Cartas a Lucilio - Carta 13
Séneca a su Lucilio saluda,
Mucho espíritu tienes, lo sé: ya incluso antes de armarte de preceptos saludables y aptos a vencer las durezas de la vida, estabas bastante conforme de ti frente a la fortuna. Mucho más todavía luego de que vinieses a las manos con aquella y ensayases tus propias fuerzas. En estas nunca podemos tener una fe cierta a menos que de aquí y de allá hayan aparecido dificultades y sin que alguna vez estas nos hayan alguna vez real y peligrosamente abordado. Así - no sometida al juicio de terceros -, nuestra virtud es verdaderamente comprobada, esa es su prueba áurea.
No puede un atleta llevar a la lucha un gran espíritu si nunca fue maltratado: el que ya vio su propia sangre, aquel cuyos dientes crepitaron bajo los puñetazos, el que zancadilleado por su adversario hubo de soportar encima de sí todo el cuerpo de aquel, el que abatido no abatió su ánimo, el que cada vez que cayó resurgió obstinado, desciende a la pugna con gran esperanza.
Ergo, para continuar con esta analogía, frecuentemente ya la fortuna estuvo encima tuyo, sin embargo no te entregaste sino que de un salto arremetiste y más feroz hiciste frente. Mucho se añade a sí mismo en efecto el coraje provocado. No obstante, si te parece, recibe de mi estas ayudas que pueden acorazarte.
Muchas más son, Lucilio, las cosas que nos aterran que las que realmente nos aprietan, frecuentemente sufrimos más las opiniones que la realidad. No estoy hablando contigo la lengua de los estoicos, sino de manera mucho más llana: nosotros decimos que todo aquello que nos arranca gemidos y mugidos son ligerezas dignas de desprecio. Dejemos de lado tan magnas palabras - pero por los dioses, ¡cuán ciertas! -, lo que simplemente te aconsejo es que no seas desgraciado antes de tiempo como cuando aquellas eventualidades que tenidas por inminentes te provocaron pánico: quizás no lleguen nunca, en todo caso, no llegaron.
Algunas cosas en efecto nos atormentan mucho más de lo que deben, otras antes de que deban, todavía otras nos atormentan bien que de ninguna manera deban hacerlo; o bien agrandamos el dolor, o bien lo adelantamos o bien lo fraguamos. En cuanto al primer punto, puesto que el tema está sujeto a controversia y tenemos al respecto una litis abierta, la dejemos de lado por el momento. Lo que yo digo ligero, tu pretendes gravísimo; conozco algunos que ríen entre los latigazos, otros que gimen con puñetazos. Veamos por ello, una de dos, o esto acontece en virtud del evento en sí mismo o por causa de nuestras debilidades.
Concédeme que cada vez que los que te rodean quieran persuadirte de que eres desgraciado, de no reflexionar sobre lo que escuches sino sobre lo que sientes, que deliberes con tu paciencia y tu mismo te interrogues, tu, que mejor que nadie te conoces, "¿de qué es lo que se apiadan estos? ¿Qué es lo que los hace trepidar; como si temiesen que los contamine, como si acaso se pudiera contagiar la calamidad? ¿Es lo que me acontece realmente tan malo o tiene esto más mal renombre que nocividad? Interrógate tu mismo "¿no me estaré torturando, afligiendo sin causa y lo que no es malo, haciéndolo?"
"¿De qué manera" - preguntas - "puedo darme cuenta, si son fútiles o reales los motivos por los que me angustio?" Recibe la regla de estas cosas: o bien nos atormentamos con el presente, o con el futuro o con ambos. Del presente es fácil juzgar: si tu cuerpo está libre, sano y no eres víctima de las injurias de nadie, examinemos la cuestión del futuro: hoy por hoy no tiene nada que hacer.
"¡Pero sin embargo el futuro existe!" En primer lugar, examina si realmente hay o no pruebas ciertas de una desgracia futura, la mayor parte del tiempo en efecto sufrimos a causa de sospechas y juguetea con nosotros aquello de que "en la guerra el rumor desgasta": mucho más desgasta todavía el rumor a un individuo aislado. Así es Lucilio: rápido aceptamos las opiniones, no verificamos aquellas que nos inducen miedo ni las decorticamos, en lugar de esto nos ponemos a temblar y así ofrecemos la espalda a la manera que aquellos que desertan las casernas a causa del polvo levantado por ganado que huye, o como otros que son espantados por rumores dispersados por autor incierto.
No logro explicarme de qué manera, mucho más perturba lo vano, la verdad en efecto tiene su cierta moderación: lo que proviene de lo incierto acarrea consigo las conjeturas y fantasías de un ánimo despavorido. Nada por ello tan pernicioso, tan irrevocable como los temores pánicos, otros miedos ciertamente te privan de la razón, éstos hasta del pensamiento. Investiguemos entonces la cuestión diligentemente. Un mal futuro puede ser verosímil: no quiere decir que sea certero. ¡Cuánto no esperado llegó! ¡Cuánto muy esperado no compareció nunca! Incluso, si un mal futuro debe necesariamente acontecer, ¿quién te obliga a sufrir su dolor ahora? Suficientemente vas a sufrir cuando llegue, en el ínterin preságiate algo mejor.
¿Qué es lo que ganas?: tiempo. Muchas veces sucede que un peligro cercano o incluso inminente detiene su curso, desaparece o pasa a otra cabeza: el incendio abre un camino para la fuga; a veces un derrumbe te deposita suavemente, o la espada se frena justo antes de tu cerviz: muchos sobreviven a sus verdugos. Hasta la mala fortuna tiene sus caprichos: puede que llegue, puede que no llega, en el ínterin no es; imagínate algo mejor.
No pocas veces, sin la mínima señal aparente que haga presagiar un mal, se forman en el ánimo falsas representaciones: o bien tergiversamos para peor palabras de significación dudosa o nos imaginamos que ofensas que proferimos tienen mayor entidad que las que realmente poseen y cavilamos, no sobre cuánto enojo pudieron haber provocado, sino sobre todo aquello que podría hacer el ofendido. Así, ninguna razón para vivir habría ni sistema para enumerar las miserias, si se teme todo lo que pudiere temerse.
En esto, la prudencia ayuda, aquí la robustez del ánimo rechaza incluso el miedo que ostensiblemente tiene razón de ser. En caso contrario, neutraliza por lo menos la debilidad con la debilidad y tempera al miedo con la esperanza. De todo esto, nada es tan certero como que no nada de eso que tememos es certero ni que nuestros temores cesen y que nuestras expectativas nos decepcionen.
Ergo, esperanza y temor contrapone y cada vez que algo te parezca totalmente incierto, favorécete: cree lo mejor. Si el miedo tiene más argumentos, inclina en esto la balanza más bien del otro lado. Deja de perturbarte y haz dar vuelta continuamente en tu cabeza la idea siguiente: la mayor parte de los mortales, sin que ningún mal presente ni futuro los afecte para nada, se afiebran y se desbandan. Nadie en efecto se controla cuando comienza a acelerarse ni limita sus temores a lo real, nadie se dice: "el instigador de tal cosa es fantasioso, esto carece de substancia, o bien esto es fraguado o producto de la credulidad" nos dejamos llevar por la más insignificante brisa; nos espanta la duda como si fuera una evidencia; no tenemos en cuenta la justa medida de las cosas, inmediatamente en la inquietud se instala la ansiedad.
Me avergüenza hablar así contigo y proveerte de tan ligeros remedios. Que alguien diga "quizás no llege": tu dirás "¿y qué entonces, si llega? Habremos de ver quien gana; quizás venga por mi propio bien y la muerte cubre esta vida de honores." La cicuta engrandeció a Sócrates. [1] Quita a Catón [2] la espada que lo liberó: le arrancarás gran parte de su gloria.
Ya demasiado tiempo te estoy exhortando, cuando para ti admoniciones más que exhortaciones serían oportunas. No te estamos guiando manera contraria a tu naturaleza: nacido eras para esto de lo que estamos hablamos; aumenta éste tu bien y embellécelo.
Pero ya pondría a esta carta su fin si su sello imprimiese, es decir, estas magníficas voces que te envío: "Entre otros males, la estupidez tiene todavía este: siempre comenzar a vivir". Considera lo que estas palabras significan, ¡Oh Lucilio, varón óptimo!, comprende cuan insensato sería que el hombre coloque fútilmente todos los días el cimiento de una nueva vida, fundando nuevas expectativas ya al final.
Observa a tu alrededor cuidadosamente: apercibirás ancianos que febriles tejen intrigas, preparan viajes y empresas. ¿Qué hay más torpe que un senil que comienza a vivir? No adjuntaría el nombre del autor de estas palabras; si no figurasen entre las más secretas ni al margen de las cosas corrientes dichas por Epicuro, palabras estas que me permito loar y adoptar.
Que sigas bien.
Notas
editar- ↑ Cuando Séneca escribía las "Cartas a Lucilio", (circa. 60 d.C.) habían transcurrido ya más de 400 años de la ejecución de Sócrates, en el año 399 a.C. en Atenas. Es fácil darse cuenta que tanto en la época de Séneca como en el presente, casi 2000 años después, tal muerte tenía y conserva un áura de ejemplaridad. Condenado, Sócrates prefirió en efecto someterse a la pena capital antes que fugar, para permanecer fiel a sus convicciones. Séneca, que resalta en este pasaje el carácter transcendental de la decisión de Sócrates, hubo de emularlo cuando a su vez, obligado al suicidio pocos años después por Nerón, en el 65 d.C., trató (fallidamente) de perpetrarlo con los mismos medios: bebiendo la cicuta.
- ↑ Marco Porcio Cató o Catón el Joven, también llamado Catón de Utica (95 a.C. - 46 a.C.) político, filósofo estoico romano y defensor de la República. Séneca alude en esta carta a su suicidio, como consecuencia del triunfo de César contra sus tropas en la batalla de Farsalia, para evitar vivir bajo el dominio de César. Al igual que su bisabuelo Catón el Viejo, es considerado como un arquetipo de la moral y de los valores romanos.
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