Carta sobre los maricones
Entre los raros y agradables objetos que aquí se presentan a cada paso, me ha hecho la mayor impresión una especie de hombres, que parece les pesa la dignidad de su sexo; pues de un modo vergonzoso y ridículo procuran desmentir a la naturaleza. ¿Qué dirían nuestros conciudadanos, si viesen un ente de esta clase que intenta imitar en todo a las mujeres? El aire del cuerpo, el garbo, los pasos, las acciones, hasta los menores movimientos, todo respira en ellos una afeminación ridícula y extravagante. Su empeño en contrahacer los accidentes mujeriles, es excesivo. No se, si te movería más la indignación, o la risa el ver uno de estos. La lana que en lugar de cabello les concede la naturaleza, reducida hasta la mitad en menudísimas trenzas, la reúnen en un lazo, de modo que en la extremidad forma una encrespada poma: algunos pequeños rizos artificialmente dispuestos les cuelgan a los dos lados de la frente, sin faltarles los parches, o medias habas en las sienes. El descote, las manguitas altas que dejan todo el brazo descubierto: la chaquetilla, el fomento que abulta del modo posible la ropa por detrás; todas estas y mil otras menudencias les sirven, ya que en público no pueden renunciar del todo al vestido viril, para modificarlo de tal suerte que el menos perspicaz ve un hombre adornado con la ropa de ambos sexos. Así se presentan en tan extravagante traje: la mano en la cintura, embozados en la capa con aire mujeril, la cabeza erguida, y a manera de un molinete en continuo movimiento, ya reclinada sobre el un hombro, y ya sobre el otro: miden los pasos a compás: hacen mil ridículos contoneos con el [231] cuerpo: dirigen hacia todas partes sus miradas con un desmayo afectado, y con tales ademanes que pueden excitar la risa al más consumado melancólico: hablan como un tiple, y remilgándose: se nombran, y se tratan como si fueran unas ninfas, siendo así, que sus costumbres por ventura son más bien de sátiros; y... pero mi pluma no acostumbrada a semejantes retratos, por más que la esfuerce, sin duda dejaría el cuadro imperfecto: la célebre aventura que he presenciado en estos días hará que la copia se aproxime al original. Ocupada mi imaginación de semejantes visiones, no pude menos cuando vi a mi huésped que manifestarle el asombro que me había causado tan raro fenómeno. Él ya hecho a mirar las gentes de esta especie, me respondió fríamente que depusiese mi admiración, pues estos defectos no llegaban aún al exceso; y que si quería divertirme, y formar una idea cabal del modo de pensar de estos hombres singulares, me llevaría esa noche a un sarao que se hacía por el cumpleaños de uno de ellos. Acepté gustoso la promesa, y llegado el instante que esperaba, partimos a la casa del festín. Esta presentaba una entrada destruida por el tiempo: pasado el patio, llegamos a una sala que no tenía por techo sino el mismo cielo, ni más aliño que las paredes carcomidas: luego se seguía la cuadra, la que estaba regularmente adornada, e iluminada con algunas luces; y a un lado se dejaba ver un aparador cubierto de muchas vasijas de plata: pero lo que arrebató toda mi atención, fue un largo estrado donde estaban sentadas muchas negras y mulatas adornadas de las más ricas galas. No me dejó de admirar este trastorno de las condiciones, pues veía como Señoras las que en nuestra Patria son esclavas; pero más creció mi admiración cuando unas tapadas que se hallaban próximas a nosotros, se decían mutuamente: ve allí a la Oidora, a la Condesita de... a la Marquesita de... a Doña Fulanita de... &c. de suerte que iban nombrando cuantos Títulos y Señoras principales había en la Ciudad. Yo estaba fuera de mí, y no podía decidir si era ilusión, o verdad lo que pasaba. Mi huésped, que por un grande rato se había divertido con mi embeleso, por cierto. Amigo, me dijo, que Vm. jamás ha visto cosa igual. ¿Cuándo pensó Vm. ver tanta Condesa, tanta Marquesa, tanta Señora con más barbas que el animal crecido en puntas, lascivo esposo de cabras, según la fina y primorosa expresión de un Proto-culto? Pensando que era burla lo que me decía, saco mi anteojo, lo aplico a los tostados rostros de esas señoritas; y al punto ¡qué admiración! las veo cubiertas de más espesas barbas que la infeliz [232] Condesa Trifaldi: a este tiempo llegaron de fuera unas madamitas de este jaez, y levantándose del estrado a recibirlas, enseñaron unos pies tan grandes como serían los de Polifemo, pero bien hechos. ¡Qué es esto! le digo a mi huésped. Que ¿en esta tierra hay tal clase de mujeres? Él viendo mi sencillez e inadvertencia, apenas podía contener la risa mordiéndose los labios; finalmente recobrando su aire serio, me dice: estos son del número de aquellos, cuyas gracias y donaires me refirió V. esta mañana; aquí no temen a nadie: y por eso están adornados con todos los vestidos y galas del bello sexo; pero las tapadas que V. ve, como vienen de lejos se contentan con traer la cabeza matizada de jazmines y una mantilla, no despojándose del traje de hombre en lo restante. Apenas había acabado estas razones, cuando llegó el Alcalde con sus ministros, los que con bastante diligencia tomaron todas las salidas, y formando una sarta de Condesitas, Marquesitas, y Señoritas, hicieron un botín del refresco que estaba preparado, y las condujeron a la cárcel, en donde a sus Señorías por aliviarles la cabeza, con gran prolijidad les quitaron su precioso pelo, aplicándoles al mismo tiempo el confortativo de una buena tostada. Tal pena es digna de locura tan monstruosa. ¿Mas podremos hallar razones que disculpen esta falta? Platón pensó que al principio del mundo todos los hombres habían sido Andróginos; pero que habiéndose insolentado, Júpiter los dividió en las dos mitades, hombre y mujer: por lo que era tan natural la propensión del un sexo para el otro. ¿No podría también decirse que en muchos hombres quedaron algunas reliquias del otro sexo, que naturalmente se hacen manifiestas? Ambas consecuencias tienen la misma solidez y fuerza que el sistema arbitrario de Platón: lo cierto es, que sólo unas cabezas desentornilladas y llenas de viento podían dar en la manía de parecer lo que no son; manía tan antigua; que en los tiempos de Augusto se encontraban en la culta Roma estos Andróginos contrahechos. Horacio nos representa al joven Nearco con el cabello graciosamente esparcido en las espaldas, y perfumado de olores exquisitos; y a Ligurino, soberbio de la hermosura de su rostro. Bien veo, querido Leandro, que estos rasgos excitarán en tí la risa y la indignación al mismo tiempo: pero creo, que mi pronta condescendencia a tus insinuaciones dará más incremento a la fina correspondencia del afecto con que te ama. Androginópolis y Agosto 10 de 1773. Filaletes |