIX:

¿Pues por qué no?

MARCELA:

[Aparte.]
¡Oh, a qué buen tiempo llegaste,
mujer o ángel para mí!

DON FÉLIX:

Luego irá el cuento adelante,
permitid ahora, por Dios,
que con esta mujer hable,
que es criada de la dama
que os dije.

LISARDO:

Pues que me maten,
si ello no es lo que yo he dicho.
Ved el recado que os trae,
y adiós, porque para estotro
no importa que tiempo falte.
 (Vase.)

DON FÉLIX:

¿Era hora, Celia, de vernos?

CELIA:

No te admires, no te espantes,
que no me atreva a venir
a verte, porque si sabe
mi señora que te he visto,
no habrá duda que me mate.

DON FÉLIX:

¿Tan cruel conmigo está?

CELIA:

Viniendo yo hacia esta parte
a un recado, no he querido
dejar de verte, ni hablarte.

DON FÉLIX:

¿Y qué hace tu hermoso dueño?

CELIA:

Sentir, es lo más que hace,
tu ingratitud.

DON FÉLIX:

¡Plegue a Dios
si la ofendí, que él me falte!

CELIA:

¿Por qué a ella no se lo dices?

DON FÉLIX:

Porque no quiere escucharme.

CELIA:

Si tú hubieras de callar,
yo me atreviera a llevarte
donde la hablaras.

DON FÉLIX:

¡Ay Celia,
no habrá mármol que así calle!

CELIA:

Pues vente agora conmigo;
yo haré una seña si sale
mi señor, y dejaré
la puerta abierta; tú entrarte
hasta su cuarto podrás.

DON FÉLIX:

Dasme nuevo aliento, dasme
nueva vida.

CELIA:

Aquesta es
la hora mejor, mas no aguardes,
vente tras mí.

DON FÉLIX:

Tras ti voy.

CELIA:

[Aparte.]
¡Ay bobillos, y que fácil
a la casa de su dama,
es de llevar un amante!
(Vanse los dos.)

MARCELA:

¡Yo salí de lindo susto!

SILVIA:

Pues ¿cómo afirmas que sales,
si luego han de verse, luego
proseguirá el cuento?

MARCELA:

Antes
lo habré remediado.

SILVIA:

¿Cómo?

MARCELA:

Escribiéndole que calle,
hasta que se vea conmigo,
y esto ha de ser esta tarde.

SILVIA:

¿Declarada por quién eres?

MARCELA:

¡Jesús, el cielo me guarde!

SILVIA:

Pues ¿qué has de hacer?

MARCELA:

¿No es mi hermano
de Laura, mi amiga, amante?
¿No sabe lo que es amor?
Pues hoy he de declararme
con ella, y hoy has de ver,
Silvia, el más extraño lance
de amor, porque yo fingida...,
pero no quiero contarle,
que no tendrá después gusto
el paso contado antes.
(Vanse.)
(Salen LAURA dama y FABIO viejo.)

FABIO:

Notable es la tristeza
que el rosicler, tumba de tu belleza.
¿Qué tienes estos días,
que entregada, ¡ay de mí!, a melancolías
tales, a todas horas
triste suspiras y rendida lloras?

LAURA:

Si yo, señor, supiera
la causa de mi mal,
 ([Aparte.]
A Dios pluguiera
no la supiera tanto),
el consuelo mayor, menor el llanto
fuera, pues fuera entonces el sabella
el primero aforismo de vencella;
pero la pena mía,
es, señor, natural melancolía,
y así el efeto hace,
sin que llegue a saber de lo que nace;
que esta distancia dio naturaleza
en la melancolía y la tristeza.

FABIO:

No sé lo que te diga,
sino que a tanto tu dolor obliga,
que riguroso y fuerte
padeces tú el dolor, y yo la muerte,
pues ya vivir no espero
mientras tan triste a ti te considero.
 (Vase.)

LAURA:

¿Qué haré yo, que rendida,
a pesar de mi vida,
vivo? ¿Qué es esto, cielos?
Más bien se deja ver, que estos son celos,
porque una ardiente rabia
el sentimiento agravia,
una rabiosa ira
que la razón admira,
un compuesto veneno
de que el pecho está lleno,
una templada furia
que el corazón injuria;
¿qué áspid, qué monstruo, qué animal, qué fiera
fuera, ¡ay Dios!, que no fuera
compuesta de tan varios desconsuelos
la hidra de los celos?
Pues ellos solos son a quien los mira,
furia, rabia, veneno, injuria, y ira,
¡Oh, quien antes supiera
aquella feliz voluntad primera
tuya, que no empeñara
tanto la mía, que hasta el fin llegara!
Pues aunque no sabía
de amor cuando tan libre, ¡ay Dios!, vivía,
tampoco no ignoraba
que tarde o nunca el que lo fue se acaba;
quiere a Nise en buen hora,
pero déjame a mí morir.

(Sale CELIA arrugando el manto.)

CELIA:

¿Señora?

LAURA:

¿Qué hay Celia?

CELIA:

Que ya he hecho
mi papel y sospecho
que no muy mal, ¡así tu beldad viva!
Entré en su casa, díjele que iba
a un recado, y que acaso
pasando por su calle, aunque de paso
le quise ver. Con un suspiro entonces,
que ablandara los mármoles y bronces,
me preguntó por ti turbado y ciego.
Encarecile luego
tu enojo, y que si a caso tú supieras
que le había ido a ver, muerte me dieras,
y como que salía
de mí, le dije, ¿por qué no venía
por instantes a darte
satisfacciones y desenojarte?
Dijo que porque estabas
tal, que no le escuchabas,
díjele que viniera,
que yo, aunque a tanto riesgo me pusiera,
hasta tu mismo cuarto le entraría,
con tal que no dijese en ningún día,
que yo le había traído.
Juró el secreto, y muy agradecido
el caso se concierta,
y está esperando enfrente de la puerta
la seña, voyla a hacer, pues no está en casa
mi señor. Esto es todo lo que pasa.
 (Vase.)

LAURA:

Llámale, pues, que aunque de Nise creo
los celos que me da, tanto deseo
ver cómo se disculpa,
que quiero hacerle espaldas a la culpa,
pues la que más celosa
se muestra, más colérica y furiosa,
más entonces desea
satisfacciones, aunque no las crea,
que es dolor el de los celos tan extraño,
que se deja curar aun del engaño,
pues cuando el desengaño no consiga,
conseguiré a lo menos que él lo diga,
 (Salen CELIA y DON FÉLIX.)
 

CELIA:

[Aparte a DON FÉLIX.]
Fuera está de casa Fabio,
mi señor, el tiempo es este
mejor para entrar a hablarla.

DON FÉLIX:

Vida y ventura me ofrece.

CELIA:

Disimula que llamado
de mí a entrar aquí te atreves,
Señor don Félix, ¿qué es esto?
¿Cómo os entráis...?

DON FÉLIX:

Celia, tente.

CELIA:

¿Hasta aquí?

DON FÉLIX:

Celia, por Dios,
que calles.

LAURA:

¿Qué ruido es ese?

CELIA:

¿Qué ha de ser? Que hasta esta sala
se ha entrado el señor don Félix,
sin mirar, sin advertir,
que si acaso ahora viniese
mi señor, tú...

LAURA:

Caballero,
¿pues qué atrevimiento es este?
¿cómo en mi casa, en mi cuarto
os entráis de aquesa suerte?

DON FÉLIX:

Como a quien morir desea
nada mira, nada teme,
y si mi muerte ha de ser
venganza de tus desdenes,
quiero morir a tus ojos
por hacer feliz mi muerte.

LAURA:

[A CELIA.]
Tú tienes la culpa desto.

CELIA:

¿Yo señora?

LAURA:

Si tuvieses
cerrada esa puerta tú...

CELIA:

Cerrada estaba.

DON FÉLIX:

No tienes
que reñir a Celia, que ella
de mi error, ¿qué culpa adquiere?
Yo solo tengo la culpa;
ríñeme a mí solamente;
castígame solo a mí,
sino es ya que a reñir llegues
a Celia, por la costumbre
con que la inocencia ofendes.

LAURA:

Dices bien; error es mío
de que me he dejado siempre
llevar, pues no habiendo tú
escrito a Nise papeles,
no habiendo entrado en su casa,
y no habiendo ella ido a verte
a la tuya, yo cruel,
colérica e impaciente,
inocente te persigo,
que eres tú muy inocente,
y siendo así, que yo soy
tan injusta, tan aleve,
tan desigual, tan mudable,
¿qué me buscas?, ¿qué me quieres?

DON FÉLIX:

Solo quiero persuadirte
al engaño que padeces
de tus celos.

LAURA:

¿Quién te ha dicho
que yo tengo celos, Félix?

DON FÉLIX:

Tú misma te contradices.

LAURA:

¿De qué suerte?

DON FÉLIX:

Desta suerte;
o tienes celos, o no:
si dices que no los tienes,
¿para qué finges enojos,
Laura, de lo que no sientes?,
si los tienes, ¿por qué, Laura,
desengañarte no quieres,
pues ninguno al desengaño
celoso la espalda vuelve?,
luego para disculparme,
o para satisfacerte,
si los tienes has de oírme,
o hablarme si no los tienes.

LAURA:

Si fuera argumento tal,
que negarse no pudiese,
quien está enojada, está
celosa, muy sutilmente
argüirás; mas si no
se sigue precisamente,
pues puedo estar enojada,
sin que a estar celosa llegue,
ni yo tengo que escucharte
ni tú que decirme tienes.

DON FÉLIX:

Pues, ¡vive Dios!, que has de oírme
antes que de aquí me ausente,
celosa o quejosa.

LAURA:

¿Iraste
si te oigo?

DON FÉLIX:

Sí.

LAURA:

Pues di, y vete.

DON FÉLIX:

Negarte que yo he querido,
Laura, a Nise.

LAURA:

Oye, detente,
¿y es estilo de obligarme,
modo de satisfacerme,
decirme, cuando esperaba
mil rendimientos corteses,
mil finezas amorosas,
fuesen verdad o no fuesen,
que hay duelo de amor adonde
queda bien puesto el que miente,
decirme en mi misma cara,
que a Nise has querido? Advierte
que aun con lo mismo que piensas
que desenojas, ofendes

DON FÉLIX:

Si no me oyes hasta el fin...

LAURA:

¿Desto disculparte puedes?

DON FÉLIX:

Sí.

LAURA:

(Aparte.)
¡Plegue a amor!

DON FÉLIX:

Oye pues.

LAURA:

¿Iraste?

DON FÉLIX:

Sí.

LAURA:

Pues di, y vete.

DON FÉLIX:

Negarte que yo he querido,
Laura, a Nise, fuera error:
mas pensar tú que este amor
es como el que te he tenido,
mayor error, Laura, ha sido;
pues si a Nise un tiempo amé,
no fue amor, ensayo fue
de amar tu luz singular,
que para saber amar
a Laura, en Nise estudié.

LAURA:

A ciencias de voluntad
las hace el estudio agravio;
porque amor para ser sabio
no va a la universidad,
porque es de tal calidad,
que tiene sus libros llenos
de errores propios y ajenos,
y así en su ciencia verás,
que los que la cursan más,
son los que la saben menos.

DON FÉLIX:

Pues explíqueme mejor
otro ejemplo: nace ciego
un hombre, y discurre luego
cómo será el resplandor
del sol, planeta mayor
que rumbos de zafir gira;
y cuando por fe le admira,
cobra en una noche bella
la vista; y es una estrella
la primer cosa que mira.
Admirando el tornasol
de la estrella, dice: «Sí,
este es el sol, que yo así
tengo imaginado al sol»;
pero cuando su arrebol
tanta admiración le ofrece,
sale el sol y le escurece.
Pregunto yo: ¿ofenderá
una estrella que se va
a todo un sol que amanece?
Yo así, que ciego vivía
de amor, cuando no te amaba,
como ciego imaginaba
cómo aquel amor sería.
Adoraba lo que vía,
presumiendo que era así
el amor; mas, ¡ay de mí!,
que no vi al sol, vi una estrella,
y entretúveme con ella
hasta que el sol mismo vi.

LAURA:

Eso no, pues si me doy
por entendida contigo,
que Nise fue mi sol digo,
y que yo su estrella soy.
Pruébolo; pues si yo estoy
contigo la noche fría,
y ella de día te envía
a llamar, y estás con ella.
¿Quién será el sol o la estrella?
¿Cúya es la noche o el día?

DON FÉLIX:

¡Vive Dios, Laura, que son
engaños tuyos, y plegue
al cielo, que si la he visto,
que un rayo me dé la muerte,
desde que a Ocaña veniste!
¿Qué más desengaños quieres
de lo que cuenta de mí,
que escuchar que ella lo cuente;
pues es el mayor desaire
del duelo de las mujeres,
confesar sus celos donde
lo escucha de quien los tiene?

LAURA:

Yo sé que han sido verdades,
y no engaños aparentes.

DON FÉLIX:

¿De qué lo sabes?

LAURA:

De que
es mal que a mí me sucede,
y no puede ser mentira:
porque de los males suele
decirse, Félix, que fueron
astrólogos excelentes,
porque siempre adivinaron,
y dijeron verdad siempre.

DON FÉLIX:

Por lo menos ya confiesas
que son celos, y los sientes.

LAURA:

Si me estás dando tormento,
¿es mucho que los confiese?

DON FÉLIX:

Si tanto aprietan fingidos,
ciertos, ¿qué...?

CELIA:

Mi señor viene:

LAURA:

Vete por aquesa puerta
de esotro cuarto, pues tiene
puerta a la calle.

DON FÉLIX:

Di ¿cómo
quedamos?

LAURA:

Como quisieres.

DON FÉLIX:

Yo querré desenojada.

LAURA:

A verme esta noche vuelve,
que quiero verte esta noche
aunque de Nise me acuerde.

DON FÉLIX:

¡Ah, Laura, cuánto te engañas!

LAURA:

¡Ay, cuánto me agravias, Félix!

CELIA:

¡Ay, cuánto nos sirve una
casa que dos puertas tiene!