Cartas de Samuel B. Johnston: Primera Carta

Primera Carta. Viaje hasta Valparaíso y desde ahí a Santiago.

Santiago de Chile, 9 de febrero de 1812.

Querido amigo:

Después de un molesto y desagradable viaje, de ciento veintidós días, llegamos el veintiuno de noviembre a Valparaíso, el principal puerto de este reino.

Me propuse, cuando partí de Nueva York, llevar un diario ordenado de nuestra travesía, imaginándome que una tan larga jornada habría de ofrecer abundante materia que contar. Así sucede de ordinario, en el modo acostumbrado en las narraciones de viajes, basadas frecuentemente, en exageraciones y bambollas; si bien las de viajes marítimos resultan generalmente más espumosas que las aguas del mar, aunque, de seguro, no tan profundas. Pero de hecho nuestro viaje estuvo tan destituido de variedad, tan poco de maravilloso ocurrió durante él, que un diario continuado, hablando con entera verdad, resultaría poco instructivo y aun de menos entretenimiento. Comencé, en efecto, uno, pero hube de interrumpirlo. Sin embargo, he ido apuntando, a medida que ocurrían, cualquier incidente que me imaginé pudiera interesar a usted. Tal fue lo que me propuse consignar para disfrute de usted, pero alcanzó tales proporciones, que no atreviéndome a poner a prueba la paciencia de usted transmitiéndoselo por entero, debo contentarme con darle algunos pocos extractos.

Desde el momento en que pasamos el faro de Sandy Hook hasta que cruzamos la línea ecuatorial, el tiempo se mantuvo casi continuamente en calma; apenas si experimentamos una brisa más intensa que la que en términos de marina se llama viento favorable, o que, en lenguaje poético, se nombra céfiro. Algo sufrimos del calor en la zona tórrida, aunque, en verdad, no lo notamos tan extremado, aun despedido "de los ardientes rayos de un sol a plomo"; como lo sentimos en Nueva York durante las dos primeras semanas del pasado mes de julio. El veintiuno de septiembre cruzamos el trópico de Capricornio, después de haber sudado treinta y cuatro días en la zona tórrida. El tiempo continuó siendo notablemente bonancible, hasta que alcanzamos el grado veintiocho de latitud sur. Aquí, por primera vez, experimentamos lo que se llama una racha de viento, sin que antes de esto ocurriese más cosa de importancia que un chubasco. El viento saltó al nornoreste y comenzó a soplar bastante fresco; el mar se agitó con violencia casi al punto mismo, las ondas se encresparon, saltaban las espumas de las olas y la nave cabeceaba, etc. Diéronse al instante órdenes para disminuir de velas y rizar la de trinquete. Durante largo tiempo había estado en espera de un temporal, preguntando con frecuencia siempre que nos asaltaba una racha, si aquello no era un temporal; al hacer hoy mi consabida pregunta, se me dijo que habíamos tenido una verdadera tormenta; pero no duró mucho: en unas seis horas navegábamos de nuevo a velas desplegadas.

Habiendo penetrado en los dominios australes del dios de los hielos, esperábamos pronto un cambio considerable de tiempo, y en ello no anduvimos descaminados, porque bien pronto sentimos que el frío aumentaba, de tal modo, que cuando alcanzamos los cincuenta y ocho grados de latitud sur, llegó a hacerse intenso. Fue tarea penosa la de doblar el Cabo de Hornos. Nos vimos forzados durante quince días a soportar un mar de proa y vientos contrarios, en un paraje por extremo frío, y sin lograr fuego alguno para endulzar los efectos desagradables de la temperatura. Llegamos entonces a estimar el lujo que importa el calor de una estufa, así como nadie sabe apreciar cuanto vale la salud sino cuando está enfermo.

Como el camarote que ocupábamos a bordo era grande, resolví apersonarme al cocinero, quien, después de algunas indirectas, me invitó a sus dominios, pero luego hube de verme en la precisión de tomar un partido, ante la disyuntiva de sofocarme por el humo o de helarme, y resolví como preferible esto último.

Hallándonos el veintitrés de noviembre[1], según las observaciones hechas, en la longitud de ochenta grados al oeste del meridiano de Londres y a los cincuenta y cinco de latitud sur, después de haber sido asaltados por muchas furiosas rachas de viento, granizo y fríos aguaceros, hallamos que habíamos doblado con fortuna esa horrible punta (cabo de Hornos), para pasar el cual, el célebre navegante inglés Almirante Anson aseguraba haber perdido tres veces su velamen entero, lo que logramos sin daño de un solo cable.

Pronto notamos que, si bien habíamos doblado el Cabo de Hornos, permanecíamos aún dentro de la zona de las tormentas. El día veintinueve comenzó a desencadenarse un vendaval más fuerte de cuantos hasta entonces hubiéramos experimentado, acompañado de nieve y de granizo. A las ocho de la mañana, saltó el viento al N.N.O. (enteramente de proa) y se convirtió en temporal tan violento, que antes de las diez, el barco navegaba con sólo las velas indispensables. Nuestras provisiones (que por esos días se hallaban ya muy mermadas y habían, por lo mismo, pasado a ser de incalculable valor) las pusimos en el entrepuente, temerosos de que un golpe de agua cargase con ellas, y se hizo cuanto las circunstancias aconsejaban para capear el temporal lo mejor que se pudiera.

Aquí sería el caso de decir que si poseyese el talento descriptivo de algunos viajeros, que han deleitado al mundo con relatos de escenas como la que presenciaba, lo haría estremecer a usted: os diría que para pintar el horrible aspecto del océano agitado por tan tremendo vendaval, sería imposible; porque, en verdad, el vocabulario inglés se halla falto de expresiones para pintar como se debiera un tema tan sublimemente terrible y por tanto extremo horrorífico; decir que las olas eran tan altas que parecían montañas, sería simplemente una vulgaridad, y apenas daría una pobre pintura del espectáculo. Grandes cordilleras de agua corrían sin cesar a nuestro alrededor, tan enormes, tan gigantescas, que comparadas con ellas los Andes o los montes Allegheny, podrían estimarse como simples hormigueros o topineras. A veces nuestro barco parecía levantarse hasta las nubes, como si hubiese emprendido el vuelo para llegar a los cielos, y en otras parecía como si se fuera a hundir en lo más profundo de la tierra. Por momentos nos sumergíamos, ya en las garras de la muerte, y luego subíamos, como nos parecía, desde el sepulcro. Decir que el viento resonaba como el trueno, sería una pálida pintura de su horroroso estruendo. Silbaba cual si el aire estuviese poblado con los aullidos de toda especie de animales salvajes y de los reptiles que habitan las soledades del Africa o las florestas sin límites de la América del Sur; y entre ellos habrían podido distinguirse los rugidos de los leones, los gruñidos de los leopardos, panteras y tigres; los aullidos de los lobos y de las hienas; los silbidos de las serpientes y fieros dragones, los chillidos de las lechuzas y el aborrecible waw-woo-waw de los gatos silvestres; reunidos todos en desigual concierto, para producir los sonidos más repelentes y tristemente discordantes que jamás llegaron a oídos humanos. Y así, para acabar de pintar tal escena, pondré punto final a mi descripción, dándole tinte más culto, con los siguientes versos:

La tierra se queja, el aire se agita y resuena lo profundo. Las rocas, estremeciéndose, estallan, y las montañas parecen bailar La desesperación se apoderó de nuestra razón.

Y dislocados por el horror, cada uno de nuestros miembros, temblaban.

Si me propusiera pintar a usted escenas tristes, contaría a usted uno por uno los detalles del viaje en este mismo exagerado diapasón, si bien, modestamente declaro, que así y todo, queda bastante lejos de lo que fue en realidad, y si lo he logrado, habrá sido lo que los marinos llaman un embuste gordo.

Cierto es que el viento era harto fuerte y que, en consecuencia, el mar se hallaba muy agitado; lo es también que nos sentíamos recelosos de surcar un mar que pudo habernos proporcionado algún serio percance, y que, así, nos considerábamos menos seguros que lo que lo que pudiéramos navegando con brisas moderadas; pero que las olas sobrepasaban en altura al Pico de Tenerife, o eran más dilatadas que las Blue Mountains, no es exacto. Por lo que a mí respecta, nunca vi olas que mereciesen el calificativo de cordilleras o del Bunker Hill, y aunque el viento soplaba con violencia y silvaba en el velamen, honradamente confieso que ruidos más fuertes he oído causados por el trueno.

Nuestra nave, durante la tormenta, corría como un pato, se mantuvo perfectamente enhiesta y no embarcó una gota de agua. Nuestro principal temor se fundaba en que, trabajada por mar tan gruesa, comenzase a hacer agua, en cuyo caso nuestra situación se habría tornado peligrosa, a causa de que las dos bombas con que contábamos se hallaban completamente obstruidas por la brea que se había derramado de varios barriles que reventaron en las bodegas. Este era un motivo de sobresalto, que nos duró durante todo el curso de la navegación, pues, caso de haber ocurrido semejante percance, más que probable es que hubiéramos pasado a ser pasto de los peces.

Después de esta tormenta, nada digno de nota ocurrió hasta nuestro arribo al puerto de Valparaíso.

Esta ciudad está situada en una hermosa bahía, al pie de una hilera de cerros altos; tiene una calle principal, en la que se ven algunos hermosos edificios, habitados por la gente acomodada; las cabañas del pueblo se levantan en las faldas de los cerros, dando al conjunto un pintoresco aspecto; como a un cuarto de milla de la ciudad se halla la aldea del Almendral, que, unida a aquélla, contendrán quizás cinco o seis mil habitantes. Las casas son generalmente de un solo piso, construidas con grandes adobes fabricados con barro y paja, y con el suelo enladrillado.

La bahía forma casi un semicírculo, y se halla al abrigo de los vientos, con excepción del norte y de los remolinos que de ordinario descienden de los cerros a la hora de puesta de sol; por la mañana reina de ordinario una neblina, sin viento; en la playa se alza una gran cruz, erigida para conmemorar el naufragio de un buque de guerra español ocurrido algunos años atrás, cuya tripulación (unos trescientos hombres) pereció en su totalidad; fue aquella una tormenta tan grande, que las olas dañaron al pueblo entero y los habitantes tuvieron que subirse a los cerros, desde donde presenciaron tan fatal catástrofe, aunque sin poder prestar auxilio alguno a las víctimas.

El Gobernador reside en el Castillo Viejo, construcción sólida que domina la bahía y el fondeadero, que al presente está armado con doce largos cañones de bronce de treinta y dos libras. Se alza en la ladera de un cerro y sus defensas exteriores consisten en un fuerte muro de piedra, asentada en cal, que tiene como una milla de circuito. Existen otras obras de defensa interiores, rebellines, socavones, subterráneos, etc., además de arsenales, almacén de provisiones y cuarteles capaces para alojar hasta quince mil hombres, con los suficientes pertrechos de guerra. El sitio es naturalmente muy fuerte; y el único lugar por donde pudiera ser asaltado, es en el que están montados los grandes cañones, que forma parte de la calle y se halla por lo menos a veinticinco pies sobre su nivel; los otros puntos son absolutamente inaccesibles, a no ser por avances regulares, y por lo que a mí toca, opino que pudieran ubicarse en los muros, sin inconvenientes, hasta ciento cincuenta piezas de artillería.

Atribúyese a Valdivia, el conquistador de Chile, la delineación y plan de este fuerte, edificado como lugar de refugio contra los ataques de los indios. Ha recibido algunas mejoras y todas sus defensas se hallan al presente en buen estado. El edificio ocupado por el Gobernador es cómodo, pero falto de elegancia; los alojamientos para los oficiales y los cuarteles para la tropa son amplios y adecuados a su objeto, y el edificio todo está provisto de una aseada capilla en la que se dice misa los domingos, con acompañamiento de músicas militares. Existen también dos baterías en forma de media luna a lo largo de la playa; una a la derecha del pueblo (Castillo del Barón) y otra hacia la izquierda (Castillo de San Lorenzo), armadas de diez o doce cañones cada una, ascendiendo la guarnición total a unos mil quinientos hombres.

A la mañana siguiente a nuestro arribo nos hizo una visita el Gobernador y su séquito, acompañados de la Gobernadora y de varias señoras de distinción. Fui invitado a comer con su excelencia: los invitados fueron muchos, y nos entretuvimos bastante: un sargento de la guardia, que entendía algo de inglés, fue llamado para que sirviese de intérprete, y con su ayuda logré medio entender lo que hablaban; y aunque no podría decir si me entendieron, se manifestaron todos tan educados, hasta dar muestra de comprender cuanto decía. Después de la comida, mi honorable huésped insistió en que debíamos dormir la siesta, lo que el instruido sargento me significó que quería decir recostarme por una o dos horas. Deseé declinar el ofrecimiento, pero se me advirtió que tal era la costumbre del país, y que sería mal visto en un caballero que anduviese a tal hora por las calles: hube, por supuesto, de aceptar. Hacia la hora de puesta del sol, nos hallábamos todos en movimiento, habiendo propuesto su Excelencia que diésemos un paseo con las señoras. Consentí en ello, aunque me parecía imposible contar para el caso con el avisado sargento, temiendo por su falta colocarme en una situación embarazosa. La hermosura angelical confiada a mis cuidados parecía olvidarse de que yo no entendía su lengua y me hablaba con la mayor animación imaginable. Por mi parte, tenía que limitarme a mirarla con alegres ojos y hablar desenfadadamente en inglés, tal como mi encantadora compañera lo hacía en castellano; si bien luego comprendí que la mejor manera de hacerme entender tenía que ser con el lenguaje de los ojos, "esos fieles intérpretes del corazón";, en el cual descubrí luego que mi compañera no era una novicia. La noche se gastó en un baile, que fue favorecido con la presencia de varias señoras de exquisita belleza.

Después de una permanencia de diez días en Valparaíso, durante los cuales recibí variadas muestras de delicada amistad, de personas de ambos sexos, lo que hizo que el tiempo se deslizara muy agradablemente, mis negocios me obligaron a decir adiós a Valparaíso, para dirigirme a Santiago, la capital del país.

Alquilé caballos para mí y mi guía y me puse en camino a la hora de entrarse el sol: dióseme a entender que no faltaba motivo para temer algún asalto de bandoleros, y así, hube de proveerme de un par de buenas pistolas; asegurándoseme que eso bastaría, pues los ladrones en este país eran lo bastante pobres para poder cargar armas de fuego, sin que jamás anduviesen armados más que del lazo, y del cuchillo. El lazo es una tira de cuero de vaca de unos cincuenta pies de largo, con una lazada en un extremo y asegurada en el otro en la cincha de la montura. Se emplea en varios usos y los campesinos lo manejan con gran destreza. Son capaces de arrojarlo a cuarenta o cincuenta pies de distancia a un caballo suelto o a un toro bravo, enlazándolos de los cuernos o de las patas. Se adiestran los caballos para este ejercicio, y en el momento oportuno, se paran de golpe y se están como un barco que capea un temporal. Al animal así enlazado se le asegura con poca dificultad. Los bandoleros tiran el lazo sobre el cuerpo del jinete asaltado y le arrojan inmediatamente caballo abajo. Es arma formidable, y la única manera de contrarrestar sus efectos es poder correr más que el asaltante, y siguiéndole de cerca, mantener el lazo estirado, hasta que se presente la oportunidad de dispararle o de cortar aquél.

Como a medianoche llegamos a una pequeña aldea llamada Casablanca, a diez leguas de Valparaíso, donde cenamos de lo que cargábamos, y después de descansar una hora, seguimos adelante. Cuando comenzaba a aclarar el día, nos hallamos en Curacaví, pequeño villorrio situado ocho leguas más distantes, notable por una bien aseada capilla, situada bastante lejos en la falda de un cerro, y por su romántica perspectiva, estando ubicada en un valle formado por majestuosos cerros, cuyas cumbres "beben las nubes";, desde donde se logra por entero la vista de una alta montaña, llamada la Cuesta de Prado, su elevación se estima en unos mil trescientos pies, y cuya cumbre alcanzamos justamente cuando el sol salía a esa hora, y desde tan encumbrado sitio, la vista de que se gozaba era encantadora: a la vez que nos sentíamos humedecer por las nubes, podíamos ver otras enteramente bajo nosotros, deshaciéndose a los rayos del sol, que iluminaban alegremente los valles inferiores, mientras parecíamos nosotros envueltos en la oscuridad aparente de la noche. Hacia la hora de mediodía llegamos a Colovel (sic), once leguas más adelante, y a unas cuatro del término de nuestro viaje. Tanto nosotros como los caballos nos hallábamos fatigados, y por eso resolví pasar aquí el calor del día, y para ello me detuve ante la casa de mejor aspecto, o mejor dicho, cabaña. Los chilenos son siempre hospitalarios, y aún más con los extranjeros, y mi incorrecto español me proporcionó luego un mate[2], el mejor presente que pudiera ofrecer la dueña de casa. Al momento se comenzó a cuidar de los caballos y se me trajo un pollo asado. El amo de la casa sacó luego un cuchillo del cinturón de sus pantalones y me lo ofreció para que cortara con él.

He observado que todos los hombres del pueblo de Chile siempre cargan cuchillo: responde a todas las necesidades domésticas y es, generalmente hablando, su sola arma de ataque o de defensa. Dile a entender que debía limpiarlo, y en el acto se dirigió a un rincón de la habitación, donde estaba un cordero muerto, sin desollar, para refregarlo en él; y como viese que me parecía mal semejante método, enderezó a su caballo, que estaba sudado, junto a la puerta, y muy de propósito lo pasó dos o tres veces sobre las ancas. Cogílo entonces de sus manos y lo puse sobre la mesa, valiéndome de un cortaplumas que saqué de mi bolsillo. Siendo esta tarea un tanto embarazosa, la dueña de casa, que notó mis vacilaciones, se ofreció a despresarlo por mí. Con mi consentimiento, comenzando por colocar su mano izquierda sobre la pechuga y tomando sucesivamente una pierna o un ala entre los dedos de su mano derecha, lo despresó en un momento, haciéndome notar que unos buenos dedos superaban a todos los cuchillos y tenedores del reino, y que ella no usaba jamás de otros instrumentos. Considerando imposible lograr algo limpio, y hostigado por un apetito feroz, hube de rendirme a mi suerte y almorcé regaladamente. Pregunté entonces si había alguna cama, y señalóseme al punto otro cuarto del rancho, donde se veían dos catres, fabricados en el modo siguiente: en lugar de patas, tenían horcones enterrados en el suelo, con varillas verdes entretejidas. Recostéme y bien pronto hube de olvidar aquel miserable lecho (pues no tenía colchón, sábanas ni frazadas) por causa del profundo sueño en que casi al instante me sumergí. Despertéme más fatigado que descansado de tal siesta, y luego continuamos nuestra jornada, no sin que mis huesos todos protestasen enérgicamente contra los lechos de plumas de los chilenos. Arribamos a la ciudad en la noche, habiendo hecho un viaje de treinta y tres leguas, en el mismo caballo, en veinticuatro horas.

El camino entre Santiago y Valparaíso, teniendo en cuenta las altas montañas que atraviesa, es tan bueno si no mejor que las sendas vecinales de Estados Unidos; fue construido por un irlandés (O'Higgins), Presidente de Chile y después virrey del Perú; puede cruzarse en cuatro días por carretas bien cargadas; por cuya falta, en otro tiempo, cuanta mercadería llegaba al puerto de Valparaíso era conducida a lomo de mulas a la capital, modo de transporte sumamente costoso y molesto. Es una manifestación estupenda de su genio emprendedor y de su habilidad, y una gran fuente de riqueza para el país. Se me dijo que había gastado diez años en la empresa, y que la llevó a término contra la voluntad del pueblo cuyo mando le estaba confiado, y el que aseguraba que habría sido también capaz de emprender la construcción de una nueva torre de Babel.

La ciudad se halla pintorescamente situada en un extenso valle, noventa millas al poniente de la Cordillera, que divide esta provincia de la de Buenos Aires. Las calles corren norte sur y este oeste. Las casas son generalmente de un piso y fabricadas de adobes (construidas de esta manera para resistir a los temblores de tierra, que algunas veces se hacen sentir aquí), con un amplio primer patio, que les da un hermoso aspecto, y un delicioso jardincillo en otro interior, en el cual además de las flores más fragantes, crecen generalmente naranjos y limoneros y parras de uva moscatel de las mejores, etc. Merced ala dulzura del clima, sobre todo, y a la escasez y subido precio de los vidrios en el más cercano mercado, las ventanas carecen, de ordinario, de tan elegante adorno, que es reemplazado por rejas de hierro, lo que da a los edificios, por lo demás hermosos, un aspecto triste, que me hacía recordar a las cárceles de Estados Unidos. La ciudad se provee de agua del río Mapocho, que nace en las cordilleras y corre en toda estación del año por causa del derretimiento de las nieves de aquellas montañas; cruzan las calles acequias de unas dieciocho pulgadas de ancho, que sirven para los usos domésticos, para regar los jardines y mantener las calles frescas y limpias. La vista de la Cordillera desde Santiago "cubierta con nieves perpetuas" es por extremo majestuosa y concurre a inspirar a uno la noción de la sabiduría infinita del Creador, quien al colocar a alguna de sus hechuras en un clima quemado por el sol y donde no llueve por espacio de ocho o nueve meses en el año, las provee de estos altos cerros para conservar la nieve, y de un sol bastante fuerte para convertirla en agua, a medida de sus necesidades.

La recoba de Santiago merece mencionarse, tanto por su abundancia, como por su baratura. En ella diariamente se presenta la más excelente vianda y caza, y los días viernes, el pescado. Un cordero entero puede comprarse por unos treinta y siete y medio centavos; la carne de vaca, por dos centavos la libra; un par de patos gordos o pollos, por doce y medio centavos; y las verduras y frutas, en la misma proporción: la fruta es siempre más crecida que en nuestro país, y el melón moscatel, sobre todo, es exquisito.

El mercado ocupa un amplio espacio descubierto, como de unas quinientas yardas por costado. Hacia el norte está situado el Palacio, edificio realmente soberbio, de tres pisos con dos torrecillas; en el ala izquierda está la cárcel, y en la de la derecha el antiguo palacio, edificio bajo y de pobre aspecto, levantado en 1714, por Guzmán, el presidente que entonces gobernaba, y está ahora convertido en oficinas para los escribientes subalternos de la administración, departamentos para sirvientes, etc. En el lado del poniente, se halla la nueva catedral, toda de piedra, y ha de tener, una vez concluida, cerca de doscientos altares. Hace cincuenta años a que se empezó, y sospecho que se necesitarán de otros cincuenta para que esté acabada del todo, pues los sacerdotes están siempre pidiendo limosnas para terminarla, y no dudo que ya habrán colectado la suma suficiente para costearla cuatro veces. A la derecha del templo está el palacio obispal, edificio elegante y cómodo, con hermosas arcadas en su frente. Del lado del sur se halla el edificio municipal, hermosa construcción, con pilares que sostienen un balcón que se extiende por todo el largo de la plaza; en el piso bajo se encuentran los almacenes de géneros, y el interior del edificio lo ocupa la fonda: sitio inferior, en cuanto a limpieza y buena distribución, a nuestras posadas del campo; y del lado del oriente, se hallan las carnicerías. Esta amplia plaza la llenan los vendedores de verduras y comerciantes de toda especie, que llevan allí a vender sus efectos, y en su conjunto reviste un aspecto grotesco, no desemejante a una feria en Inglaterra: en el centro hay una maciza pila de bronce, pero sin arquitectura; y la plaza entera, despejada al intento, forma un campo de maniobras elegante, en el cual pudieran ser revistados diez mil hombres.

El templo de Santo Domingo es un hermoso edificio, de piedra de cantería, con dos torres. La Aduana, palacio del Cabildo y la Casa de Moneda, son también construcciones elegantes, y harían honor, cualquiera de ellas, a Filadelfia o Nueva York.

De usted, etc.


[1]La errata es manifiesta, y adviértase que vuelve a repetirse unas cuantas líneas más adelante, pues ya dijo el autor que había llegado a Valparaíso el veintiuno de ese mes. En ambos pasajes debe, pues, leerse octubre en vez de noviembre. (N. del T).

[2] El mate es producto de una hierba aromática, peculiar, según entiendo, de la provincia del Paraguay, y se prepara de una manera análoga a nuestro té; se bebe muy caliente, o mejor dicho, se chupa con un tubo de unas cinco pulgadas de largo, del grosor de un cañón de pluma, y un solo tubo sirve para una familia entera, tomando alternativamente una chupada y pasando así de mano en mano. Es una bebida de un gusto superior al del mejor té imperial (N. del A).