Cartas de Juan Sintierra/Carta VII

Cartas de Juan Sintierra
de José María Blanco White
Carta VII

Carta VII

Sobre un folleto intitulado Observaciones sobre el Sistema de Guerra de los Aliados en la Península Española.

(Londres, en la Imprenta de T. Bensley, Bolt Court, Fleet Street, 1811).

Sr. Editor:

En uno de los papeles públicos de Cádiz que últimamente han llegado a esta capital, se hace mención de que el ministro francohispano Azanza ha adoptado el «sistema infernal» de enviar a las provincias, que aún están en manos de los patriotas, algunas personas que bajo la capa del más ardiente patriotismo desunan los ánimos de los buenos españoles, y «desfiguren y acriminen la conducta e intenciones de los aliados». La verdad de esta noticia no necesita de grandes pruebas, si se atiende al arte con que los franceses han sabido en estos últimos tiempos manejar las armas de la intriga contra todos los pueblos de Europa. Pero si el ministro Azanza está impuesto (como de seguro lo estará) de cuanto pasa en las provincias libres de franceses, no tendrá que afanarse en multiplicar el número de semejantes emisarios; porque, ora sea malignidad, interés, o despique (que no quiero atribuirlo a infidencia) sobran entre los españoles quienes ejecuten el plan de Azanza, sin que les comunique sus instrucciones.

Las primeras semillas de desconfianza respecto de Inglaterra salieron en la Junta Central después de la batalla de Talavera. Fuese debilidad o malicia, de allí empezó a esparcirse la noticia falsísima de que los ingleses pedían a Cádiz, con la isla de Cuba y La Habana por condición de su cooperación con el ejército de Cuesta. No prendió en la masa del pueblo español esta desconfianza: «Todos los celos que existen (sean cuales fueren) contra el gobierno británico o los aliados, se encuentran principalmente en este cuerpo, en sus ministros, o en sus adherentes; en el pueblo, ni rastro se halla de tan indigno pensamiento, decía en aquel tiempo, el Embajador de S. M. B. Tan grande es la buena fe y generosidad natural de la nación española, que aún hasta el día de hoy no han tenido efecto semejantes sugestiones en la masa del pueblo; pero no hay duda que ha crecido el número de individuos que se emplean en esparcirlas. Cádiz ha manado en papeles llenos de sospechas cuando menos, contra las intenciones y conducta de Inglaterra, y hasta a Londres se ha extendido la plaga, como lo demuestra el folleto que me mueve a escribir esta carta.

El autor (que se firma A.) se propone examinar el sistema de guerra que han seguido los ingleses en la Península, según lo denota el título, y el resultado de sus observaciones es que Inglaterra tiene la culpa de que aún haya franceses en España. ¿Y lo prueba? Yo quiero suponer por un momento que lo demostrase hasta la evidencia, no por eso sería disculpable el Sr. A. en su modo de proceder sobre este punto.

Demos, repito, que el sistema adoptado por el gabinete inglés fuese el más absurdo del mundo, ¿qué utilidad sacarán los españoles de que se les dé esta noticia? Que a los españoles se les expongan los errores de su gobierno, moderadamente y sin irritarlos, cuando la clase y carácter de estos errores lo permita, es cosa muy útil y conveniente, porque ellos pueden influir con su opinión a la reforma. Pero imprimir en Londres un libro en español, no para publicarlo en Londres, sino para enviarlo a la Península, con el objeto de hacer ver a los españoles los errores del gobierno inglés, y sembrar sospechas de sus intenciones respecto de España, es un paso que si no se ha de atribuir a malicia, debe ser efecto de una necedad sin término. Mas a mí nada me importa averiguar las intenciones del autor del folleto. Vemos lo que valen sus razones:

«¿En qué consiste (dice) que con arma tan poderosa cual es la decidida voluntad de once millones de habitantes, no obstante haberse logrado aniquilar lentamente a medio millón de enemigos, no se haya podido conseguir el escarmentarlos con su expulsión de la Península?


En fuerza de las consideraciones anteriores, no puede quedar ya duda de que la falta no recaerá de algún modo en una nación que tan obstinada se defiende, y nunca se da a partido, sino en la aplicación o dirección de los medios que hasta ahora se han empleado para el logro de esta empresa. Si se examina la reunión de estos medios, se reconocerá consisten en los que como aliada suministra la Inglaterra, y los que naturalmente puede hallar en sí la España para su propia defensa. No podemos disimular que ésta última se halla en el día asaltada a un mismo tiempo de todas las desgracias de una horrible y poderosa invasión, y conturbada por toda aquella tribulación y estado de incertidumbre compañeras inseparables de las revoluciones políticas; y de consiguiente que hasta el advenimiento al trono, vacío por la usurpación, de un príncipe verdaderamente temido y reverenciado, jamás será posible que sus interinos gobernantes cuenten ni con la obediencia ciega e indispensable de todos los miembros de la monarquía, ni con la contribución pronta y bien organizada de sus recursos territoriales, atendida la diversidad de situaciones en que las vicisitudes de la guerra ponen alternativamente a individuos y provincias. Síguese pues, que apenas se puede exigir otra cosa de la nación directamente atacada y comprometida, sino que su territorio sirva de teatro de devastación para las hostilidades, y que se muevan de todos los puntos los brazos de sus individuos en daño del enemigo común. La trabajosa inquietud en que viven los franceses aún en las provincias que ocupan; sus pérdidas asombrosas, que no se pueden computar a menos de 100.000 hombres anuales, las célebres hazañas y hechos de armas de sus famosos e infatigables partidarios, nada dejan que desear, y sí mucho que admirar, por parte de la desgraciada España. Mas de parte del otro aliado, la Gran Bretaña, es de donde se debe exigir orden, sabiduría y acierto en el arma que emplea para el ataque: pues rica, libre y desembarazada de cuanto puede perturbar su gobierno, nada se opone a que medite bien sus planes, ni a que los corrija en caso de no lograr todo el efecto los que empezó a poner por obra. Bien claro se manifiesta a los ojos de todo el mundo cuál fuese el plan que ha regido desde el tiempo de la batalla de Talavera; época desde la cual vieron los patriotas de España, con el mayor dolor, retirarse el ejército inglés de su atribulado suelo, para limitarse únicamente a la defensa de Portugal, habiéndose convertido de resultas aquel reino en un campo fecundo de glorias para la Gran Bretaña, y de laureles para su general. Pero los ejércitos enemigos, que han ido a proporcionárselos, ¿qué territorio han pisado y devastado por la extensión de ciento y sesenta leguas sino el territorio español? ¿Qué manos les han arrancado gran parte de las armas, víveres y municiones con que hubieran atacado en Torres Vedras sino las manos españolas?, y ¿cuáles son las plazas contra quienes este ejército reunido para hostilizar al inglés ha desbravado toda su furia sino las de España fronterizas a Portugal? Luego se infiere que los dos años gastados por ésta en la prosecución de su sistema adoptado, vienen a ser poco menos que perdidos para el objeto de arrojar a los franceses del territorio español».

Veamos si se puede desembrollar este confuso raciocinio.

Después de cuatro años de guerra (reflexiona el Sr. A.) no hemos escarmentado a los franceses de modo que abandonen la Península. ¿Quién tiene la culpa de esto? No los españoles; porque «apenas se puede exigir otra cosa de la nación atacada y comprometida, sino que sirva de teatro de devastación para las hostilidades, y que se muevan de todos los puntos los brazos de sus individuos en daño del enemigo común». ¡Pero qué! ¿una nación como la española no ha de contribuir con más para su existencia que con su terreno y sus brazos, al arbitrio de cada individuo? Sí, porque sus interinos gobernantes no pueden contar con hacerse obedecer bien. De aquí es que la Gran Bretaña es de quien se debe exigir orden, sabiduría y acierto en el arma que emplea para el ataque. Luego si aún no hemos echado a los franceses más allá de los Pirineos, claro está que la Gran Bretaña tiene la culpa; porque, después de la batalla de Talavera, retiró su ejército a Portugal donde se ha cubierto su general de laureles, empleando en esto dos años, que son poco menos que perdidos para el objeto de arrojar a los franceses del territorio español.

Según el estado de la cuestión que presenta el Sr. A., yo inferiría una consecuencia muy diversa. España e Inglaterra se han aliado para hacer la guerra a la Francia; la guerra se hace en España; Inglaterra es un auxiliar que viene de fuera. El gobierno inglés ha puesto de su parte hombres, dinero y armas, y los ha dirigido a su modo. El gobierno español ha dirigido poco o nada, y lo que es peor, no puede pedírsele más según el Sr. A. ¿Pues a qué pasar más adelante? El problema está ya explicado. Si el principal en la coalición, el que hace la guerra en su casa, no puede dirigirla, ¿para qué ir más lejos a buscar por donde flaquea el sistema? Perdone Vd. que me valga de una de mis comparaciones caseras para hacer ver de qué modo saca sus consecuencias el Sr. A. Supongamos que el dicho Sr. A. por fas o por nefas se apodera de un órgano descomunal capaz de hacer retumbar una Iglesia; que se sienta delante del teclado (porque el órgano es suyo) y que llama a uno de los circunstantes, organista aprobado, suplicando que le auxilie levantando los fuelles. Condesciende el amigo, y el Sr. A. empieza la función echándose de bruces sobre las teclas. ¡Qué confusión tan diabólica! La cosa no va buena dice el Sr. A.; pero a mí no hay que echarme la culpa; yo no puedo mover mis dedos con ligereza a causa de un fuerte reumatismo, y de que no entiendo mucho de teclas. Yo he hecho lo que está de mi parte, porque no hay un solo pito que no suene en el órgano. A ese mi auxiliar que ha estudiado el contrapunto es a quien se le debe pedir orden, sabiduría y sistema. Hombre de Satanás; ¿estoy yo acaso en el teclado? diría el otro con mucha razón. ¿Quiere Vd. que yo lo haga todo con mis fuelles? Conténtese Vd. con que no le digo palabra, y sigo mi maniobra.


Muy bien está que no acriminemos la conducta del gobierno de España, y que atendamos a las circunstancias que el Sr. A. nos pinta.

Pero ¿hemos de inferir que la culpa del mal resultado total se debe echar a los ingleses, cuando ellos no pueden dirigir el plan general de las operaciones? ¿Cuándo la parte principal de las fuerzas no tienen quien verdaderamente las dirija? Este es el modo de argüir de nuestro observador.

Pues ¿qué diré de la mansedumbre con que nos recuerda el dolor de los patriotas al ver retirarse el ejército inglés «de su atribulado suelo» después de la batalla de Talavera, para irse a perder dos años en vencer a los franceses en Portugal y sus cercanías? ¡Con qué candor recuerda esta acusación como si no se hubiese hablado una palabra sobre ella; como si los ingleses no hubiesen manifestado al mundo sus poderosísimos motivos, con documentos innegables que han visto todos cuantos han querido leerlos! El ejército inglés se iba a destruir por falta de auxilios después de la batalla. ¡Cuentos! Ahí están los documentos originales que lo prueba. ¡Tramoyas! ¡Por vida de tal! Ahí está el Sr. A. que lo confirma, porque ¿cómo se podía esperar otra cosa de un gobierno que no puede «contar, ni con la obediencia ciega e indispensable de todos los miembros de la monarquía, ni con la contribución pronta y bien organizada de sus recursos territoriales?» (p. 4).

¿Qué han de hacer los ingleses en este caso? ¿Se han de internar por la España confiados en los auxilios de tal gobierno? ¿Han de ir a aniquilar sus ejércitos consolándose con que no está en manos del gobierno español hacer más? Necesito a Vd. en mi casa, Sr. Juan Sintierra. Con mucho gusto, Sr. A. Pero mire Vd. que son las seis de la tarde, y tengo el estómago en un hilo. No me hable Vd. de eso Sr. Juan; porque he dado esta mañana orden positiva a la cocinera para que la comida estuviera a las dos; pero en el estado que está mi casa, pocas veces se hace lo que yo digo. ¡Buen consuelo, por mi vida! Yo siento mucho que Vd. se entienda tan mal con su cocinera; pero entretanto, permítame Vd. ponerme al alcance de la mía, y mándeme allí cuanto guste.

Los ejércitos enemigos, continúa el observador, han pasado por España, han «desbravado» su furia contra las plazas españolas; han perdido gente y víveres a manos de los patriotas. ¿Y qué se infiere de aquí? Lo que nadie duda, que el pueblo español es un pueblo valiente, y constante, y que hace cuanto puede hacer por sí, y sin un sistema enérgico de gobierno (cuidado que esto del gobierno lo dice el Sr. A.).

Pero ¿se han quejado acaso los ingleses del pueblo español? ¿Han abierto su boca contra el gobierno de España? No, Señor. No puede hacer la guerra en la España misma; y la hacen en Portugal. Entran en España cuando pueden: vencen en ella a los franceses, y dejan que los españoles hagan lo que quieran o puedan en favor de la causa común, no obstante que ellos son los principales interesados. Pero me dirá el Sr. A. ¿si es obligación de Inglaterra sostener la parte principal de la guerra de España, y sostenerla al modo que quieran los gobiernos españoles? Yo no sé de donde inferirá el Sr. A. semejante cosa. Pero lo cierto es que sobre esta suposición gira todo el argumento. Es verdad que mi Sr. A. me parece uno de aquellos genios que no se cansan mucho en probar sus suposiciones. Dan por sentado que es noche a las doce del día y sobre esta sólida base se vuelven y revuelven con la agilidad de una ardilla.

Cuáles sean las obligaciones de Inglaterra en esta alianza, sería muy fuera de propósito que yo me pusiera a disputarlo, cuando la Inglaterra misma no lo disputa. Todo, todo cuanto puede hacer sin grave perjuicio suyo, ha estado, y está pronto en favor de la causa de España. Pero ¿quién habrá tan delirante que quiera convencer a los españoles de que la Inglaterra debe ayudarlos a ojos cerrados, a discreción de sus gobiernos, y venga sobre ella lo que viniere? Sólo un observador tan profundo como el Sr. A.

No es eso lo que yo pretendo, dirá el Sr. A., sino que lo que está haciendo es poco menos que perdido para el objeto de arrojar a los franceses del territorio español. Oigamos sus razones; dispensándole de que nos explique ese poco menos, que no sabemos de qué tamaño es: «Vanamente se querrá disimular resultado tan patente a los ojos de toda la Europa con el argumento de que a no ser por el ejército inglés las fuerzas de Massena se hubieran empleado exclusivamente contra la España; porque además de que es muy dudoso que nunca Bonaparte hubiese enviado reunida tanta fuerza sin la necesidad de destruir el poderoso ejército de una nación a quien tanto le interesa dar un golpe que la humille y escarmiente, igualmente es de toda evidencia que las tropas enemigas destinadas a destruir dicho ejército son las mismas que, derramadas en toda la parte occidental de España, debieran cubrir todas aquellas pobladísimas provincias y quedar expuestas a la constante acción de cuatro millones de patriotas, comprendida la populosa y difícil de guardar provincia de Galicia; de donde los franceses debilitados por su misma dilatación, y lejos de los puntos de apoyo del interior, como también de sus recursos de Francia, y acosados de todas partes por los irreconciliables naturales, quedaban condenados a perecer o rendirse en poco tiempo. Los portugueses irritados contra sus opresores por iguales estímulos que los patriotas de España, hallarían también sus Minas, Sánchez y Empecinados en competencia de los que España ha producido. De este modo el total de la masa de la población peninsular trabajaría retroactivamente en todos sus puntos contra una fuerza sedentaria y limitada con que el enemigo debía cubrir toda su superficie: la cual se hallaría infinitamente más débil cuanto más diseminada; permaneciendo la Gran Bretaña con su brillante ejército disponible para coadyuvar a la reacción interior sobre todos los puntos de la periferia de España, con la facultad de preferir el que más le conviniese. Dos años de experiencia, señalados por la pérdida de tantas plazas fuertes en España, deben haber desengañado a los más alucinados que la libertad de aquellos reinos jamás puede salir de Portugal, al paso que los sucesos de 1808 prueban evidentemente que la libertad de Portugal es consecuencia forzosa e inmediata de la evacuación de la España. Ni a Lord Wellington le ha faltado genio ni pericia militar, ni constancia ni valor a sus soldados. Ellos han sabido cubrirse de gloria sin haber podido salvar a sus aliados, ni una de sus plazas, ni una de sus provincias marítimas: pues nunca puede ser ése el resultado de su confinamiento en el rincón más ulterior de la Península».

¿Lo han entendido Vds.? Quiere decir, que el estar ese ejército inglés defendiendo a Portugal es lo que tiene la culpa de que Bonaparte haya mandado ese otro ejercitazo de Massena. Que a no ser por el ejército inglés, esas fuerzas francesas se hubieran esparcido como los maravedises de Su Majestad para exponerse a la «constante acción de cuatro millones de patriotas» sin exponer a los patriotas a la suya, según parece. Que si no fuera por el ejército inglés, los franceses se mantendrían «lejos de los puntos de apoyo del interior, como de sus recursos de Francia». Que el mismo ejército inglés, manteniendo a los portugueses libres de las tropas francesas les priva de que le tenga sus Minas, Sánchez y Empecinados. Que por último, y como consecuencia de todos estos males que causa el ejército inglés, nos priva de ver a los franceses «condenados a perecer o rendirse en poco tiempo».

¡La demostración es como de un Euclides!

Supuesto pues que el Sr. A. nos asegura de que conforme se vaya ese ejército que tanto daño está haciendo en Portugal, los franceses se irán esparciendo del modo más conveniente para que los echen en sal; que no se acercarán a sus puntos de apoyo; que serán una fuerza reducida y sedentaria; que ni Francia se acordará de ellos, ni ellos de Francia, ¿nos dirá lo que conviene hacer? ¡Pues no!

«Explicaré (nos dice el Sr. A. estimulado de su propia conciencia) lo que hasta ahora ha podido parecer enfático a los que lean mis ideas, y lo diré en pocas palabras». Amén. Así sea:


Una de las cosas que más sorprenden a los que desde el continente observan los adelantamientos ingleses en la ciencia del mar es la organización de transportes: los que tiene en tanto número, y tan maravillosamente adecuados a la trasplantación de cualquier fuerza terrestre, que le es manual y sencillo el embarque, transporte y desembarque del más numeroso ejército con que convenga hostilizar en la Península. Ahora bien, si en lugar de obstinarse en sostener sobre un solo punto de ella un grande y dispendiosísimo ejército, que tiene por basa primera de su seguridad el conservar franca a su espalda su retirada en los mares, no debiendo por lo tanto avanzar ni comprometerse en lo interior sin la precaución más detenida, estableciese la Inglaterra un ejército expedicionario-marítimo aunque no fuera más que de veinte mil hombres, ya fuese compuesto a terceras partes de las tres naciones aliadas, ya inglés en su totalidad, y a éste se le destinasen transportes propios y calculados proporcionalmente a las tres armas de caballería, infantería y artillería, este ejército sacando igual partido de todos los vientos, según le conviniese el abordar a los diferentes puntos de la periferia de España, no se hubiera podido aparecer con utilidad incalculable, ya en la Cataluña, cuando las plazas de Gerona, Tortosa y Tarragona se defendían sin esperanza; ya en las costas de Vizcaya ayudando los esfuerzos de Mina y sus atrevidos soldados; ya en la Andalucía para arrojarse sobre el fatal Caño de Trocadero, que para vergüenza de dos potencias marítimas se les ha dejado fortificar durante dos años, estorbando el uso de la bahía de Cádiz, en perjuicio del comercio de ambas naciones, y de la tranquila posesión de aquella plaza. La súbita aparición de este ejército expedicionario no hubiera en todas estas ocasiones puesto la superioridad de parte de las tropas españolas, no pudiendo los franceses reunir en largo tiempo en cada una de las provincias marítimas la fuerza competente a superar la de treinta mil aliados que forzosamente se juntaría en cualquiera de ellas por la adición eventual de la expedición susodicha. ¿Cuál sería el único recurso de aquéllos en cada uno de estos casos? Desguarnecer todos sus puestos militares a largas distancias del interior, pues deberían superar una fuerza mayor que la que tienen para ocupar la mayor parte de estas provincias. Los ingleses, después de haber logrado los primeros efectos de la sorpresa, eran dueños o de aguardarlos en batalla, o de retirarse a sus buques, siempre con el fruto de haber dislocado la combinación de fuerzas enemigas, dando lugar a las insurrecciones siempre prontas a declararse, y correr a aparecerse de nuevo acaso en un punto opuesto de la dilatada costa, al cual debiendo los franceses acudir rápidamente, bien pronto se verían aniquilados, exhaustos de fatiga los soldados, faltos de provisiones que no tendrían tiempo de preparar, y hostilizados continuamente por la incesante actividad de las guerrillas. No hay duda de que si escrupulosamente se calcula el coste de este ejército expedicionario-marítimo, resultará muy inferior al que se necesita para el inmenso y lujosamente abastecido de Portugal, especialmente si se cuenta con que las marchas del que se transporta por agua no destruye ni armamentos, ni vestuarios, ni trenes de artillería; y sus frutos serían más prontos y lucrativos. Las pequeñas expediciones de esta especie que se han intentado hasta el día han sido ridículas, y su éxito ha respondido a esta aserción; pues jamás se debe exponer a contingencias lo que se puede hacer con seguridad. Era problemático si tres o cuatro mil hombres que se enviaron tarde al socorro de Tortosa bastarían a evitar su desgracia; al paso que es evidente que una fuerza como la que señalamos, reunida a la guarnición, a las tropas de Campoverde, y a los atrevidos somatenes, hubieran aniquilado a Suchet, o bien obligádole a huir bien lejos. Tal es el verdadero modo de hacer la guerra que la naturaleza y la razón juntamente prescriben a una nación marítima: plan conveniente más que ningún otro para el carácter de la lucha que sostenemos; porque la esperanza del pueblo español, y su confianza en los ingleses, aumentaría en proporción de la frecuencia con que los veían acudir de pronto, como ángeles tutelares, a sacar de sus ahogos a cada una de las provincias. Al contrario, el que se ha seguido hasta ahora tiene la desventaja de que los españoles acostumbrados a mirar los portugueses como una nación diferente, siéndolo en realidad por su gobierno, nunca podrán convencerse que la defensa de Portugal lo sea también de la España; ni que las armas y vestuarios que se envían a Lisboa y a Lord Wellington se hayan de contar por socorros suministrados a la España. Otra de las desventajas que acompañan a dicho anterior plan o sistema de guerra es el ser ya perfectamente conocido del enemigo, quien siempre que no tenga por necesario el derrotar al ejército anglo-portugués, le basta una fuerza pequeña de observación para contenerle, pues sabe que no será jamás la intención de ellos el penetrar mucho en la Península. Por el contrario, la incertidumbre de los ataques del otro ejército sería una ventaja incapaz de ser suplida por el enemigo, que no podría ni observar sus movimientos, ni prevenir sus golpes. Yo espero que si tal fuese el plan adoptado para las futuras campañas, los ciento y cincuenta mil enemigos que ahora infestan la España quedarían arruinados en pocos meses. La fuerza actual de Lord Wellington puede considerarse excesiva para el mero objeto de defender a Torres Vedras; y ya se componga el ejército expedicionario-marítimo de un destacamento del de Portugal, o de seis mil hombres de cada nacionalidad, sus operaciones utilísimas no son incompatibles con la defensa de Portugal, o cuando menos de Lisboa. Las partidas de guerrilla española han crecido ya en el día hasta parecer ejércitos, y sus trabajos se coronan del mejor fruto en el interior; los ataques vigorosos en la circunferencia son la natural parte de la guerra que le toca al Poderoso aliado, cuyo brazo con tanta gloria ha sostenido hasta el día del tridente de Neptuno.

No es tan malo que el Sr. A. no cumpla con su promesa de brevedad, como que después de todo nos lo encontremos todavía tan enfático que no hay por donde tomar el hilo al ovillo que tan galanamente ha ensartado en el tridente de Neptuno.

La primera cosa que yo quisiera entender es una pequeñez. ¿Se ha de abandonar, o no a Portugal? Ninguna duda me ocurriría sobre la intención del Sr. A. en esta materia, si después de haber leído ocho páginas, que todas giran sobre la suposición de que el sistema de defenderlo es errado, si después de haber visto los males que de esta defensa se han seguido, si después de contar entre las ventajas del que presenta el Sr. A. la de entregar a los portugueses a que sean «irritados contra sus opresores por iguales estímulos que los patriotas de España»; en fin, si después de ver rodar todo su enfático argumento sobre el supuesto de abandonar Portugal, no saliera al fin de este párrafo, con que la fuerza actual de Lord Wellington puede considerarse como excesiva para el mero objeto de defender a Torres Vedras, y que las operaciones de su ejército flotante «no son incompatibles con la defensa de Portugal, o cuando menos de Lisboa».

Ahora estamos ahí, Señor A. Después de quererse comer a los ingleses por sus errores en el plan de guerra, salimos con que se contradice Vd. acerca del primer paso del suyo. La dificultad no es una friolera. Porque si lo que Vd. quiere es que se abandone a Portugal para poner en planta su ejército flotante, la medida preliminar es un poco arriesgada, a fe mía, y no dudo que a Bonaparte le gustase aunque fuese por vía de prueba. Si lo que anuncia Vd. con tanto boato es que sería muy bueno tener siempre veinte mil hombres a mano que desembarcar a donde más se necesiten, y esto, amén de cuanto por otra parte están haciendo los ingleses; la propuesta es una perogrullada. Lo mismo pudiera Vd. proponer que saliese en cuerpo y en alma la nación inglesa a pelear en España; y enojarse mucho porque aún se estaba queda. Pero ésta, sin duda, no es más que una salida de tono, enfática, por lo que pueda suceder; porque todas las bellezas del nuevo plan de guerra son comparativas, y jamás pudo ser la intención del Sr. A. darlo como un apéndice de ese sistema que tan despiadadamente ataca, todo su empeño es que se sustituya al que hasta ahora se ha seguido.

¿Por qué? Porque en lugar de sostener un «rincón de la Península», «podría aparecer en todos los puntos de la periferia de España». Pero Señor A., en eso del «rincón» no estamos conformes, porque aunque fuese como un cascarón de nuez, vive en él una nación entera: una nación aliada antigua y constante de Inglaterra; una nación que se ha puesto confiadamente en sus manos; que le ha entregado la dirección de sus tropas; una nación que por ser fiel a la alianza ha abandonado al fuego del enemigo provincias enteras, entregando sus habitantes al hierro y fuego del enemigo cuanto tenían, confiados en el auxilio de los ingleses. ¿En qué moral cabe la propuesta de abandonar ese rincón, que nos hace el proyectista? Pero libertando la España, los franceses abandonarán a Portugal. El hombre no es poco confiado en sus cálculos. La dificultad está en eso, Señor mío, y por cierto que por mucho favor que queramos hacer al nuevo proyecto su resultado está por ver, y los males de abandonar a Portugal están vistos. ¿Querría el Sr. A. asegurar el éxito de su proyecto con su cabeza? Me parece que le ocurrirían algunas dudas. Y por vía de ensayo se empezará haciendo recaer sobre una nación amiga el cúmulo de males que les resultaría de abandonarla a los franceses, de abandonarla no para dejarla en paz en su esclavitud, sino con la esperanza de que al salir otra vez el enemigo no dejase piedra sobre piedra en todo el reino. El plan es cristiano y caritativo.

Pero cuando yo me pongo a considerar el plan del ejército expedicionario-marítimo crea Vd. que se me figura que oigo a un sargento de inválidos de los de las guerras de Italia, que sentado a la puerta de su cuartel conquista medio mundo en tanto que fuma su pipa.

Dicho y hecho: póngame Vd. veinte mil hombres en transportes. Hágame Vd. los transportes «tan maravillosamente adecuados» que a manera del arca de Noé «los miren los soldados como su verdadero acampamento». Ítem más, me pondrá Vd. transportes bien acomodados para la caballería correspondiente, y cuidado que no sean menos «maravillosos», porque los caballos deben mirarlos como su verdadera cuadra. Otro cierto número de transportes para artillería. ¿Ha de ir también artillería de batir? Bueno será, por lo que pueda suceder. ¿Y provisiones? ¡Quién lo duda! Aunque veinte mil hombres ociosos bien se podrían entretener con veinte mil anzuelos, que no habían de ser tan desgraciados que no cogieran siquiera un pege al día. Pero, adelante, esto servirá para añadir un plato extraordinario. Hecha a la vela la expedición, no tiene más que hacer que seguir las instrucciones «de la Regencia de Cádiz»; pero como el autor previene que la expedición nunca vaya contra el viento (pág. 19), bueno fuera que la Regencia diese treinta y dos instrucciones, por los puntos de la rosa náutica, para no hallarse jamás en duda de a quién se ha de obedecer, si a la Regencia, o al viento. Combinado el ataque según estos diversos datos Regencia, Viento y Franceses (de todos tres quantum sufficit), saltan en tierra mis veinte mil, con caballos y cañones y reuniéndose «a diez mil patriotas» con que se puede contar por lo menos en cualquier punto, no queda un francés en veinte leguas a la redonda. «¿Cuál sería el único recurso (de los franceses) en cada uno de estos casos?

Desguarnecer todos sus puestos militares del interior, pues deberían superar una fuerza mayor que la que tienen para ocupar la mayor parte de estas provincias. Los ingleses, después de haber logrado los primeros efectos de la sorpresa, eran dueños de aguardarlos en batalla o de retirarse a sus buques». ¡Seguro! Si la batalla se perdía, los buques no tenían más que hacer que volver a Inglaterra y cargar con otros veinte mil. Si la retirada se hacía un poco de prisa porque los franceses podían dar en la manía de dirigirse entre el ejército y el campamento flotante, ¡qué disparate! Si Vd. se para en semejantes pelillos nunca haremos nada. ¿Qué se puede tardar en embarcar veinte mil hombres, dos mil caballos, y qué sé yo cuántos cañones?, aun cuando los franceses estuviesen a media marcha, se embarca todo en los maravillosos transportes con maravillosa presteza, y con un viento y marea maravillosos, se sale maravillosamente a la mar, y se le hacen mil maravillosas muecas a los franceses, «dirigiendo la navegación lo más pronto posible al punto opuesto», si el viento lo permite. Poco a poco, Señor, ¿y qué se hacen los diez mil patriotas de tierra? ¡Bueno está eso! Se ayudan como Dios les da a entender. ¿Y la provincia abandonada? Me la pelan, los franceses... y crece el patriotismo, que es una gloria.

Yo estoy aturdido con las ventajas del plan, y me admiro, con el Sr. A., de que sea tal la ceguera de los ingleses que todavía insistan en mantenerse en Portugal. Ya se ve, al considerar que hay un medio tan fácil como el propuesto para destruir a los franceses «en pocos meses», viendo que los ingleses se obstinan en su antiguo sistema, el Sr. A. no puede menos de estar un poco dudoso sobre las intenciones de los aliados. «Ya sea en efecto la intención de Inglaterra defender exclusivamente Portugal (dice en la pág. 11), ya se extienda a la libertad de España, obligación (vaya de camino esa indirecta) obligación solemnemente contraída por la Inglaterra a los ojos de toda Europa, y en fe de públicos tratados... Esto es; ya sea la intención de Inglaterra cumplirnos los tratados, ya sea, engañamos como negros. La duda es fundada, y muy útil esparcirla entre los españoles. «¿Cómo será posible que el pueblo español, cuyo valor y sufrimiento es el móvil de tan larga lucha, pueda persuadirse de que se le socorre en su conflicto, cuando no ve los soldados y banderas aliadas tremolar en sus provincias, y con especialidad en las que más se han sacrificado por la buena causa como son la Cataluña, Aragón, Castilla, Navarra, &co.?»

¿Dónde va Vd. Señor A. tremolando soldados y banderas, sin temor de Dios, por Aragón, Castilla y Navarra? ¿Piensa Vd. que se haga un desembarco en Valladolid, otro en Teruel, y otro (si el viento lo permite) en Pamplona? ¿O se han de adelantar los veinte mil hasta esos puntos, siempre ojo alerta a los transportes?

Los honrados españoles de esas provincias no podrían imaginar que la Inglaterra debía mandarles ejércitos allá, en virtud de la alianza; y si por ignorancia inculpable, o por sugestiones francesas les ocurrían dudas sobre la amistad de los aliados, al ver que no aparecían ejércitos ingleses, en Castilla, Navarra y Aragón (porque en Cataluña han aparecido los que han podido mandarse); el Sr. A. si tuviera o más seso, o mejor intención, debía escribir desde Londres papeles que calmasen tales temores. Debiera hacerles ver que aunque la Inglaterra mantiene su principal fuerza en Portugal, no abandona ni descuida por esto la causa de España. Que ese ejército de Portugal es el único en Europa que constantemente ha humillado el orgullo francés, ganando repetidas victorias a sus mejores generales; que les ha obligado a cada paso a sacar tropas de los puntos más distantes para detener al ejército inglés; que ha estado siempre pronto a adelantarse en España cuanto ha podido hacerlo, contando con sus provisiones y almacenes. Que ese ejército inglés ha peleado por defender las plazas españolas, y que si no ha podido salvarlas, es una ingratitud y una vergüenza que se lo eche en cara ningún individuo de una nación de once millones de almas, cuyas son las plazas. Pero que para ganar o sostener estas plazas españolas, que los ingleses están continuamente prontos a arrancar de manos del enemigo si se descuida, tiene éste que mantener sus tropas reunidas, dejando a las guerrillas que se formen y se fortalezcan. Que el abandonar así los ingleses a Portugal sería una iniquidad inaudita; que el gobierno español supo desde el principio de la alianza, que uno de sus presupuestos era que la Inglaterra lo defendería ante todas cosas. En fin, el Sr. A. debería decir a sus paisanos, que atendidas las fuerzas de la Francia, es locura querer determinar el tiempo en que los franceses hayan de ser echados completamente de la Península; que si, según su cálculo, han muerto ya medio millón de franceses, y todos los años se da fin de otros cien mil, (cosa que no se pudiera hacer sin los auxilios, y ejércitos que da y ha dado Inglaterra), el sistema que tal destrozo produce no es tan malo que se deba abandonar para tomar otro enteramente nuevo. Debería decir, que si con tan gran matanza aún tiene medios la Francia de reponer sus fuerzas, es delirio creer que ningún esfuerzo de los aliados librase a la Península en pocos meses; que el sistema de Bonaparte está siempre expuesto a venirse a tierra, que de un día a otro se verá enredado en una guerra que le impedirá atender a España, y que al fin, él mismo vendrá a ser víctima de su ambición y tiranía. Que el riesgo de parte de Inglaterra sería hacer de una vez un loco esfuerzo, que podía salir infructuoso, y obligarla a abandonar la guerra. Que con la firmeza y constancia, estamos seguros de vencer, y que es imposible que la España quede esclava si continúa ejercitando estas virtudes. Por último, que sólo Dios puede poner fin a estos males en pocos meses; pero que el mejor modo de resistirlos, duren lo que duraren, es hacerles frente, porque el ceder sólo serviría para aumentarlos, desperdiciando tanta sangre como se ha derramado.

Pero cuán ajeno es del espíritu de unión convertir en veneno cuanto hacen los aliados, y qué efectos deberá causar en España el párrafo siguiente, lo dejo a la consideración de los hombres de bien e imparciales:

«¿Qué dirá (el pueblo español) si al mismo tiempo que sabe las inmensas sumas que se expenden en mantener un grande ejército en defensa de un reino extraño y naturalmente defendido por la interposición de doscientas leguas del territorio español, no se ve ayudar en sus esfuerzos, ni siquiera con aquellos subsidios regulares que se han suministrado a Austria, Suecia, o Rusia para guerras climeras, abortadas y desaparecidas casi a un tiempo por una tímida política? ¿Habrá quién niegue que los cuatro años que este pueblo generoso lleva de derramar su sangre con otros tantos de descanso y de provecho para la Gran Bretaña, que han impedido que Bonaparte se ocupe en su proyecto favorito de hacer refluir contra estas islas toda la fuerza del continente, mientras que otros tantos años han gozado ellas del comercio de tantos puertos que les hubieran permanecido cerrados si el pueblo español fuera capaz de la bajeza de someterse a los tiranos? Los registros de las aduanas inglesas serán el testimonio más auténtico de que los españoles no han adquirido de balde las armas y demás socorros suministrados en el primer año de su insurrección; y harían ver que la continuación más profusa de cuantos auxilios necesiten para su defensa es sembrar en un campo muy fecundo que retribuirá ciento por uno a los que sepan cultivarlo».

¡Qué cuentas tan viles y mezquinas! ¡Qué cálculos tan indecentes contra una nación que con tan noble ardor ha acudido al socorro de los españoles! ¿Cuáles son las especulaciones que ha ofrecido la Península al comercio inglés para que las aduanas hayan pagado lo que la Inglaterra ha hecho en su favor? Pregúntese a cualquier comerciante que tenga idea de lo que es el inmenso tráfico de Inglaterra, y dirá que la diferencia que resulta por este ramo es una gota en el mar. ¿Cuándo se ha negado Inglaterra a dar los subsidios que están a su alcance? Pero qué indecente clamor por dinero es éste que excitan en España los del temple del Sr. A. ¿Entraría jamás en la imaginación del gobierno o nación inglesa, al empezar la guerra, que iba a asalariar a España, para que la sostuviese? A los dueños de Potosí y México. ¡Oh!, pero allí poco viene, la España está casi ocupada, no hay rentas, ¿y se deberá insultar a la Inglaterra porque no prodigue dineros en manos de gobiernos que han perdido cuanto tenían, por terquedad, por debilidad o por ignorancia? Al mismo tiempo, es un exceso de mala fe decir al pueblo español que Inglaterra no le da subsidios regulares porque no quiere. ¿Dónde tiene esta nación los tesoros de numerario que para esto se necesitan? En lugar del malicioso y vago recuerdo de los subsidios dados a Austria, Suecia, o Rusia de que se vale el Sr. A. para disgustar a los españoles de la conducta de la Inglaterra con ellos, sería más justo que calculase que después de haber sostenido a tantas naciones en defensa de la libertad del continente, su erario no debe estar rebosando plata y oro. El Sr. A. parece que vive en Londres, y sus acusaciones son tanto más maliciosas cuanto más debe saber de esto.

En cuanto al temor de la invasión francesa en esta isla, y el figurar que sólo la guerra de España es quien la impide, no hay inglés sensato que no se burle de semejante idea. Bonaparte usó de este espantajo una vez para distraer el pueblo francés y los demás del continente; pero ya ni lo nombra, porque hasta los niños saben que no piensa en ello. Pero esta cuestión no es del caso: lo que si lo es mucho, es que la tal reflexión es tan mal nacida como todas las que se dirigen a pintar a la nación inglesa como si no pensase más que en hacer su negocio en la alianza de España. ¿Pero qué, nada gana España en la alianza con Inglaterra? ¿Declaró la guerra la nación española por favorecer a la Gran Bretaña? ¿O no tiene interés ninguno en ser libre? Por fortuna el pueblo español tiene sentimientos más nobles que los que manifiesta el Sr. A. Semejantes cálculos, y semejantes explicaciones de los motivos de amistad y alianza, inspiran indignación y desprecio a cualquiera que tiene sentimientos de decoro, y no hay hombre de honor que las sufriera de parte de un socio, en la especulación más productiva. Pero decoro, ¡dije! ¿Cómo lo han de esperar los extraños si hasta hablando del pueblo español no es muy delicado el tacto del Sr. A. en esta materia?:

«...Aseguran (dice pág. 14) que si se concediese el mando de algunas provincias nuestras al Lord Wellington, y se encargase a oficiales británicos la instrucción de nuestras tropas, vendría a lograrse la formación de ejércitos que supiesen resistir y rechazar de España a los franceses. Yo no quiero considerar este proyecto por la enorme contradicción en que se halla con la fuerza moral e impulso de la opinión, único móvil y continuado agente de la tenacísima resistencia de los españoles. El modificar en lo más mínimo este sentimiento nacional es debilitarle: y su destrucción sería la señal de paz con los franceses. Es claro que la aversión al mando extranjero fue la ocasión de la guerra, puesto que el pueblo en masa, que es quien la ha hecho, no pudiera moverse por otro principio político. ¿Ni hay gobernantes que en contradicción con él se atrevan a mandar la sumisión a jefes extraños que lo puedan conseguir sin emplear los medios de fuerza que son los que arraigan el aborrecimiento a los franceses? ¿Cuáles pudiera pues emplear Lord Wellington y sus oficiales para reducir al pueblo a su disciplina? ¿No serían otros que los del dinero?, luego si el dinero es quien lo ha de conseguir, ¿por qué no se pone el necesario en manos de los jefes naturales?».

Este es el crédito que da el Sr. A. a los españoles. El único medio que se presenta a su imaginación para superar la aversión de los españoles a lo que él llama mando extranjero, es dinero. ¡Dinero!, pues venga para los jefes naturales. Sr. A. la palabra perturba ese buen juicio. El argumento todo se lo ha forjado Vd. a medida de su deseo, y ni Vd. ha probado, ni nadie le ha concedido, que Lord Wellington iba a introducir el mando extranjero en las provincias, ni que los pueblos mirarían bajo este aspecto un mando ejercido por delegación de los jefes de la nación española, y que sólo se debía dirigir a proporcionar subsistencias al ejército extranjero que iba a defenderlos, ni que los pueblos harían por esto la paz con los franceses, ni menos que Lord Wellington tenía ya preparadas una porción de recuas cargadas de pesos duros, como el mejor remedio de templar el orgullo nacional. Así es que la petición mendicante que le ocurrió a Vd. con tanta vehemencia, está un poco fuera de quicio.


Pida el Sr. A. cuanto quiera; pero no desfigure los hechos tan malamente. Lord Wellington, como ya he dicho más arriba, quería adelantar sus tropas por España si las circunstancias lo permitían, y acordándose de lo que pasó en Talavera, y del poco vigor que la situación de España concede a aquel gobierno (cosa que el Sr. A. nos ha recordado en su carta), quería tener autoridad española para hacer en favor de los ejércitos defensores, lo que el gobierno español no puede, en los tiempos presentes. Quería tener autoridad para pedir lo que necesitase, y evitar desavenencias y odios, que resultan de no estar los ejércitos bien provistos, porque el soldado hambriento se busca el sustento por fuerza. Pintar esto de otra manera es una falsedad, y muy maligna. Y tanto más llena de mala fe cuanto que el Sr. A. pide mucho más que esto a los ingleses, cuando propone que un almirante y un general ingleses, y un ejército de veinte mil hombres vayan a estar al mando de la Regencia de España. Éste no es mando extranjero. Pero los ingleses están obligados a hacer cuanto se les antoje a los Señores A. y sus semejantes. Pidan los ingleses un grano de arena y se alborota el mundo. ¡Seguro que la tal amistad es ingenua!.

Tiempo es de descansar de coger tanto cabo suelto como el Sr. A. ha esparcido en sus Observaciones. Pero queda uno tan notable y puesto tan por la rabia de ponerlo, tan original y característico, que es preciso copiarlo por fin y remate de las memorables Observaciones del Sr. A., que en paz descanse de haberlas dado a la luz del mundo. Se hace a la nación española el notorio agravio de suponerla en tan crasa ignorancia del arte militar, que no se encuentre en ella oficiales capaces de enseñar la táctica a sus tropas, ni sujetos aptos para llevar la cuenta y razón de sus dispendios. Es decir, que una nación que ha sido militar en su origen, continuando en serlo por la duración de sus anales; cuyas bibliotecas están colmadas de obras nacionales sobre la ciencia militar; a quien encontró la invasión francesa con más colegios y establecimientos militares que los que tal vez cuenta la Inglaterra, y en donde hasta las reformas introducidas por prusianos y franceses en el arte de la guerra, eran harto familiares, necesita recibir de los ingleses la instrucción sobre estas materias. De tan conocido error era bien fácil desengañar a los alucinados, si quisiesen llevar a efecto el examen comparativo de nuestros oficiales generales sobre la teórica del arte. Me dirán que la teórica se les concederá a estos Jefes, pero que debe extenderse a los subalternos, a quienes corresponde su práctica; y que por consiguiente para suplir a estas clases era menester introducir una infinidad de oficiales de las correspondientes en el ejército inglés. ¡Y en dónde los tiene la Inglaterra! ¿Acaso sus ejércitos estén dotados en estas clases del doble número de los que necesitan? ¿Los grados subalternos no son adquiridos en aquella nación la mayor parte por beneficios pecuniarios? ¿O acaso los infinitos capitanes que compraron sus grados, compraron también la ciencia necesaria para enseñar a las demás naciones? Al fin nuestros oficiales empiezan por simples soldados su carrera, con la denominación de cadetes; en donde las escuelas les suministran los conocimientos propios de su profesión por tratados dedicados a este efecto de que deben examinarse. Pero demos por supuesto que ya están dotadas las compañías de oficiales ingleses; y que hablando una lengua extraña, en términos confusos y mal aprendidos, empezasen a aplicar el rigor de la disciplina de su nación en los reclutas españoles; ¿habrá alguno a quien el trato o la lectura haya dado la menor idea del impaciente carácter español que se persuada fácil el desfigurarle con la adquisición de aquellas cualidades que hacen soportable al inglés su severa disciplina? ¿El minucioso cuidado con sus armas y prendas de vestuario, la prolija policía de cuarteles, su mortal silencio, y su inmovilidad de estatuas, podrá transferirse a una nación a quien el desprecio de conveniencias e intereses hace negligente por hábito, con tan ardiente imaginación, y tan poco sufrida por temperamento? ¿No es lo natural que abrumados los individuos con el peso de un rigor, tanto más odioso cuanto que viene de manos extranjeras, aprovechen alguno de los infinitos medios que las circunstancias les brindan para evadirse del trabajo, huyendo de unas provincias a otras, refugiándose a las guerrillas, donde combatirían a su gusto, o tal vez pasándose a los franceses, puesto que la grande extensión de la España ofrece tanta comodidad para esto?


Ni Diógenes en su tinaja inventó sistema más filosófico de porquería y desaseo, ni Barrabás podía hacer elogio más sucio de nación alguna. ¿Con que los españoles tienen tan mortal horror a estar limpios que se pasarían a los franceses por no lavarse? ¿Y esto procede del desprecio natural de conveniencias e intereses? Entre el que quiera ver el compendio y suma del desprecio del mundo, y sus vanidades, entre, digo, en un cuartel de Blanquillas, entre... mas lleve por introductor al Sr. A. porque yo temo mortalmente a los frutos de su virtud favorita.

Por lo demás del párrafo, los ingleses se alegraran mucho de ser objeto de la sátira del Sr. A. a trueque de escapar limpios de sus elogios. Pero por honor del pundonor y delicadeza española, no quisiera que hubiese muchos escritores que hiciesen la defensa de su ejército como este generoso apologista. La comparación que propone el Sr. A. y el examen comparativo de ciencia a que provoca entre los generales, no le ocurre a un niño de la escuela. ¡Qué magnífico espectáculo ver los dos generales desafiarse a preguntas y respuestas!

Los que proponen la admisión de oficiales extranjeros (note el Sr. A. que no son sólo ingleses) para introducir disciplina más rigurosa y exacta que la que hasta ahora han tenido los ejércitos españoles, no entran en comparaciones ridículas, y odiosas de nación con nación.

Hablan y proceden sobre hechos, porque el que los tercios españoles vencieran en Flandes e Italia, no hace menos ciertas la dispersión de Ocaña y treinta otras. Los libros de que el Sr. A. ha visto llenas las bibliotecas, están muy comidos de polilla. En vez de la multitud de colegios, quisiéramos multitud de colegiales; y mientras que no se oiga decir que los franceses, o austríacos hacen tal o tal evolución a la española, poco prueba contra la necesidad de reforma, el que el Sr. A. sepa hacer el ejercicio a la prusiana. El árbol se conoce por los frutos, así es que la indirecta de si los infinitos capitanes que compraron sus grados en el ejército inglés, compraron también la ciencia necesaria para enseñar a las demás naciones, es muy impertinente, cuando el Sr. A. no puede ignorar la que han manifestado, y manifiestan esos capitanes, puestos a pelear contra las mejores tropas de Francia. La ciencia no se compra; pero el espíritu de cuerpo, y el rigor de la disciplina son medios más eficaces de tener sólo oficiales capaces de desempeñar sus obligaciones con honor del cuerpo, que no los colegios y los cordones de cadete. De allí sale oficial todo el que ha estado un cierto número de años; aquí no tendría valor de presentarse a ocupar un puesto quien no estuviese seguro de poder alterar con sus compañeros.

Los ingleses con su silencio mortal, y su inmovilidad de estatuas vencen constantemente a sus enemigos. Tal es el aspecto de toda tropa veterana y bien disciplinada. Tal era el aspecto de los españoles que atemorizaron en otro tiempo a la Europa. Pero quién sino el Sr. A. ha pintado hasta ahora a los españoles como arlequines.

Juan Sintierra

P.D. He recibido una carta de Cádiz en que me describen el estado del Depósito de Reclutas que se ha confiado en la Isla al General Doyle, y la pongo como una respuesta práctica al último párrafo del Sr. A. de feliz memoria.