Carta XL

De Gazel a Ben-Beley

Paseábame yo con Nuño la otra tarde por la calle principal de la corte, muy divertido de ver la variedad de gentes que le hablaban y a quienes él respondía. -Todos mis conocidos son mis amigos -me decía-, porque, como saben que a todos quiero bien, todos me corresponden. No es el género humano tan malo como otros le suelen pintar, y como efectivamente le hallan los que no son buenos. Uno que desea y anhela continuamente, engrandecerse y enriquecerse a costa de cualquiera prójimo suyo, ¿qué derecho tiene a hablar ni aun a pretender el menor rastro de humanidad entre los hombres sus compañeros? ¿Qué sucede? Que no halla sino recíprocas injusticias en los mismos que hubieran producido abundante cosecha de beneficios, si él no hubiera sembrado tiranías en sus pechos. Se irrita contra lo que es natural, y declama contra lo que él mismo ha causado. De aquí tantas invectivas contra el hombre, que de suyo es un animal tímido, sociable, cuitado.

Seguimos nuestra conversación y paseo, sin que el hilo de ella interrumpiese a mi amigo el cumplimiento, con el sombrero o con la mano, a cuantos encontrábamos a pie o en coche. Por esta urbanidad que es casi religión en Nuño, me pareció sumamente extraña su falta de atención para con un anciano de venerable presencia que pasó junto a nosotros, sin que mi amigo le saludase ni hiciese el menor obsequio, cuando merecía tanto su aspecto. Pasaba de ochenta años; abundantes canas le cubrían la cabeza majestuosa y frente arrugada, apoyábase en un bastón costoso; le sostenía con respeto un lacayo de librea magnífica; iba recibiendo reverencias del pueblo, y en todo daba a entender un carácter respetable.

-El culto con que veneramos a los viejos -me dijo Nuño- suele ser a veces más supersticioso que debido. Cuando miro a un anciano que ha gastado su vida en alguna carrera útil a la patria, lo miro sin duda con veneración; pero cuando el tal no es más que un ente viejo que de nada ha servido, estoy muy lejos de venerar sus canas.