Cartas de Samuel B. Johnston: Sexta Carta

Sexta carta. Pérdida del buque chileno La Perla y del bergantín de guerra potrillo por un motín. Captura y sufrimientos de los oficiales e individuos de la tripulación que permanecieron fieles.


Callao, agosto de 1813

Prisión de casamatas

Querido amigo:

Muchos y rigurosos han sido los contratiempos y desgracias que me han cabido en suerte desde última que dirigí a usted. Las que se me aguardan, lo ignoro; pero no desespero, y aunque el horizonte se presenta obscuro, aun la fantasía se complace en mostrarme en lontananza días más felices, y a esta ilusión me aferro, aunque, quizás, resulte vana.

A la fecha de mi última, el Gobierno de Chile, halagado por los éxitos alcanzados por sus armas, quiso obtener un triunfo completo cortando al enemigo la retirada por mar.

Para lograr este intento, se apoderó de un gran buque mercante limeño, La Perla, y compró el bergantín americano Colt (el Potrillo). Se armó inmediatamente La Perla con veintidós cañones largos de a doce y con dos de a veinticuatro libras, y se confió su mando a don José Vicente Barba, chileno. El Potrillo montaba ocho cañones largos de a doce, diez cortos, de hierro, de nueve libras, y dos de a seis y dos pedreros, y estaba tripulado por noventa hombres, de ellos veintitrés americanos e ingleses. El mando de este buque se dio a Mr. Edward Barnewall, que había sido antes su segundo jefe, poniendo también a sus órdenes La Perla. Esta estaba tripulada por ciento veinte hombres.

Cuando partí de Santiago para Valparaíso, se creía que se habría podido enterar la dotación completa del bergantín con ingleses y americanos. A mi llegada, pude persuadirme del error, si bien resolví embarcarme de todos modos. Había recibido mi nombramiento de teniente de fragata, y era abordo del bergantín, fuera del capitán Barnewall, el único oficial con nombramiento en forma.

Nos hallamos listos para hacernos al mar hacia el veintiséis de abril, si bien nos vimos obligados a esperar a La Perla.

El lunes tres de mayo se señaló al fin como día de nuestra salida, pero el dos, el Warren (corsario limeño que por algún tiempo había estado cruzando en las afueras del puerto), se detuvo y disparó un cañonazo en son de desafío. Era la hora de la comida, a la que asistían los americanos que residían entonces en Valparaíso, los oficiales de La Perla y algunos amigos chilenos, que habían sido invitados por el capitán Barnewall en la inteligencia de que nuestra salida tendría lugar el siguiente día. En el acto se propuso que se enviase al Gobierno una petición firmada por todos los oficiales, pidiendo autorización para salir a presentar combate a la Warren, plenamente convencidos, en vista de la superioridad de nuestras fuerzas, que podríamos apoderarnos esa noche del buque enemigo. Se consiguió el permiso. La Perla cortó sus amarras y salió. Levantamos el ancla a fuerza de brazos, y como diez minutos más tarde quedamos también en franquía. Pusimos proa en derechura al corsario, pero nos sobresaltamos grandemente al ver que La Perla se alejaba de nosotros con todas sus velas desplegadas. Incapaces de explicarnos tan extraña maniobra, que en un principio se atribuyó al deseo del capitán de adiestrar a sus hombres para los puestos que debían ocupar y, a la vez, distraer al enemigo; largamos todas las velas con el propósito de ponernos al habla con él y conocer sus designios, en vista de que no respondía a nuestras señales para que virase y empeñase la acción. Cuando enfrentamos al corsario, comenzó a dispararnos con sus cañones de proa y lo continuó por más de una hora, hasta enterar ochenta y siete disparos, sin matar ni herir un solo hombre, con muy pocos daños en las velas o el aparejo. Enderezamos hacia La Perla a toda fuerza de velas, pero continuó alejándose de nosotros, y tan luego como la alcanzamos comenzó a dispararnos sus cañones de caza de popa, cuyos tiros caían tan lejos de nuestro buque, que todavía abrigábamos la esperanza de que hacía esa maniobra para atraer al enemigo; hasta que, habiendo llegado a tiro de fusil, nos pudimos cerciorar de que iban dirigidos contra nosotros. Luego nos hallamos al habla, y al inquirir la causa de semejante actitud, recibimos por respuesta tres descargas de mosquetería, acompañadas de grandes hurras a Fernando VII, rey de España, y al Virrey de Lima, que fueron en el acto contestadas por los españoles y portugueses de nuestra tripulación con las mismas voces. Estupefacto de horror ante tan villana conducta de parte de La Perla, y encontrándonos en un pequeño bergantín con dos grandes buques a sus costados y con nuestra propia tripulación amotinada, determinamos hacer fuerza de velas y procurar ganar otra vez el puerto de Valparaíso. Notamos entonces que las drizas de la vela mayor estaban cortadas, y que la tripulación se negaba a volver a Valparaíso, gritando a una "¡A Lima, a Lima!" El amotinamiento se había hecho general. Los soldados apuntaban sus fusiles cargados a mi pecho, gritándome que me rindiera si quería escapar con vida. Al pedir ayuda a mis paisanos, no tuve respuestas, como que ya habían sido supeditados por el número y encerrados en el castillo de proa. Noté entonces que los dos cañones de proa estaban apuntados a popa y pues no me quedaba esperanza alguna, me rendí a los amotinados, que me condujeron a la cámara, en la que hallé preso a nuestro contador don Pedro Garmendia.

Al dirigirme a la cámara, un negro me arrojó una pica de abordaje, con la cual, por fortuna, erró el tiro y fue a clavarse en la borda. Pocos minutos después, el capitán Barnewall fue asimismo encerrado en la cámara. Se colocaron tres centinelas bajo la cubierta con espadas desenvainadas, dos más en la escala con fusiles, y uno en la escotilla con un par de pistolas.

A todos los marineros americanos e ingleses (excepto dos, Dawmas, americano, y Gordon, inglés, que se habían unido a los amotinados), se les pusieron grillos.

Así fue como caí prisionero por efecto de la conspiración más villana que cabe, la que, según supe después, fue ideada y favorecida por muchas personas de Valparaíso, algunas de las cuales realizaron tan infame complot bajo la especiosa apariencia de patriotismo. Sería para mí imposible pintar la sensación que experimenté al verme prisionero de mis propios subordinados, que se habían amotinado sin causa alguna; y en cuanto al tratamiento que se me esperaba, no dudaba ni por un momento que había de ser el peor imaginable, siendo los españoles harto conocidos por su ignorancia y carácter sanguinario. Teníamos también otra causa seria de inquietud, cual era, que habiendo partido tan inopinadamente, carecíamos de los documentos que acreditasen la calidad de nuestro buque, sin tener nada que pudiera justificar que no éramos piratas, excepto nuestros nombramientos, sin que supiéramos qué crédito pudiera prestarles el Virrey del Perú. Además, teníamos motivos para temer que los amotinados concluyeran por asesinarnos, como se decía que algunos lo pensaban, aunque otros de sus camaradas lo resistían.

La tripulación del bergantín se componía de una masa heterogénea y según creo, casi todas las naciones de la cristiandad tenían en ella algún representante. Todos hablaban español o inglés, y la mayoría de los americanos e ingleses el español. El capitán Barnewall se veía obligado a impartir sus órdenes en inglés, y para salvar lo mejor posible tal embarazo, había situado al pie de cada cañón un individuo que entendiese este idioma. Desgraciadamente para nosotros, tal cosa facilitó mucho las operaciones de los amotinados, que se hallaban en la proporción de tres a uno en cada cañón.

3 de mayo, lunes

El nuevo comandante nos hizo una visita asegurándonos que lo pasaríamos bien, es decir, que se nos daría de comer de cuanto el buque cargaba, por lo cual le dimos las gracias. Ambos buques se hallan aún a la vista uno de otro. La Perla nos hizo fuego durante la noche. Los amotinados mantienen sus prisioneros continuamente borrachos, lo que, quizás, suaviza su encierro. A la noche, el capitán Barnewall, el contador y yo estábamos tranquilamente sentados alrededor de la mesa, cuando repentinamente hubimos de alarmarnos por el ruido que forma la apertura del cubichete y al ver incontinenti seis fusiles con bayonetas apuntados a nuestras cabezas. Después de desvanecidas las primeras emociones, no me sentía ya desconcertado y aun llegué a desear que me dirigieran la descarga entera. El comandante y sus oficiales corrieron escala abajo y nos dijeron que no nos alarmáramos, ya que venían solamente en busca de armas de fuego, pues un inglés que se había unido a ellos decía que teníamos algunas ocultas. Después de una busca sin resultado, se marcharon, al parecer, bien poco satisfechos.

Habíamos resuelto caer a medianoche sobre los centinelas y tratar de recuperar el bergantín. Nuestro plan se frustró por intervención de uno de los amotinados (Gordon), merced a haber oído cierta conversación de los nuestros que se hallaban encerrados en el castillo de proa. Por fortuna, no se penetró por entero de nuestros planes, pero a la mañana siguiente montaron un pedrero en el molinete, con orden de no permitir que subiesen sobre cubierta más de dos hombres a la vez.

12 de mayo

Hemos descubierto el complot. Muchos de los amotinados llevan cartas de los señores Rodríguez, Villaurrutia y Soffia, todos comerciantes respetables de Valparaíso, para sus amigos de Lima, especialmente un contramaestre, que ha sido antiguo empleado de Rodríguez, quien me dijo que el complot tenía por objeto entregar ambos buques a la Warren, si bien habrían ideado uno nuevo para llevar el bergantín a Lima, sin ayuda de la Warren, creyendo con esto adquirir más gloria, según sus, palabras, y recibir, a la vez, una gratificación mayor. Gordon, asegura que tenía conocimiento del complot desde mucho antes que partieran de Valparaíso; que el teniente primero de la Warren había estado muchas veces en tierra, disfrazado, y que en una ocasión había cenado con él en casa de Rodríguez. Añade que todos se juramentaron en casa de un portugués, que proporcionó a todos una escarapela realista y una daga. El comandante bajó y me pidió mi reloj para el servicio del bergantín, y se lo entregué. Hoy día, Dawmas fue aherrojado, ante la sospecha de mantener correspondencia secreta con nosotros; eso, sin embargo, es una falsedad, pero no hemos de desengañarlos.

13 de mayo

Me levanté temprano y por la primera vez se me permitió subir sobre cubierta. La mañana estaba muy agradable; el tiempo casi tranquilo. Después de haber permanecido tanto tiempo bajo de cubierta, el aire fresco y la vista del mar contribuyeron a levantar mucho mi ánimo. Pero, ¡ay! bien pronto decayó. Vi a dos de nuestros desgraciados compatriotas subir sobre cubierta encadenados juntos. Los infelices me dirigieron una mirada de súplica, que me traspasó el alma. En ese momento habría dado el universo en cambio de poder libertarlos.

Mr. Heacock (contramaestre) me contó que Gordon había sido nombrado primer oficial del buque y que nos trataría como se le antojase. ¡Qué canalla!

En la tarde se produjo un violento altercado sobre cubierta respecto al mando del buque, que se entregó por fin al ayudante del contramaestre. En la noche se promovió de nuevo otro altercado y el mando se dio entonces al contramaestre. Si siguen estas disputas, tenemos esperanzas de que se presente la oportunidad de volver a apoderarnos del bergantín. Mantienen a nuestra gente continuamente embriagada, lo que me tiene en un estado de ánimo mucho peor de lo que debiera.

14 de mayo

Estamos ahora, como antes, tranquilos. Ha cesado el bullicio y los amotinados se hallan en pacífica posesión del bergantín. Mi amigo Barnewall tiene una fiebre muy alta, originada, sin duda, de pesar. Tal cosa no puede extrañarse cuando se considera nuestra situación.

Anoche tuvimos una racha de viento mucho más fuerte de las que suelen ocurrir en estos parajes. El bergantín balanceaba mucho, a causa de su pesado armamento. El capitán Barnewall y yo nos hallábamos deseosos de que el viento tronchase los mástiles, lo que habría puesto en gran confusión a los amotinados y nos ofrecería la ocasión de recuperar el mando. Pero el viento amainó en unas cuatro horas y todas nuestras esperanzas se desvanecieron.

A tiempo que acabábamos de desayunarnos, fuimos sorprendidos con la repentina entrada de siete de los revoltosos, todos armados, que nos ordenaron subir sobre cubierta. Al capitán Barnewall se le hizo bajar y volvió a subir en unos cuantos minutos, para enviarme enseguida a llamar a fin de pedirme las llaves de mis baúles y escritorio. Registraron cosa por cosa, quitándome ciento siete pesos, que era mi único caudal. Luego escudriñaron todos los rincones del camarote, diciendo que sabían que había dinero escondido. Después de la comida, comenzaron de nuevo; se registro el almacén y se abrieron a cuchillo sacos de harina en busca de una gruesa suma de dinero, que se imaginaron que había sido enviada a bordo por el Gobierno; pero chasqueados en esto, nos robaron nuestros trajes, y tanta fue su rapacidad, que no pudimos lograr que nos dejasen una muda de ropa. A las cuatro de la tarde pasaron revista y se repartió el dinero (cuatrocientos treinta y un pesos) entre sesenta, sin que cupiera parte alguna a los enfermos. Nuestra situación es casi insoportable. Nos hallamos sujetos al capricho de una banda de desalmados, que no observan entre sí orden ni disciplina alguna, guiados por la opinión de los más, y no puede quedar duda de que si se empeñaran en asesinarnos, su comandante no lo habría de impedir.

16 de mayo, domingo

Ayer y hoy nuestro bergantín ofrece el más horrendo espectáculo que jamás haya yo presenciado. A proa y a popa yacen esparcidos odres de aguardiante y vino, cuyo acceso es permitido a todo el mundo, y tan luego como se vacía uno, se le llena otra vez. Se juega a todo con el dinero que nos han robado, y las pendencias, la borrachera y toda especie de vicios reinan a sus anchas.

17 de mayo

Por la mañana temprano nos alarmamos por el bullicio inusitado que se sentía sobre cubierta, que pronto supimos era motivado por la vista de un velero que se dirigía hacia nosotros, que los amotinados (como resultado de la sugestión que les causaba su dañado proceder) se imaginaron ser la fragata norteamericana Essex, y que era llegado para ellos el momento de pagar sus maldades. Comenzaron inmediatamente la faena de desarmarlo, imaginándose que podrían hacerlo pasar por buque mercante. Habían logrado ocultar bajo cubierta los objetos sueltos, como los atacadores, las lanadas, etc., y hasta uno de los cañones, cuando el tan temido velero se dejó ver en todo su tamaño, resultando ser sólo un pequeño bergantín, llamado el Carbonero, empleado en el acarreo de abonos, consignado a Pisco, a nueve días de Chancay. Diónos la noticia de que Chile había sido invadido en virtud de una orden reservada del Virrey, y muy en oposición a las opiniones de todas las clases sociales y de los comerciantes especialmente.

18 de mayo, martes

Arribamos al Callao. Al entrar al puerto tuvieron la audacia de enarbolar la bandera española sobre los colores del pabellón americano. Se hizo una salva al pasar el fuerte. Uno de los cañones que por olvido había quedado cargado, mató con su disparo a un indio en la playa. Luego que anclamos, fuimos abordados por el bote de la Aduana. El capitán del puerto, al saber la manera como habíamos sido apresados, parecía a la vez sorprendido y agradado, y con términos altisonantes, harto característicos de los peninsulares, no sé cansaba de ponderar cómo pudimos tener la temeridad de combatir a sus corsarios. Preguntó enseguida quién era el comandante, honra que fue disputada por no menos de tres, y después de no poca discusión, se pronunció en favor del que lo había sido primero, el ayudante del contramaestre. El capitán Barnewall y yo fuimos enseguida registrados para quitarnos los papeles que tuviéramos, como en efecto nos los tomaron. Se nos mandó entonces que bajáramos de cubierta, y allí se continuó el prolijo registro de nuestras personas para certificarse de que no habíamos ocultado algunos. Concluido esto y habiendo llegado de tierra un piquete, se nos ordenó desembarcar.

Antes de tomar el bote, el capitán Barnewall y yo denunciamos el robo de nuestras espadas y de mi reloj, hecho por el comandante, que teníamos información segura de que había escondido bajo llave en su arca. Pedimos al capitán del puerto que aceptara nuestras espadas, cosa que creyó no era propio rehusar, disponiendo que se me devolviese mi reloj. El capitán Barnewall refirióle entonces que se nos había robado también nuestro dinero y objetos de nuestro uso, y que deseaba llevase consigo los instrumentos náuticos de su propiedad, los que fueron declarados legítima presa.

En este punto, nuestro contador, un chile no, que había permanecido recluido junto con nosotros durante toda la travesía, se colocó la escarapela realista y suscribió su nombre en la nómina de los amotinados, o, como ellos la llamaban, el rol de honor.

Al poner pie en tierra, la multitud que cubría la playa, desplegó la más salvaje ferocidad, tirándonos piedras durante todo el trayecto que hubimos de recorrer hasta llegar al domicilio del gobernador, que estaba en el interior de la fortaleza; y a no haber sido por la guardia, creo que nos habrían hecho pedazos. En vez de los tristes presagios con que es de suponer entra alguien a una prisión, yo lo hice alegremente, considerándola por el momento lugar seguro. Fuimos llevados luego a presencia del gobernador, quien nos hizo una especie de interrogatorio tocante al objetivo de nuestra expedición, con muchas otras preguntas relativas al ejército de tierra que había en Chile. Concluido esto, su Excelencia nos dijo al capitán Barnewall y a mí, de manera muy atenta: “caballeros, deben ahora ustedes someterse a la necesidad de retirarse a los departamentos dispuestos para su alojamiento del momento”, y, alejándose, nos confió al cuidado de un oficial, que nos rogó le siguiésemos. Me imaginé, en vista de la atenta manera como nos había tratado el gobernador, que en lugar de un sombrío calabozo, los “departamentos dispuestos para nuestro alojamiento del momento”, significaría algunas piezas decentes dentro del fuerte y que se proponía tratarnos como prisioneros de guerra. Tal idea se robusteció ante la conducta de nuestro guía, que nos condujo al frente del departamento de los oficiales, esperando a cada momento que se detuviese, pero hubimos de seguir hasta que llegamos al cuarto de guardia. Aquí se nos separó al capitán Barnewall y a mí.

Se me encerró en un pequeño cuarto ubicado en el centro de una gran sala, en la que se hallaban alojados unos cien soldados. Parece que el cuarto había sido fabricado para que los soldados pudiesen arrimar sus armas del lado de afuera. Hallándome ya solo, comencé a considerar mi situación, pero bien pronto fui interrumpido por la curiosidad de los soldados, quienes, ansiosos de ver qué clase de animal era yo, abrieron un agujero al través de las tablas para observarme. Uno de ellos exclamó entonces, “Es un individuo de buen aspecto”; “Sí, repuso otro, para la horca”. “¡A la horca, hurra, hurra!” repitieron los demás. Era ya de noche, y sintiéndome extenuado de fatiga y de hambre (pues no había probado cosa alguna desde el día antes), me recosté sobre una banca, el único mueble que había en mi habitación. En lugar de conciliar el sueño, la imaginación me pintaba cuál era mi situación con los más tristes colores, sintiéndome tan débil, que no pude menos de derramar lágrimas. El cabo de guardia entró en esos momentos con tres velas; encendió una y dejó las restantes. Y al notar que había llorado, me expresó con toda frialdad que esperaba me hallase convencido de la enormidad del crimen que había cometido al pelear contra la religión y el Rey; añadióme que si tenía dinero, despacharía a alguno para traerme algo de cenar, lo que le rogué hiciera. Al entrar el cocinero, traté con él de que me fiase la cena, prometiéndole que le pagaría una vez que vendiese mi reloj. Consistió mi cena en dos pequeños peces, una rebanada de pan y una copa de vino, por lo que se me cobró veinticinco centavos. No pude conciliar el sueño durante toda la noche, pues cada vez que se relevaba la guardia, se corría el cerrojo de la puerta para certificarse de que me hallaba allí. Uno de los centinelas me preguntó si me incomodaban las pulgas, y ante mi respuesta afirmativa, añadióme que había muchas chinches y otros bichos, lo que era perfectamente exacto.

19 de mayo

A eso de las seis entró a mi pieza un individuo trayéndome veinticinco centavos, que me dijo era mi prest para la comida; y como a las diez llegó el Jefe de la Armada Real, y habiéndose informado de quién era yo, dispuso que se me colocara en el mismo calabozo con el capitán Barnewall y que a cada uno se nos entregara un peso diario. Sentíme regocijado ante la idea de estar en compañía de mi amigo, siendo no menos satisfactoria la expectativa de poder alimentarme bien.

20 de mayo

El peso prometido no llegó, y en vez de él recibimos cada uno veinticinco centavos. Vendí mi reloj por veintiocho pesos y me compré un colchón y una frazada. La Perla fondeó hoy: sus oficiales, en número de nueve, fueron encerrados en las casamatas. En la tarde fuimos trasladados a otro calabozo. Deseosos de informarnos de los detalles del apresamiento de esa nave y de conversar con nuestros compañeros de desgracia, ofrecimos tres pesos de propina al oficial de guardia para que nos permitiera ver a uno de ellos al anochecer; lo que no se nos admitió. Nos llegó una tarjeta de Mr. Samuel Curson, americano que residía en Lima, con la promesa de que haría cuanto estuviese a su alcance para favorecernos.

Este día se empezó a ver la causa de nuestra gente. Es costumbre de los españole1 en semejantes casos llamar primeramente los marineros, a fin de así intimidarlos y lograr que declaren algo respecto a sus superiores, que más tarde pudiera invocarse como testimonio contra ellos.

21 de mayo

Nuestro actual calabozo es más cómodo que el anterior; veinte pies cuadrados y una ventana grande. El cabo de cañón, que había prestado su declaración, merced a una propina de veinticinco centavos que dio al sargento, obtuvo que se le permitiera dormir esa noche en el mismo calabozo que nosotros, y de él tuvimos algunas informaciones. Debíamos declarar que no habíamos entrado voluntariamente al servicio de Chile, etc. Nos advirtió que el intérprete nos sería favorable y nos significaría cómo debíamos responder. Nos resultaba dificultoso aún conseguir agua, sin dar propina. ¡Ay!, nuestros recursos están casi agotados, y no sé lo que después será de nosotros.

24 de mayo

Fui llamado a prestar mi declaración. Una guardia vino a buscarme para conducirme a una pequeña casa situada a orillas del mar, en la que se reunía el tribunal. Estaba formado por un oficial de la armada, un intérprete (italiano), un abogado mulato y un escribiente de raza blanca.

Comenzó la audiencia por exigirme juramento de que diría la verdad de lo que se me preguntase; cierta especie de acusación se formuló en mi contra, basada en haber sido sorprendido en actos piráticos cometidos en alta mar, siendo yo un ciudadano de los Estados Unidos, con cuya nación se halla en paz el rey de España, esgrimiendo armas contra él, en ayuda de una provincia sublevada. No había prueba alguna para sostener semejante acusación, a no ser la dada por mí mismo.

Preguntáronme primeramente mi nombre, edad, lugar de mi nacimiento, etc., a todo lo que contesté con verdad. Vino enseguida la pregunta acerca de cuánto tiempo había residido en Chile y el motivo que me impulsó a abandonar mi patria para trasladarme a esa provincia. A esta interrogación objeté que no tocaba a mi causa, pero se me dijo terminantemente que no podía excusarme de responder a cuanto pregunta se me hiciera. Repliqué que esperaba que no se me obligase a inculparme a mí mismo. El tribunal se desentendió de mi observación y formuló de nuevo la pregunta. En este punto, el intérprete me habló en inglés, indicándome que debía contestar en términos que correspondiesen a lo dicho por los marineros. Accedí a ello gustoso, y el interrogatorio continuó adelante, y duró hasta las dos de la tarde. Concluido éste, se me mandó conducir a un calabozo allí vecino hasta que terminase el interrogatorio del capitán Barnewall. Se trajo mi cama, de lo que deduje que estaba condenado a pasar allí la noche. Después de colocada en un poyo, me quedó el suficiente espacio para dar cuatro pasos a lo largo; el ancho de la pieza era como de unos Cuatro pies, y estaba alumbrada por la luz que entraba por un agujero que había en el techo. Era el sitio más asqueroso que jamás hubiese visto en mi vida. No queriendo pasar ahí la noche, traté de gratificar al cabo de guardia para que me condujese a mi ordinario alojamiento, que parecía un palacio comparado con este mísero agujero. Contestóme que lo vería, y a eso de las diez me llevó al sitio en que había tenido lugar mi interrogatorio. Solicité permiso para volver a mi antiguo calabozo, lo que se me concedió, y gratifiqué al cabo con cincuenta centavos, aunque en un principio me había pedido cinco pesos. De nuevo en compañía del capitán Barnewall, comentamos con delicia los desinteresados servicios del señor Gambini, el intérprete, y más tranquilos nuestros ánimos con las esperanzas que nos había inspirado, nos metimos a la cama y dormimos profundamente.

28 de mayo

No hemos recibido carta ni socorro alguno de nuestros amigos de Lima. Comenzamos a dudar de la sinceridad de sus ofrecimientos y parece que hemos sido abandonados a nuestra suerte. Estamos mucho más vigilados que al principio. Se ha prohibido al cocinero que nos traiga la comida al cuarto, como antes, y la recibimos ahora por una ventanilla. No he visto rostro humano durante varios días.

2 de junio

Recibí saludos de los oficiales de La Perla, anunciando que todos seguían bien. En la tarde fuimos trasladados a otro calabozo, mucho más pequeño y, por tanto, más incómodo. A las oraciones, estuve conversando al través del agujero de la llave de la cerradura con un irlandés, quien me dijo que había sido enviado por un amigo nuestro, cuyo nombre no podía dar, para informarnos de que tan pronto como pasase el alboroto que había causado la noticia de nuestro arribo, algo se haría para tratar de aliviar nuestra situación. El capitán Barnewall y yo estamos enfermos de tercianas, que fueron tan agudas esta noche, que perdí el conocimiento.

El día cinco o el seis, todos los norteamericanos de la dotación del bergantín (excepción hecha solamente del capitán Barnewall y yo), fueron aherrojados y condenados a trabajos en las obras públicas. Fueron aherrojados en la misma forma que los malhechores, lo que resulta por extremo cruel. Esto se hace poniendo una argolla en el tobillo, cuyo cerrojo corre por entre un eslabón de la cadena, que en el otro extremo tiene un anillo de otras tantas pulgadas de ancho; durante la noche, se les asegura en el suelo por medio de una cadena larga, que corre por entre las dichas argollas, y se amarra a un poste colocado fuera del calabozo; y durante el día se les obliga a acarrear pesadas cargas de basuras a la espalda, más todo el peso de sus grillos, que es de unas cuarenta libras en una pierna. Comienzan a trabajar a las seis de la mañana, y lo continúan hasta la puesta del sol, con interrupción de media hora para el desayuno y de una hora para la comida. A los súbditos ingleses apresados en el bergantín se les deja tranquilamente en una prisión ventilada y cómoda, sin estar aherrojados. El motivo francamente confesado de semejante diferencia de tratamiento es la destrucción de un corsario limeño verificada por la fragata norteamericana Essex. ¡Qué represalia más cobarde y antojadiza!

La siguiente es la lista de estos infelices norteamericanos:

William Barnet, piloto.
Samuel Dusembury, piloto.
Samuel Dusenbury, guardiamarina.
Timothy Chase, contramaestre de La Perla.
Henry Heacock, contramaestre.
John S. Waters, carpintero.
Peter N. Hanson, artillero.
John Heck, intérprete.
Henry Smith, marinero.
William M'Koy, marinero.
Severno Denton, marinero.
James Dawmas, marinero.
Moses Pierce, marinero.
Le Roy Laws, marinero.
Willis Forbes, marinero.
Jeremiah Green, marinero.
Frederick Rasmonsen, marinero.

El día nueve, el capitán Barnewall y yo, ambos enfermos de terciana, fuimos llevados al hospital de Bellavista. Ahí hallamos a todos nuestros hombres, excepto uno, y todos muy enfermos.

El veintitrés pudo el capitán Barnewall salir del hospital ya mejorado. Yo no me hallé capaz de acompañarle.

Durante este tiempo supimos que las tropas chilenas habían obtenido una victoria sobre las de Lima, y recibimos dos cartas de nuestro amigo Curson, quien nos decía que se había abstenido de escribirnos antes, estimando que nuestra situación era desesperada. Afirmábamos ahora que nuestras vidas estaban seguras, y que no dudaba que lograría obtener el que se nos dejase salir bajo nuestra palabra de honor.

También el capitán Barba y dos de sus oficiales se hallan aquí. De él supimos que tan pronto como se izó el trinquete en La Perla, logró dominar el motín. Todos los oficiales, incluso el contramaestre, permanecieron fieles. Nos dijo también que su piloto mister King, americano, al notar que el buque se hallaba en poder de los revoltosos, se arrojó al mar y que se creía difícil que hubiera logrado salir a tierra. Nuestra actual situación es de las más deplorables; y aunque en extremo debilitados por la fiebre, tanto, que ni siquiera podemos dar un paso, se nos mantiene encadenados a la cama como medida de seguridad. Pocos días ha, uno de los presos, cuyo solo crimen consistía en habérsele visto pelear por la causa de Buenos Aires, murió con grillos, los que le fueron quitados como una hora después de muerto. El hospital es custodiado por un sargento y diez soldados, y la pieza en que estamos se halla con centinelas situados al lado adentro de la puerta, que resultaban sumamente pesados para nosotros, porque durante la noche los muy bribones se empeñaban en hacer todo el ruido posible, golpeando el suelo con la culata de sus fusiles, o un barril con las bayonetas, etc. Después de puesto el sol, el mozo reza o canta el rosario, seguido por todos los que se hallan en estado de hacerlo, y los que no, tienen que aguantar el ruido que forman. Esta operación dura, ordinariamente, media hora.

El aparato y ceremonia con que el doctor practica sus visitas es realmente para la risa. Se verifican a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, y se anuncia por un toque de campana. Lo primero que se presenta es un viejo de aspecto enfermizo, que avanza balanceándose y gruñendo bajo el peso de sus propias carnes, apoyado en un enorme bastón; su aspecto mísero me hacía recordar a aquel sabio médico, de quien se dice en unos versos: Detúvose y olió su bastón./ Se volvió a detener, y lo volvió a oler.

Venía, en seguida, el cirujano (porque el ejercicio de la medicina y cirugía son aquí profesiones tan diversas como las del zapatero y sastre, y ni por asomos tan bien conocidas); luego, un grupo de ayudantes, compuesto de cuatro o cinco, para tomar notas de los enfermos y de lo que el doctor les recetaba ; y tras de éstos, cuatro o cinco mulatillos, aprendices de barberos o sangradores, enviados aquí para aprender la ciencia de la cirugía, mecánicamente, sin tomarse el trabajo de estudiar, y simplemente para operar en los infelices que caían bajo su férula, muchos de los cuales morían por falta de la debida asistencia. El cirujano, un jefe que ha recibido su pequeña dosis de conocimientos mediante el estudio, y es caballero, consideraría muy por bajo de su propia dignidad emporcar sus dedos curando una herida; y todavía se presenta otro individuo para poner lavativas, y otro que trae las medicinas a los enfermos; y, finalmente, los sirvientes, aguadores, cocineros, pinches de cocina, armero, etc., por todos como unos veinte.

El veintiocho abandoné el hospital y regresé al castillo, donde encontré al capitán Barnewall, quien me dio la noticia de que pocos días antes el Hope, capitán Obed Chase, de Nueva York, en viaje de descubrimiento, había sido enviado para ser juzgado, en contravención a las leyes del derecho internacional, por el gobernador de la isla de Chiloé, adonde había recalado en busca de refrescos, y su tripulación encerrada en el mismo calabozo que los ingleses, que habían formado la nuestra.

29 de junio

En este día, merced a la tolerancia del oficial de guardia, se nos permitió pasearnos por el patio. En la tarde nos visitaron dos caballeros chilenos, que vinieron de Lima, y a quienes no conocíamos, que con toda generosidad nos obsequiaron al capitán Barnewall y a mí cinco pesos a cada uno. Este es el primer socorro que hemos recibido desde que estamos presos, que hubimos de aceptar sólo en fuerza de la necesidad.

5 de julio

Nos visitó un caballero chileno, llamado don Manuel García, empleado en la Real Contaduría, quien nos contó que estaba de partida para Concepción, en un buque mercante, y nos dijo que si queríamos escribir a nuestros amigos de Chile, él hallaría medios de hacerles llegar nuestras cartas. El capitán Barnewall contestó que lo haría.

10 de julio

El señor García vino a buscar nuestras cartas. Por su intermedio escribimos al Gobierno de Chile y a nuestro Cónsul allí, dándoles cuenta de los hechos que ya he referido. Nos aseguró que pronto seríamos puestos en libertad. En verdad, tan varias han sido las informaciones que han llegado hasta nosotros, que nuestros ánimos se han mantenido en un permanente estado de ansiedad ya abrigando las esperanzas más aventuradas; ya los más infundados temores. Hemos concluido por no hacer caso de lo que oigamos y mantenernos, en cuanto nos sea posible, tranquilos, en espera del momento en que se resuelva abrirnos las puertas y dejarnos salir. Es de reírse al notar el empeño con que alguno que se interesa por nuestro bienestar llega a decirnos que bien pronto saldremos en libertad; otro añade que muy luego seremos enviados a Lima, dándonos la ciudad por cárcel bajo nuestra palabra de honor; otro, que antes de veinte días ha de estallar una revolución; otro, que el general Belgrano ha entrado en Arequipa y se dirige a marchas forzadas hacia esa plaza y que el Virrey se estremece al sentarse en su sillón de mando; otros, que las panaderías de Lima se han cerrado por falta de trigo, y que, en vista de eso, van a enviar emisarios a Chile a pedir la paz; otro cuenta que el Potrillo está alistándose, y que el Virrey ha de huir en él antes de que los negocios se empeoren, y con tono solemne nos anuncian que se prepara una expedición para marchar contra Valparaíso, etc.

17 de julio

Ha llegado el Britania trayendo la feliz nueva de la recuperación de Concepción y puerto de Talcahuano por el ejército patriota, al mando del general Carrera, y la muerte del general limeño Pareja. Este buque logró escapar a duras penas, dejando en tierra la mayor parte de su tripulación, habiendo logrado salir del puerto entre los disparos de los cañones de los fuertes. A su regreso, tocó en Arica en busca de refrescos, y embarcó allí ciento veinte hombres, las reliquias del ejército de Goyeneche, que en su mayor parte fue hecho prisionero por las armas porteñas. después de la rendición de la ciudad de Salta, y de acuerdo con lo capitulado, habiendo jurado no volver a tomar las armas, fue dado por libre. Han hecho a pie un camino de más de mil millas, y muestran un aspecto tal, que involuntariamente me hacía recordar a los tertulios de Falstaff.

21 de julio

A las tres de la mañana de hoy sentí un fuerte remezón de tierra, que por poco no me arroja fuera de mi cama. Es difícil que alguien pueda darse cuenta del efecto de tan terrible fenómeno sobre el ánimo de una persona encerrada en una pieza sin salida, sin medio de escapar en caso de que el edificio se derrumbase con la sacudida. En tal evento, doscientos infelices seres encadenados y encerrados en un sala vecina a nuestro cuarto, como nosotros mismos, tendrían que perecer sin remedio. Al menor sacudón, los presos todos comienzan a entonar plegarias en tono lúgubre, muy a propósito para despertar los más tristes sentimientos.

22 de julio

Se dice que la tripulación de la Nueva Limeña, un gran barco de comercio de la matrícula de este puerto, se amotinó contra sus oficiales, los echó en tierra en Pisco e izó vela para Valparaíso. Esta es una gran noticia para nosotros, pues el Gobierno de Chile tendrá por este conducto conocimiento de nuestra situación lisonjeándose con que se verificará algún canje de prisioneros.

23 de julio

Hemos sido trasladados a esta prisión (Casamatas). Aquí hallamos al cirujano, al capellán y al contramaestre de La Perla. Aunque nuestro calabozo es más obscuro y húmedo que el que teníamos, con todo, nuestra situación es más soportable. Disponemos aquí de un cuarto para pasearnos, lo que es gran alivio para nosotros, y como la prisión es tan segura, no se nos vigila tan de cerca.

20 de agosto

Nada de particular ha ocurrido durante algún tiempo. He estado enfermo en el hospital cerca de veinte días. Hoy vino a vernos Mr. Macy, contramaestre del Hope, quien nos refirió que ese buque estaba ya despachado y debía hacerse al mar en unos cuantos días más. Cortésmente se ofreció a entregar a usted mis cartas por su propia mano. Véome obligado a detenerme en este punto. Mi situación es realmente mísera: encerrado en un calabozo a cuatro pies debajo de tierra, donde la única luz que disfrutamos nos llega por respiraderos; las paredes de cal y piedra tienen un espesor de siete pies, y las puertas tan sólidamente aseguradas, que desafían todo intento de escapar. He sido acusado como malhechor e ignoro si estoy o no condenado, sin que hasta ahora se me haya notificado sentencia alguna, a pesar de que van transcurridos más de tres meses desde que fui juzgado. Cuál sea la suerte que me aguarda, es imposible conjeturarlo, y probablemente se decidirá por lo que ocurra en Chile. Si este país triunfa, saldremos en libertad a banderas desplegadas; pero, en caso que los enemigos de la libertad prevalezcan, debemos esperar, ya la muerte en el cadalso, ya el puñal de un asesino en nuestra prisión, quizás durmiendo. En el entretanto, ojalá que usted, mi amigo, goce de salud, felicidad y libertad, de la cual me veo ahora privado. Si llega a ofrecerse otra oportunidad, cuente usted con que volverá a tener noticias de este su infeliz amigo.