Cartas a Lucilio - Carta 50
Carta L No conocemos nuestros defectos He recibido tu carta muchos meses después de que tú la enviaras; por eso creí inútil de preguntar qué hacías a aquél que la trajo. Muy buena memoria tiene, si se acuerda, por bien que confío que ya vives así que, donde quiera que estés, sé lo que haces. Porque ¿qué otra cosa haces que estar cada día mejor, deshacerte de algunos errores, e ir entendiendo que son tuyo los defectos que atribuyes a las cosas? Pues a veces imputamos a los lugares y al tiempo aquellos defectos que, donde quiera que nos traslademos, nos siguen. Ya sabes que en mi casa ha quedado como una carga hereditaria, Harpaste, la fatua que tenía mi mujer. Siento una gran aversión por estas equivocaciones; si alguna vez me quiero divertir con un fatuo, no me hace falta buscarlo muy lejos: me río de mí mismo. Esta vanidosa perdió de repente la vista, y te contaré una cosa increíble, pero verdadera; ignora que es ciega, y a menudo pide a su guía que le cambie de habitación, por que dice que la casa es oscura. Esto que nos hace reír en ella, constate bien claro que nos pasa a todos nosotros; nadie no se reconoce avaro, nadie que es concupiscente. Y aún, los ciegos piden un guía, y nosotros andamos equivocados sin guía, diciendo: <<Yo no soy ambicioso, pero en Roma nadie puede vivir de otra manera; yo no soy malversador, pero la ciudad exige grandes gastos. No es culpa mía si soy iracundo, si aún no me he señalado una norma de vida: esto lo hace la juventud>> ¿Por qué nos engañamos? No nos es extraño nuestro mal, está dentro de nosotros, reside en las mismas entrañas; por eso nos protegemos difícilmente, ignorantes de nuestra enfermedad. Puestos a que ahora comenzásemos a protegernos. ¿Cuándo nos liberaremos de la virulencia de tantas enfermedades? Pero ahora ni tan siquiera llamamos al médico, el cual tendría la tarea más fácil, si trabajase en un vicio reciente; mostrándonos él lo correcto, las almas tiernas y principiantes lo seguiríamos. Nadie ha encontrado la dificultad de volver a la naturaleza, si antes no se ha apartado, pues nos damos vergüenza de aprender a tener sentido común. Pero, por Hércules, si es cosa vergonzosa buscar maestro de esta perfección, procede desesperar que un bien tan grande nos llueva por el azar; nos hemos de esforzar, y, para decir la verdad, el esfuerzo no es muy grande, toda vez que, como ya he dicho, empezamos aficionar y corregir nuestra alma antes que la maldad no la endurezca. Pero yo no desespero ni de los endurecidos, pues no hay nada que no venza un trabajo persistente y abnegado y un celo incansable. Enderezarás los robles más retorcidos; el fuego estirará las vigas dobladas, y las cosas que por naturaleza que tienen otra forma toman la que exige nuestra utilidad; cuan más fácilmente recibirá una nueva forma el alma, flexible que es, y más moral que ningún fluido! Pues ¿qué otra cosa es el alma que un estado determinado del aire? (Se apunta aquí la gran cuestión del inmortalidad del alma, negada por Séneca y causa de su separación del cristianismo)¿Y el aire, ya ves que es tanto más dúctil que cualquier otra materia, cuanto mayor es su sutileza. No se te ha de impedir, querido Lucilio, tener buena esperanza en nosotros el hecho que la malicia ya nos tenga cogidos, que hace tiempo que somos posesión suya. No hay nadie que posea el sentido antes que la insensatez. El mal nos posee a todos en principio: aprender las virtudes es desprenderse de los vicios. Y con tanta mayor grandeza de espíritu hemos de dedicarnos a nuestra corrección, que el bien, una vez adquirido, se posee perpetuamente , y (en cambio) la virtud no se desprende nunca. Las cosas contrarias ligan mal con un sujeto extraño a ellas, y por eso pueden ser repelidas y expulsadas en cambio se fijan firmemente las que caen en lugar propio. La virtud es conforme a la naturaleza; los vicios son sus enemigos funestos. Pero así como las virtudes adquiridas no pueden irse y es fácil la guarda de las mismas, así es difícil el principio del camino que las dirige, pues propio es de un alma frívola y enferma espantarse de las cosas desacostumbradas; pues hay que forzarla para que comience.. De otra manera, no es una medicina amarga; pues en cuanto cura, ya delecta. Los otros remedios tienen el gusto después de dar la salud, la filosofía es a la vez saludable y dulce.