Cartas a Lucilio - Carta 53

Carta LIII De las enfermedades del alma ¿De qué ya no me podrá persuadir después de que se me ha persuadido que navegase? Me dejé llevar por una mar calmada; el cielo era, asimismo, cargado de nubes negras, que casi siempre se resuelven en lluvia o en viento, pero pensé que podría recorrer las pocas millas que separan tu Partenope (antiguo nombre de Nápoles que después fue utilizado en el estilo poético) de Puteols, a pesar de estar el cielo inseguro y amenazador. Así es que, para salirme más deprisa, me dirigí por alta mar hacia Nesis (pequeña isla en la boca de la bahía, en la ribera opuesta de la cual se encuentra Baies. Actualmente se le llama Nesita) cortando por el medio todas las calas, Estando ya tan adentro que tanto daba para mí ir como volver, se deshizo aquella calma que me había arrebatado; no era todavía la tempestad, pero sí el encrespamiento del mar y las oleadas cada vez más frecuentes. Entonces me puse a rogar al patrono que me dejase en cualquier playa; él decía que eran escabrosas e inabordables y que durante la tempestad nada temía tanto como a la tierra. Pero sufría demasiado para pensar en el peligro, pues que padecía de aquél mareo flojo y sin resultado que remueve el hígado, pero no lo excita. Así es que insistí al patrono y le obligué, quieras o no, a dirigirme a la playa. Así que siendo cerca, ya no espero que, siguiendo las prescripciones de Virgilio: <<giren la proa al mar>> <<lancen el áncora de proa>>, pero, recordando mi antigua destreza de nadador de agua fría (ver Carta LXXXIII), me pongo el manto, para afrontar los baños fríos, y me tiro al agua. ¿Te das cuenta lo que padecí mientras me dirigía a las cocas, y buscaba la senda, y había de abrirme una? Entonces entendí que no es sin motivo, el que los marinos temen la tierra. Es increíble lo que tuve que aguantar, no pudiendo aguantar a mí mismo; sepas, solo, que Ulises, no obstante de haber naufragado por todas partes, no fue por eso que era de nacimiento enemigo del mar, sino porque se mareaba. Yo también, a cualquier lado donde haya de ir por mar, estaré vente años para llegar. Una vez que me recuperé del estómago que, como ya sabes, no enseguida que dejas el mar se cura el mareo, después de haberme rehecho con una unción de todo el cuerpo, empecé a meditar cual olvido tan grande de nuestros defectos nos tiene cogidos, incluso de los defectos corporales, que tan a menudo nos hacen conveniente su presencia, por no hablar ya de aquellos que están tan escondidos cuanto más grandes. Una leve conmoción nos engaña, pero cuan crece hasta encenderse en fiebre, arranca la confesión del hombre más fuerte y sufrido. Si los pies nos hacen daño, si sentimos pinchazos en las junturas de los huesos, aún disimulamos y decimos que nos hemos dado una torta de pie, o nos hemos fatigado en un ejercicio físico. En cuanto a la enfermedad es dudosa e incipiente, se le busca el nombre, pero cuando empiezan a inflarse los tobillos y a torcerse los dos pies, hace falta confesar que es gota. Lo contrario deviene de las enfermedades que atacan al alma, pues quien está más enfermo lo siente menos. No hace falta que te admires, carísimo Lucilio. Porque el que duerme tranquilamente y percibe algunas imágenes vagas, algunas veces durmiendo tiene presente que duerme; pero un suelo fuerte apaga incluso los sueños y hunde el alma demasiado profundamente para que pueda tener ninguna percepción. ¿Por qué ninguno confiesa sus vicios? Porque aún se encuentra prisionero. Explicar los sueños es propio del hombre desvelado, y confesar los propios vicios es señal de salud del alma. Despertémonos, pues, para poder reprender nuestros defectos. Pero nadie nos despertará sino la filosofía, nadie sino ella nos liberará de nuestro sueño profundo; conságrate todo tú a ella. Tú eres digno de ella y ella digna de ti; corred a abrazaros una y otro Niégate con coraje, francamente, a toda otra cosa: no vale filosofar de tarde en tarde. Si estabas enfermo, retrasarías todo cuidado doméstico, abandonarías todos los asuntos forenses, y no tendrías nadie para tan digno de estima que consagrases tus atrasos en defender una causa, antes procurarías con toda el alma librarte lo más pronto posible de la enfermedad. ¿Pues qué? ¿No lo harás a hora mismo? Abandona todos los impedimentos y conságrate a la adquisición del sentido común, al cual ninguno de los (otros) llega. La filosofía se comporta como soberana; ella da tiempo, pero no lo acepta. No es cosa para llenar ocios, sino una ocupación constante; es señora y reclama nuestra atención. Alejandro dijo a una ciudad que le prometía parte del campo y la mitad de todos sus bienes: <<Yo he venido al Asia, no con el propósito de recibir lo que vosotros me dieseis, sino con el de haceros tener lo que yo dejaré.>> Esto mismo dice la filosofía para todos los asuntos: <<No he de aceptar el tiempo que os sobra a vosotros, antes bien vosotros habéis de tener lo que yo rehúso.>> Gira alrededor de ella toda tu alma, siéntate en su escuela, conságrale tu culto; y pronto una gran distancia habrá entre ti y los otros; avanzarás de mucho a todos los mortales y de poco te avanzarán los dioses. ¿Pides qué diferencia habrá entre ti y ellos? Que ellos durarán más. Pero, por Hércules, es obra de gran artista de incluir toda gran obra en un pequeño espacio; igual basta al sabio su vida como a Dios la eternidad. Y aún hay una cosa en la que el sabio avanza a Dios; este dios debe a su naturaleza estar exento de temor, el sabio se lo debe a sí mismo. He aquí una cosa grande: tener la debilidad de hombre y la seguridad de Dios. Es increíble la fuerza de la filosofía para rebatir los ataques del azar. Ningún dardo penetra en su cuerpo, amurallada y firme que es ella; ella quita a fuerza de algunos dardos y los detiene en los pliegues del manto; algunos otros, se los expulsa y los rebate contra el mismo que los había lanzado.