Cartas marruecas/Carta III
Carta III
De Gazel a Ben-Beley
En los meses que han pasado desde la última que te escribí, me he impuesto en la historia de España. He visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos y su establecimiento en ella.
Como esto forma una serie de muchos años y siglos, en cada uno de los cuales han acaecido varios sucesos particulares, cuyo influjo ha sido visible hasta en los tiempos presentes, el extracto de todo esto es obra muy larga para remitida en una carta, y en esta especie de trabajos no estoy muy práctico. Pediré a mi amigo Nuño que se encargue de ello y te lo remitiré. No temas que salga de sus manos viciado el extracto de la historia del país por alguna preocupación nacional, pues le he oído decir mil veces que, aunque ama y estima a su patria por juzgarla dignísima de todo cariño y aprecio, tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera.
En este estado quedó esta carta tres semanas ha, cuando me asaltó una enfermedad en cuyo tiempo no se apartó Nuño de mi cuarto; y haciéndole en los primeros días el encargo arriba dicho, lo desempeñó luego que salí del peligro. En mi convalecencia me lo leyó, y lo hallé en todo conforme a la idea que yo mismo me había figurado; te lo remito tal cual pasó de sus manos a las mías. No lo pierdas de vista mientras durare el tiempo de que nos correspondamos sobre estos asuntos, por ser ésta una clave precisa para el conocimiento del origen de todos los usos y costumbres dignos de la observación de un viajero como yo, que ando por los países de que escribo, y del estudio de un sabio como tú, que ves todo el orbe desde tu retiro.
«La península llamada España sólo está contigua al continente de Europa por el lado de Francia, de la que la separan los montes Pirineos. Es abundante en oro, plata, azogue, piedras, aguas minerales, ganados de excelentes calidades y pescas tan abundantes como deliciosas. Esta feliz situación la hizo objeto de la codicia de los fenicios y otros pueblos. Los cartagineses, parte por dolo y parte por fuerza, se establecieron en ella; y los romanos quisieron completar su poder y gloria con la conquista de España, pero encontraron una resistencia que pareció tan extraña como terrible a los soberbios dueños de lo restante del mundo. Numancia, una sola ciudad, les costó catorce años de sitio, la pérdida de tres ejércitos y el desdoro de los más famosos generales; hasta que, reducidos los numantinos a la precisión de capitular o morir, por la total ruina de la patria, corto número de vivos y abundancia de cadáveres en las calles (sin contar los que habían servido de pasto a sus conciudadanos después de concluidos todos sus víveres), incendiaron sus casas, arrojaron sus niños, mujeres y ancianos en las llamas, y salieron a morir en el campo raso con las armas en la mano. El grande Escipión fue testigo de la ruina de Numancia, pues no puede llamarse propiamente conquistador de esta ciudad; siendo de notar que Lúculo, encargado de levantar un ejército para aquella expedición, no halló en la juventud romana recluta que llevar, hasta que el mismo Escipión se alistó para animarla. Si los romanos conocieron el valor de los españoles como enemigos, también experimentaron su virtud como aliados. Sagunto sufrió por ellos un sitio igual al de Numancia, contra los cartagineses; y desde entonces formaron los romanos de los españoles el alto concepto que se ve en sus autores, oradores, historiadores y poetas. Pero la fortuna de Roma, superior al valor humano, la hizo señora de España como de lo restante del mundo, menos algunos montes de Cantabria, cuya total conquista no consta de la historia de modo que no pueda revocarse en duda. Largas revoluciones inútiles de contarse en este paraje trajeron del Norte enjambres de naciones feroces, codiciosas y guerreras, que se establecieron en España. Pero con las delicias de este clima tan diferente del que habían dejado, cayeron en tal grado de afeminación y flojedad, que a su tiempo fueron esclavos de otros conquistadores venidos de Mediodía. Huyeron los godos españoles hasta los montes de una provincia hoy llamada Asturias, y apenas tuvieron tiempo de desechar el susto, llorar la pérdida de sus casas y ruina de su reino, cuando volvieron a salir mandados por Pelayo, uno de los mayores hombres que naturaleza ha producido.
»Desde aquí se abre un teatro de guerras que duraron cerca de ocho siglos. Varios reinos se levantaron sobre la ruina de la monarquía goda española, destruyendo el que querían edificar los moros en el mismo terreno, regado con más sangre española, romana, cartaginesa, goda y mora de cuanto se puede ponderar con horror de la pluma que lo escriba y de los ojos que lo vean escrito. Pero la población de esta península era tal que, después de tan largas y sangrientas guerras, aún se contaban veinte millones de habitantes en ella. Incorporáronse tantas provincias tan diferentes en dos coronas, la de Castilla y la de Aragón, y ambas en el matrimonio de don Fernando y doña Isabel, príncipes que serán inmortales entre cuantos sepan lo que es gobierno. La reforma de abusos, aumento de las ciencias, humillación de los soberbios, amparo de la agricultura, y otras operaciones semejantes, formaron esta monarquía. Ayudoles la naturaleza con un número increíble de vasallos insignes en letras y armas, y se pudieron haber lisonjeado de dejar a sus sucesores un imperio mayor y más duradero que el de la Roma antigua (contando las Américas nuevamente descubiertas), si hubieran logrado dejar su corona a un heredero varón. Negoles el cielo este gozo a trueque de tantos como les había concedido, y su cetro pasó a la casa de Austria, la cual gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles por las continuas guerras que, así en Alemania como en Italia, tuvo que sostener Carlos I de España, hasta que cansado de sus mismas prosperidades, o tal vez conociendo con prudencia la vicisitud de las cosas humanas, no quiso exponerse a sus reveses y dejó el trono a su hijo don Felipe II.
»Este príncipe, acusado por la emulación de ambicioso y político como su padre, pero menos afortunado, siguiendo los proyectos de Carlos, no pudo hallar los mismos sucesos aun a costa de ejércitos, armadas y caudales. Murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes menos activos para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante».
Hasta aquí mi amigo Nuño. De esta relación inferirás como yo: primero, que esta península no ha gozado una paz que pueda llamarse tal en cerca de dos mil años, y que por consiguiente es maravilla que aún tengan hierba los campos y aguas sus fuentes, ponderación que suele hacer Nuño cuando se habla de su actual estado; segundo, que habiendo sido la religión motivo de tantas guerras contra los descendientes de Tarif, no es mucho que sea objeto de todas sus acciones; tercero, que la continuación de estar con las armas en la mano les haya hecho mirar con desprecio el comercio e industria mecánica; cuarto, que de esto mismo nazca lo mucho que cada noble en España se envanece de su nobleza; quinto, que los muchos caudales adquiridos rápidamente en las Indias distraen a muchos de cultivar las artes mecánicas en la península y de aumentar su población.
Las demás consecuencias morales de estos eventos políticos irás notando en las cartas que escribiré sobre estos asuntos.