Cartas marruecas/Carta XXVIII

Carta XXVIII

De Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior

He leído muchas veces la relación que me haces de esas especies de locura que llaman deseo de la fama póstuma. Veo lo que me dices del exceso de amor propio, de donde nace esa necedad de querer un hombre sobrevivirse a sí mismo. Creo, como tú, que la fama póstuma de nada sirve al muerto, pero puede servir a los vivos con el estímulo del ejemplo que deja el que ha fallecido. Tal vez éste es el motivo del aplauso que logra.

En este supuesto, ninguna fama póstuma es apreciable sino la que deja el hombre de bien. Que un guerrero transmita a la posteridad la fama de conquistador, con monumentos de ciudades asaltadas, naves incendiadas, campos desbaratados, provincias despobladas, ¿qué ventajas producirá su nombre? Los siglos venideros sabrán que hubo un hombre que destruyó medio millón de hermanos suyos; nada más. Si algo más se produce de esta inhumana noticia, será tal vez enardecer el tierno pecho de algún joven príncipe; llenarle la cabeza de ambición y el corazón de dureza; hacerle dejar el gobierno de su pueblo y descuidar la administración de la justicia para ponerse a la cabeza de cien mil hombres que esparzan el terror y llanto por todas las provincias vecinas. Que un sabio sea nombrado con veneración por muchos siglos, con motivo de algún descubrimiento nuevo en las que se llaman ciencias, ¿qué fruto sacarán los hombres? Dar motivo de risa a otros sabios posteriores, que demostrarán ser engaño lo que el primero dio por punto evidente; nada más. Si algo más sale de aquí, es que los hombres se envanezcan de lo poco que saben, sin considerar lo mucho que ignoran.

La fama póstuma del justo y bueno tiene otro mayor y mejor influjo en los corazones de los hombres, y puede causar superiores efectos en el género humano. Si nos hubiésemos aplicado a cultivar la virtud tanto como las armas y las letras, y si en lugar de las historias de los guerreros y los literatos se hubiesen escrito con exactitud las vidas de los hombres buenos, tal obra, ¡cuánto más provechosa sería! Los niños en las escuelas, los jueces en los tribunales, los reyes en los palacios, los padres de familia en el centro de ellas, leyendo pocas hojas de semejante libro, aumentarían su propia bondad y la ajena, y con la misma mano desarraigarían la propia y la ajena maldad.

El tirano, al ir a cometer un horror, se detendría con la memoria de los príncipes que contaban por perdido el día de su reinado que no señalaban con algún efecto de benignidad. ¿Qué madre prostituiría sus hijas? ¿Qué marido se volvería verdugo de su mujer? ¿Qué insolente abusaría de la flaqueza de una inocente virgen? ¿Qué padre maltrataría a su hijo? ¿Qué hijo no adoraría a su padre? ¿Qué esposa violaría el lecho conyugal? Y, en fin, ¿quién sería malo, acostumbrado a ver tantos actos de bondad? Los libros frecuentes en el mundo apenas tratan sino de venganzas, rencores, crueldades y otros defectos semejantes, que son las acciones celebradas de los héroes cuya fama póstuma tanto nos admira. Si yo hubiese sido siglos ha un hombre de estos insignes, y resucitase ahora a recoger los frutos del nombre que dejé aún permanente, sintiera mucho oír estas o iguales palabras: «Ben-Beley fue uno de los principales conquistadores que pasaron el mar con Tarif. Su alfanje dejó las huestes cristianas como la siega deja el campo en que hubo trigo. Las aguas del Guadalete se volvieron rojas con la sangre goda que él solo derramó. Tocáronle muchas leguas del terreno conquistado; lo hizo cultivar por muchos millares de españoles. Con el trabajo de otros tantos se mandó fabricar dos alcázares suntuosos: uno en los fértiles campos de Córdoba, otro en la deliciosa Granada; adornólos ambos con el oro y plata que le tocaron en el reparto de los despojos. Mil españolas de singular belleza se ocupaban en su delicia y servicio. Llegado ya a una gloriosa vejez, le consolaron muchos hijos dignos de besar la mano a tal padre; instruidos por él, llevaron nuestros pendones hasta la falda de los Pirineos e hicieron a su padre abuelo de una prole numerosa, que el cielo pareció multiplicar por la total aniquilación del nombre español. En estas hojas, en estas piedras, en estos bronces están los hechos de Ben-Beley. Con esta lanza atravesó a Atanagildo; con esta espada degolló a Endeca; con aquel puñal mató a Valia, etc.».

Nada de esto lisonjearía mi oído. Semejantes voces harían estremecer mi corazón. Mi pecho se partiría como la nube que despide el rayo. ¡Cuán diferentes efectos me causaría oír!: «Aquí yace Ben-Beley, que fue buen hijo, buen padre, buen esposo, buen amigo, buen ciudadano. Los pobres le querían porque les aliviaba en las miserias; los magnates también, porque no tenía el orgullo de competir con ellos. Amábanle los extraños, porque hallaban en él la justa hospitalidad; llóranle los propios, porque han perdido un dechado vivo de virtudes. Después de una larga vida, gastada toda en hacer bien, murió no sólo tranquilo, sino alegre, rodeado de hijos, nietos y amigos, que llorando repetían: no merecía vivir en tan malvado mundo; su muerte fue como el ocaso del sol, que es glorioso y resplandeciente, y deja siempre luz a los astros que quedan en su ausencia».

Sí, Gazel, el día que el género humano conozca que su verdadera gloria y ciencia consiste en la virtud, mirarán los hombres con tedio a los que tanto les pasman ahora. Estos Aquiles, Ciros, Alejandros y otros héroes de armas y los iguales en letras dejarán de ser repetidos con frecuencia; y los sabios (que entonces merecerán este nombre) andarán indagando a costa de muchos desvelos los nombres de los que cultivan las virtudes que hacen al hombre feliz. Si tus viajes no te mejoran en ellas, si la virtud que empezó a brillar en tu corazón desde niño como matiz en la tierna flor no se aumenta con lo que veas y oigas, volverás tal vez más erudito en las ciencias europeas, o más lleno del furor y entusiasmo soldadesco; pero miraré como perdido el tiempo de tu ausencia. Si al contrario, como lo pido a Alá, han ido creciendo tus virtudes al paso que te acercas más a tu patria, semejante al río que toma notable incremento al paso que llega al mar, me parecerán otros tantos años más de vida concedidos a mi vejez los que hayas gastado en tus viajes.