Cartas marruecas/Carta VIII
Carta VIII
De Gazel a Ben-Beley
Lo extraño de la dedicatoria de mi amigo Nuño a su aguador Domingo y lo raro de su carácter, nacido de la variedad de cosas que por él han pasado, me hizo importunarle para que me enseñara la obra; pero en vano. Entablé otra pretensión, y fue que me dijese siquiera el asunto, ya que no me lo quería mostrar. Hícele varias preguntas.
-¿Será de Filosofía? -No, por cierto -me respondió-. A fuerza de usarse esta voz, se ha gastado. Según la variedad de los hombres que llaman filósofos, ya no sé qué es Filosofía. No hay extravagancia que no se condecore con tan sublime nombre. -¿De Matemáticas? -Tampoco. Esto quiere un estudio muy seguido, y yo le abandoné desde los principios. Publicar en cuarto lo que otro en octavo, en pergamino lo que otros en pasta, o juntar un poco de éste y otro de aquél, se llama ser copista más o menos exacto, y no autor. Es engañar al público y ganar dinero que se vuelve materia de restitución. -¿De Jurisprudencia? -Menos. A medida que se han ido multiplicando los autores de esta facultad se ha ido oscureciendo la Justicia. A este paso, tan peligroso me parece cualquier nuevo escritor de leyes como el infractor de ellas. Tanto delito es comentarlas como quebrantarlas. Comentarios, glosas, interpretaciones, notas, etc., suelen ser otros tantos ardides de la guerra forense. Si por mí fuera, se debiera prohibir toda obra nueva sobre esta materia por el mismo hecho. -¿De Poesía? -Tampoco. El Parnaso produce flores que no deben cultivarse sino por manos de jóvenes. Las musas no sólo se apartan de las canas de la cabeza, sino hasta de las arrugas de la cara. Parece mal un viejo con guirnalda de mirtos y violetas, convidando a los ecos y a las aves a cantar los rigores o favores de Amarilis. -¿De Teología? -Por ningún término. Adoro la esencia de mi Criador; traten otros de sus atributos. Su magnificencia, su justicia, su bondad llenan mi alma de reverencia para adorarle, no mi pluma de orgullo para quererle penetrar. -¿De Estado? -No lo pretendo. Cada reino tiene sus leyes fundamentales, su constitución, su historia, sus tribunales, y conocimiento del carácter de sus pueblos, de sus fuerzas, clima, producto y alianza. De todo esto nace la ciencia de los estados. Estúdienla los que han de gobernar; yo nací para obedecer, y para esto basta amar a su rey y a su patria: dos cosas a que nadie me ha ganado hasta ahora.
-¿Pues de qué tratas en tu obra? -insté yo, no sin alguna impaciencia-; algo de esto ha de ser. ¿Qué otro asunto puede haber digno de la aplicación y estudio? -No te canses, respondió. Mi obra no era más que un diccionario castellano en que se distinguiese el sentido primitivo de cada voz y el abusivo que le han dado los hombres en el trato. O inventar un idioma nuevo, o volver a fundir el viejo, porque ya no sirve. Aún conservo en la memoria la advertencia preliminar que enseña el verdadero uso de mi diccionario; y decía así, sobre palabra más o menos:
«Advertencia preliminar sobre el uso de este nuevo diccionario castellano. Presento al lector un nuevo diccionario, diferente de todos los que se conocen hasta ahora. En él no me empeño en poner mil voces más o menos que en otro; ni en averiguar si una palabra es de Solís, o de Saavedra, o de Cervantes, o de Mariana, o de Juan de Mena, o de Alonso el de las Partidas; ni en saber si ésta o la otra voz viene del arábigo, del latín, del cántabro, del fenicio, del cartaginés; ni en decir si tal término está ya anticuado, o es corriente; o nuevamente admitido; o si tal expresión es baja, media o sublime; o si es prosaica o si es poética. No emprendo trabajo alguno de éstos, sino otro menos lucido para mí, pero más útil para todos mis hermanos los hombres. Mi ánimo es el publicar lisa y llanamente el sentido primitivo, genuino y real de cada voz, y el abuso que de ella se ha hecho, o sea, su sentido abusivo en el trato civil. -¿Y para qué se toma ese trabajo? -me dice un señorito, mirándose los encajes de la vuelta. -Para que nadie se engañe -respondí yo, mirándole cara a cara-, como yo me he engañado, por creer que los verbos amar, servir, favorecer, estimar y otros tales no tienen más que un sentido, siendo así que tienen tantos que no hay guarismo que alcance. ¿Adónde habrá paciencia para que un pobre como yo, por ejemplo, se despida de su familia, deje su lugar, se venga a Madrid, se esté años y más años, gaste su hacienda, suba y baje escaleras, haga plantones, abrace pajes, salude porteros, pase enfermedades, y al cabo se vuelva peor de lo que vino? Y todo porque no entendió el verdadero sentido de unas cuantas cláusulas que leyó en una carta recibida por Pascuas, sino que se tomó al pie de la letra aquello de «celebraré que nos veamos cuanto antes por acá, pues el particular conocimiento que en la corte tenemos de sus apreciables circunstancias, largo mérito, servicio de sus antepasados y aptitud para el desempeño de cualquier encargo, serían justos motivos de complacerle en las pretensiones que quisiese entablar, concurriendo en mí otras y mayores obligaciones de servirle, por los particulares favores que debí a sus señores padres (que santa gloria hayan) y los enlaces de mi casa con la de Vm., cuya vida, en compañía de su esposa y mi señora, guarde Dios muchos y felices años como deseo y pido. Madrid, tantos de tal mes, etc». Y luego, más abajo: «B. L. M. de Vm. su más rendido servidor y apasionado amigo, que verle desea, Fulano de Tal».
»Para desengaño, pues, de los pocos tontos que aún quedan en el mundo, capaces de creer que significan algo estas expresiones, compuse este caritativo diccionario, con el fin de que no sólo no se dejen llevar del sentido dañoso del idioma, sino que con esta ayuda y un poco de práctica, puedan también hablar a cada uno en su lengua. Si el público conociese la utilidad de esta obra, me animaré a componer una gramática análoga al diccionario; y tanto puede ser el estímulo, que me determine a componer una retórica, lógica y metafísica de la misma naturaleza: proyecto que, si llega a efectuarse, puede muy bien establecer un nuevo sistema de educación pública, y darme entre mis conciudadanos más fama y veneración que la que adquirió Confucio entre los suyos por los preceptos de moral que les dejó».
Calló mi amigo y nos fuimos a nuestro acostumbrado paseo. Discurro que el cristiano tiene razón, y que en todas las lenguas de Europa hace falta semejante diccionario.