Cartas marruecas/Introducción

Introducción

Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras, se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de Europa en las plumas de autores más o menos imparciales; pero las que han tenido más aceptación entre los hombres de mundo y de letras son las que llevan el nombre de «cartas», que se suponen escritas en este o aquel país por viajeros naturales de reinos no sólo distantes, sino opuestos en religión, clima y gobierno. El mayor suceso de esta especie de críticas debe atribuirse al método epistolar, que hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno, como también a lo extraño del carácter de los supuestos autores: de cuyo conjunto resulta que, aunque en muchos casos no digan cosas nuevas, las profieren siempre con cierta novedad que gusta.

Esta ficción no es tan natural en España, por ser menor el número de los viajeros a quienes atribuir semejante obra. Sería increíble el título de Cartas persianas, turcas o chinescas, escritas de este lado de los Pirineos. Esta consideración me fue siempre sensible porque, en vista de las costumbres que aún conservamos de nuestros antiguos, las que hemos contraído del trato de los extranjeros, y las que ni bien están admitidas ni desechadas, siempre me pareció que podría trabajarse sobre este asunto con suceso, introduciendo algún viajero venido de lejanas tierras, o de tierras muy diferentes de las nuestras en costumbres y usos.

La suerte quiso que, por muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Cartas escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben-Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas.

Acabó su vida mi amigo antes que pudiese explicarme si eran efectivamente cartas escritas por el autor que sonaba, como se podía inferir del estilo, o si era pasatiempo del difunto, en cuya composición hubiese gastado los últimos años de su vida. Ambos casos son posibles: el lector juzgará lo que piense más acertado, conociendo que si estas Cartas son útiles o inútiles, malas o buenas, importa poco la calidad del verdadero autor.

Me he animado a publicarlas por cuanto en ellas no se trata de religión ni de gobierno; pues se observará fácilmente que son pocas las veces que por muy remota conexión se trata algo de estos dos asuntos.

No hay en el original serie alguna de fechas, y me pareció trabajo que dilataría mucho la publicación de esta obra el de coordinarlas; por cuya razón no me he detenido en hacerlo ni en decir el carácter de los que las escribieron. Esto último se inferirá de su lectura. Algunas de ellas mantienen todo el estilo, y aun el genio, digámoslo así, de la lengua arábiga su original; parecerán ridículas sus frases a un europeo, sublimes y pindáricas contra el carácter del estilo epistolar y común; pero también parecerán inaguantables nuestras locuciones a un africano. ¿Cuál tiene razón? ¡No lo sé! No me atrevo a decirlo; ni creo que pueda hacerlo sino uno que ni sea africano ni europeo. La naturaleza es la única que pueda ser juez; pero su voz, ¿dónde suena? Tampoco lo sé. Es demasiada la confusión de otras voces para que se oiga la de la común madre en muchos asuntos de los que se presentan en el trato diario de los hombres.

Pero se humillaría demasiado mi amor propio dándome al público como mero editor de estas cartas. Para desagravio de mi vanidad y presunción, iba yo a imitar el método común de los que, hallándose en el mismo caso de publicar obras ajenas a falta de suyas propias, las cargan de notas, comentarios, corolarios, escolios, variantes y apéndices; ya agraviando el texto, ya desfigurándolo, ya truncando el sentido, ya abrumando al pacífico y muy humilde lector con noticias impertinentes, o ya distrayéndole con llamadas importunas, de modo que, desfalcando al autor del mérito genuino, tal cual lo tenga, y aumentando el volumen de la obra, adquieren para sí mismos, a costa de mucho trabajo, el no esperado, pero sí merecido nombre de fastidiosos. En este supuesto, determiné poner un competente número de notas en los parajes en que veía, o me parecía ver, equivocaciones en el moro viajante, o extravagancias en su amigo, o yerros tal vez de los copiantes, poniéndolas con su estrella, número o letra, al pie de cada página, como es costumbre.

Acompañábame otra razón que no tienen los más editores. Si yo me pusiese a publicar con dicho método las obras de algún autor difunto siete siglos ha, yo mismo me reiría de la empresa, porque me parecería trabajo absurdo el de indagar lo que quiso decir un hombre entre cuya muerte y mi nacimiento habían pasado seiscientos años; pero el amigo que me dejó el manuscrito de estas Cartas y que, según las más juiciosas conjeturas, fue el verdadero autor de ellas, era tan mío y yo tan suyo, que éramos uno propio; y sé yo su modo de pensar como el mío mismo, sobre ser tan rigurosamente mi contemporáneo, que nació en el mismo año, mes, día e instante que yo; de modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo, puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad, cuyo nombre he venerado siempre, aun cuando la he visto atada al carro de la mentira triunfante (frase que nada significa y, por tanto, muy propia para un prólogo como éste u otro cualquiera).

Aun así -díceme un amigo que tengo, sumamente severo y tétrico en materia de crítica-, no soy de parecer que tales notas se pongan. Podrían aumentar el peso y tamaño del libro, y éste es el mayor inconveniente que puede tener una obra moderna. Los antiguos se pesaban por quintales, como el hierro, y las de nuestros días por quilates, como las piedras preciosas; se medían aquéllas por palmos, como las lanzas, y éstas por dedos, como los espadines: conque así sea la obra cual sea, pero sea corta.

Admiré su profundo juicio, y le obedecí, reduciendo estas hojas al menor número posible, no obstante la repugnancia que arriba dije; y empiezo observando lo mismo respecto a esta introducción preliminar, advertencia, prólogo, proemio, prefacio, o lo que sea, por no aumentar el número de los que entran confesando lo tedioso de estas especies de preparaciones y, no obstante su confesión, prosiguen con el mismo vicio, ofendiendo gravemente al prójimo con el abuso de su paciencia.

Algo más me ha detenido otra consideración que, a la verdad, es muy fuerte, y tanto, que me hube de resolver a no publicar esta corta obra, a saber: que no ha de gustar, ni puede gustar. Me fundo en lo siguiente:

Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos, sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros, sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es indispensable contraer el odio de ambas parcialidades. Es verdad que este justo medio es el que debe procurar seguir un hombre que quiera hacer algún uso de su razón; pero es también el de hacerse sospechoso a los preocupados de ambos extremos. Por ejemplo, un español de los que llaman rancios irá perdiendo parte de su gravedad, y casi casi llegará a sonreírse cuando lea alguna especie de sátira contra el amor a la novedad; pero cuando llegue al párrafo siguiente y vea que el autor de la carta alaba en la novedad alguna cosa útil, que no conocieron los antiguos, tirará el libro al brasero y exclamará: «¡Jesús, María y José, este hombre es traidor a su patria!». Por la contraria, cuando uno de estos que se avergüenzan de haber nacido de este lado de los Pirineos vaya leyendo un panegírico de muchas cosas buenas que podemos haber contraído de los extranjeros, dará sin duda mil besos a tan agradables páginas; pero si tiene la paciencia de leer pocos renglones más, y llega a alguna reflexión sobre lo sensible que es la pérdida de alguna parte apreciable de nuestro antiguo carácter, arrojará el libro a la chimenea y dirá a su ayuda de cámara: «Esto es absurdo, ridículo, impertinente, abominable y pitoyable».

En consecuencia de esto, si yo, pobre editor de esta crítica, me presento en cualquiera casa de una de estas dos órdenes, aunque me reciban con algún buen modo, no podrán quitarme que yo me diga, según las circunstancias: «En este instante están diciendo entre sí: 'Este hombre es un mal español'; o bien: 'Este hombre es un bárbaro'». Pero mi amor propio me consolará (como suele a otros en muchos casos), y me diré a mí mismo: «Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación».