Cartas de Samuel B. Johnston: Décima Carta

Décima Carta.

Intervención de los ingleses. Disolución de la Junta y nombramiento de un Director Supremo. Partida hacia Estados Unidos.


Valparaíso, 27 de abril de 1814

Querido amigo:

Allá por el cinco de febrero último arribó a Valparaíso la fragata de S.M.B. Phoebe, al mando del comodoro James Hillyar, en conserva con las embarcaciones de guerra Cherub y Racoon, desde el Callao. En estas naves vinieron como pasajeros los oficiales de La Perla.

El comodoro Hillyar informó al gobernador de Valparaíso, don Francisco de la Lastra, que venía autorizado por el Virrey del Perú para ofrecer ciertas condiciones de paz; y se corrió que Hillyar emplearía sus fuerzas en favor del Virrey en caso que se desechasen sus proposiciones.

Dedújose esto último en vista de la sumisión absoluta que el Gobernador manifestó a las insinuaciones del emisario inglés, de tal modo que pudo decirse que empezó a gobernar el país desde el punto mismo en que echó el ancla en Valparaíso.

Al llegar a Valparaíso, el comodoro Hillyar encontró fondeada en el puerto a la fragata Essex, de los Estados Unidos, comandante Porter, y un buque apresado, que había sido armado en guerra, nombrado Essex Junior. Inmediatamente procuró ganarse la voluntad del Gobernador para apoderarse de los dos buques allí fondeados, pero aquél lo remitió a la Junta, entre la cual e Hillyar es indudable que medió alguna correspondencia sobre el particular.

Yo vi una carta del comodoro Hillyar a la Junta, rotulada como “privada y confidencial”, quejándose de no haber recibido oportunamente respuesta a una anterior comunicación suya, y en demanda de una contestación a otra referente a los buques americanos “que están aún en el puerto de Valparaíso”.

Según lo que se desprende de esta carta, es seguro que, o había solicitado permiso para apoderarse de ellos en la bahía, o exigido que se les hiciese salir; y no es menos indudable que el pusilánime Gobierno de Chile prestó oídos a estas proposiciones y se manifestó dudoso respecto a la línea de conducta que seguiría.

Las condiciones ofrecidas a Chile por el Virrey por intermedio de Hillyar fueron:

Primera: Que Chile debería reconocer la soberanía de Fernando y disolver la actual Junta, restableciendo el antiguo gobierno en la forma que antes tenía.

Segunda: Que las tropas de Lima evacuarían el territorio de Chile, llevándose consigo sus armas y elementos de toda especie.

Tercera: Que se autorizaría a Chile para abrir sus puertos al comercio de Inglaterra.

Todo lo cual significaba, con poca diferencia, la absoluta sumisión al Virrey del Perú y, en cambio, los chilenos podrían disfrutar de la ventaja de comerciar con los ingleses.

Ante una proposición tan humillante, cualquier pueblo que hubiese poseído la menor noción de patriotismo, no habría podido dudar ni un instante. Por esos días, el ejército enemigo se hallaba encerrado en una ciudad del interior, reducido a un mero esqueleto comparado con el de la nación, y si bien se les había dejado atrincherarse fuertemente, podían al cabo ser compelidos por hambre a aceptar la capitulación que se les ofreciese. A pesar de estas ventajas que obraban en su favor, la Junta se sintió poseída de pánico y hubo de dar una respuesta evasiva a estas proposiciones.

Ambos ejércitos permanecieron inactivos hasta el primero de marzo, más o menos; no se efectuó movimiento alguno por ninguno de los bandos y uno y otro manifestaban procurar colocarse en situación de obrar a la defensiva más que a la ofensiva. El ejército de Concepción, después que Carrera quedó separado de su mando, fue disminuyéndose por la deserción, hasta verse reducido a un mero esqueleto, y muchos de sus desertores se fueron a reunir a los realistas en Chillán.

El enemigo ha recibido ahora refuerzos y audazmente tomó el camino de la capital. La Junta, en vez de permanecer en Talca para defender la plaza, se hizo acompañar de una fuerte escolta y se dirigió a la capital, dejando en Talca un puñado de hombres, que fueron sacrificados al enemigo.

Cuando estas noticias llegaron a la capital el seis u ocho de marzo, el terror, el abatimiento y la confusión se apoderaron de todas las clases sociales.

Se acusa abiertamente a la Junta de haber procedido con el más palpable descuido y hubo fuertes sospechas de que había vendido al país. Al día siguiente de su arribo, ciudadanos, empleados públicos y magistrados celebraron una reunión a fin de acordar las medidas más convenientes que pudieran adoptarse por el momento para organizar la defensa. En esta reunión, el jefe que mandaba la artillería, el cuerpo más fuerte que había en la capital, pronunció un largo discurso, en el que reconoció que allí estaba bien representada la voluntad del pueblo, y que, tanto él como las tropas que mandaba, acatarían cuanto se resolviese.

Acordóse entonces por la Asamblea que una Junta de tres individuos no podía ejercer el mando con aquel vigor y decisión que la presente crítica situación del país exigía. Se designó inmediatamente una comisión de tres personas para que informase de las medidas que pudieran tomarse a fin de atender a la seguridad de la capital, y se envió una guardia al Palacio para evitar que la Junta se dispersara antes do que la asamblea hubiese tomado resolución acerca de ella.

La comisión informó que era de todo punto necesario nombrar una persona que tuviese a su cargo el mando con poderes ilimitados, hasta que los negocios de la nación se asentasen, dejando la elección a la voluntad del pueblo reunido.

Don Francisco de la Lastra, gobernador de Valparaíso, y don Antonio José de Irrisarri fueron los únicos dos propuestos. Se tomó votación y en virtud de ella Lastra fue nombrado supremo director de Chile e Irisarri designado para reemplazarle hasta que aquél llegase de Valparaíso.

Estos acuerdos fueron seguidos de las medidas más enérgicas. Se obligó a la Junta a firmar un decreto autorizando las resoluciones de esa asamblea y declarándose ella misma disuelta. Se mandó enrolarse al pueblo de la capital sin excepción alguna, y todos los realistas fueron tomados y enviados presos a bordo de los buques surtos en Valparaíso.

Estas medidas fueron dictadas por Irisarri y sancionadas por el pueblo; pero, a la llegada de Lastra, se tomó otro camino, que manifestaba claramente el deseo de llevar las cosas a término con la menos efusión de sangre que fuese posible.

Lastra, que es actualmente supremo director, o en buen inglés, el rey de Chile, había llegado a Valparaíso hacía unos dieciocho años, como guardiamarina de un buque de guerra español. Aquí abandonó el servicio, y habiéndose casado con una dama acaudalada, se estuvo disfrutando de completa ociosidad, que tanto agrada al temperamento del alma española. Permaneció alejado de los negocios públicos hasta la subida de Carrera a la presidencia, cuando, a causa de ciertas relaciones de parentesco que les ligaban, fue nombrado mayor de ejército y muy poco después designado para gobernador de Valparaíso.

Cuando el poder de los Carrera estuvo camino de desvanecerse, bien pronto olvidó que formaba parte de esa familia y que a ella le debía la situación de que gozaba, y ante la esperanza de retener su cargo, se convirtió en ardiente partidario de la de Larraín.

José Miguel Carrera se había manifestado siempre por extremo afecto a las ideas norteamericanas y tratado a los ciudadanos de Estados Unidos que residían en el país con toda clase de consideraciones, al paso que hacía poco caso de las excelentes cualidades de muchos súbditos feudatarios de su Majestad Británica, conjeturando que a pesar de la profesión de patriotismo que hacían, debían todavía conservar su apego a esos preciosos principios de la realeza, ciega sumisión a los reyes, y a la infalibilidad de éstos, que habían aprendido desde niños y, por tal causa, se abstenía de depositar en ellos una confianza ilimitada.

Cuando el partido de los Larraín subió al poder, comenzaron los ingleses a gozar del favor del Gobierno y a ser considerados como oráculos de sabiduría; dieron a conocer al buen pueblo de Chile el sorprendente grado de libertad de que gozaba el de Inglaterra, recomendando su forma de gobierno como la más adecuada para el modo de ser de los chilenos. Aún más, tanta era la ilimitada generosidad del Príncipe Regente, que llegaron a insinuar que no les sería imposible, por su intercesión a favor de Chile, que les tomase bajo la dulce protección de la vieja Inglaterra, que muchos filósofos chilenos sabiamente estimaban que los pondría a cubierto de ser conquistados por cualquiera otra nación.

Deseoso de conseguir mi pasaje de vuelta a mi patria, ofrecí mis servicios al capitán Porter, y merced a las influencias de nuestro cónsul general Mr. Poinsett y del capitán Monson, fui nombrado teniente de infantería de marina, embarcándome en la fragata Essex pocos días antes de que fuera apresada.

Usted ha de ver el parte oficial de esta brillante acción y es así innecesario que intente describirla. Debo solamente hacer notar que esta carnicería de héroes americanos, llevada a cabo bajo el alcance de los cañones de una batería que debió sostener su neutralidad castigando a los que violaban, se verificó a causa de la imbecilidad de Lastra, y por obra del que servía el gobierno de Valparaíso en esos días, cierto capitán Formas, que había caído en desgracia de Carrera por cobarde. Si un atentado de esta naturaleza se hubiese intentado cuando los Carrera estaban en el mando, no trepido en afirmar que la neutralidad del puerto habría sido mantenida inviolablemente.

Poco después de la captura de la Essex, el comodoro Hillyar se dirigió desde Valparaíso a Santiago, a intento de arreglar los negocios públicos de Chile. Desde Santiago se encaminó a Chillán para celebrar allí una entrevista con el general limeño. Nada ha trascendido aún acerca de esto.

Mucha gente sensata, hasta de la familia de los Larraín, comienza a darse cuenta de los resultados de la mala política al no haber prestado protección a la Essex. Han abierto ahora los ojos y comienzan a comprender que una fuerza inglesa poderosa se ha de volver en su contra en tiempo cercano; al paso que si hubieran prestado a la causa americana la protección que, tanto la justicia como su menguada situación aconsejaban, el comodoro Hillyar habría tenido bastante que hacer con ocuparse de sus naves, y hubieran podido proseguir en la guerra, en la forma que lo hubiesen estimado conveniente, sin ser molestados por la intervención inglesa.

Según escriben de Santiago, resulta que se ha recibido allí noticia que las Cortes de España han sido disueltas y confiádose el mando en jefe del ejército de aquel país a Lord Wellington. Tales nuevas han incrementado grandemente la influencia que ya tenían los ingleses sobre el débil Gobierno de Chile y no me queda ya duda de que cualquier plan que proponga Hillyar será implícitamente aceptado.

Vése así a uno de los países más hermosos del globo, cuya lejanía del viejo mundo le garantiza el que no sea conquistado, invadido y hasta exento de la funesta influencia de los Poderes de Europa, y cuya situación, con la cadena de montañas, llamadas cordilleras, al oriente, y por el poniente el Océano Pacífico, el infranqueable desierto de Atacama por el norte, y las heladas regiones de la Patagonia por sus límites australes, que habrían podido constituirle en el terror de las provincias americanas sus limítrofes, se ve sujeta, por sus propias disensiones internas y por una insignificante fuerza británica, al capricho del Virrey del Perú.

Hubiera Chile permanecido unido y constante en el mantenimiento de su Gobierno -tal es su situación geográfica- habría podido desafiar todo el poder de la madre patria conjurado contra él. Pero apenas si se ha modificado su antiguo régimen y seguídose una política más liberal, cuando se ve surgir de entre ellos la monstruosa figura de la hidra, apartarlos de sus resoluciones y paralizar todo impulso. Cuando los Carrera subieron al poder, encontraron el país dividido en tantos partidos cuantas eran las familias de nota, estimando cada una que su jefe era el llamado a desempeñar la primera magistratura. La usurpación de este cargo por don José Miguel Carrera zanjó la cuestión durante cierto tiempo, el país avanzaba rápidamente en la senda del progreso y en la ciencia del gobierno, y lo continuó durante las sucesivas administraciones de Portales y Prado. Poseía Carrera un sentido cabal de los derechos del pueblo, manifestando tales talentos en el ejercicio de su cargo, que se impuso el respeto de todos los partidos.

En esa época, tal alianza de la virtud y del talento era necesaria en el supremo mandatario de este país, cual en tan contadas ocasiones suele presentarse para felicidad de la humanidad. El pueblo acababa de surgir de un estado de la más abyecta esclavitud, que él y sus antepasados habían sufrido durante siglos. La férrea mano del despotismo había pesado sobre este país por espacio de más de tres centurias, y la ignorancia, la superstición y el más ciego fanatismo reinaban sin contrapeso. Para empuñar las riendas del gobierno de un pueblo que acababa de salir de tal estado de sujeción y elevádose de la noche a la mañana al rango de los hombres libres, antes que el despertar de su criterio político hubiese aprendido a discernir la libertad y la licencia, era una empresa por extremo difícil y exigía talentos no comunes para desempeñarla. Un Washington habría encontrado amplio campo a sus talentos de estadista y de soldado, y tan ardua empresa no se habría podido estimar como un objeto indigno de preocupar a tan grande hombre.

Usted ha podido observar el incremento del espíritu de partido desde el principio de la revolución hasta el momento actual, que había concluido a la postre por elevar a semejante cargo al débil y perverso Lastra.

Las intrigas de este hombre con los ingleses han reducido al país hasta colocarlo bajo su entera dependencia y por completo a merced del magnánimo soberano de “las apartadas y bien cimentadas islas”, cuyo emisario (Hillyar) está en situación de resolver sobre si colocarlos bajo los paternales brazos de la madre patria, o tomar posesión del país en nombre de su Majestad Británica, lo que, en vista del confuso estado de las cosas y de lo agotado que está Chile, considera tarea que no es imposible de realizar por las fuerzas británicas que hay al presente aquí.

Cartas recibidas hoy de la capital, anuncian que José Miguel y Luis Carrera han caído en manos de los realistas, a causa de habérseles obligado a salir de Concepción sin la escolta indispensable para protegerlos hasta hallarse fuera del alcance del enemigo. Dícese que ambos son tratados con el mayor rigor, y que están presos con grillos, y que serán despachados a Lima o a España para ser juzgados allí corno reos de alta traición.

Don Juan José Carrera, que logró escaparse a la capital, ha sido desterrado del país, como premio a sus meritorios servicios de estadista y militar, y cuyos brillantes talentos temía su amado deudo Lastra pudieran eclipsar los suyos propios. En todo caso el Supremo Director ha llegado a la conclusión de que el país ha de sentirse recargado de talentos y virtudes, mientras vivan en su suelo dos hombres tan grandes como los Carrera y él.

Se ha largado ya la vela de trinquete de la Essex Junior y un bote se halla esperando a fin de llevar esta carta a tierra. Ni el capitán Bairnewall, ni yo, ni persona alguna de la dotación del Potrillo han recibido un solo centavo del Gobierno en pago de nuestros servicios y sufrimientos prestados y padecidos por su causa.

Adiós.

El autor no se hace responsable de la exactitud de las fechas apuntadas en esta carta, a causa de haber perdido parte de su Diario al tiempo de apresamiento de la fragata Essex, y, por tal causa, se ha visto obligado a suplirlas de memoria.