Carta sobre Gibraltar

Carta sobre Gibraltar

de Mariano Pardo de Figueroa.
EL DOCTOR THEBUSSEM.

Agitándose hoy la cuestión de Gibraltar á que se refiere la siguiente curiosa y bien escrita epístola de este distinguido hispano-philo, creemos que tendrán nuestros lectores agradable pasatiempo al ver la manera con que un buen ingenio defiende una mala causa. Por lo demás, no olvidaremos responder á este famoso personaje, seguros de que reconocerá con ingenuidad cualquier error en que haya podido incurrir.

GIBRALTAR.

Sr. D. Nicolás Díaz Benjumea:

Lisboa 24 de Noviembre de 1868.

Mi querido amigo y dueño: En el acreditado periódico de Madrid, La Política, del sábado 21 de los corrientes, he leido el artículo que usted publica bajo su firma y con el epígrafe de España regenerada, España reintegrada. Cumplido elogio tributa mi desvalida pluma al patriotismo que rebosa en su trabajo de usted, val castizo lenguaje con que usted sabe espresar sus ideas. Creo, amigo D. Nicolás, que la galantería de usted, el afecto con que me honra, mi avanzadísima edad, y sobre todo, el no ser ni español, ni inglés, serán disculpa bastante para que le manifieste mi parecer completamente diverso y del todo opuesto al que usted ha sentado en el artículo á que me refiero. Yo, no tan solo sostengo la conveniencia de que Gibraltar siga en poder de los ingleses, sino que creo que sus paisanos de usted debían ceder á dicha poderosa nación, algunos otros pueblos del territorio de la península. No se espante usted, y recuerde aquello de pega, pero escucha.

Si es error, yo estoy en el error de que la estensión del territorio nada tiene que. ver con la prepotencia y felicidad de un pais.—Lo mismo valdría hoy España con todo lo que perdió el rey Felipe IV, que valdrá mañana siendo dueña de Portugal y Gibraltar.—El buen gobierno, el verdadero patriotismo, el desarrollo del comercio y el floreciente estado de la Hacienda, esto, amigo mió, y no que los linderos de la patria vayan aquende ó allende, es lo que da importancia á una nación.—Si el estado habitual de su pais de usted, en lo que va corrido del siglo XIX, ha sido de turbulencias y desgracias, mas desgracias y mas turbulencias hubiesen ustedes tenido á ser mayor la ostensión de la ex-monarquía española.

Voy á referir á usted cuál es el motivo de mi afecto al Gibraltar de los Ingleses. En el mes de julio de este año de 1868, hice una expedición á Alcalá de los Gazules, Jimena, Gaucin, Casares y otros pueblos y despoblados de aquella tan agreste como deliciosa región de Andalucía. Mucho gocé en mi viaje, llegando hasta encontrar agradable el célebre gazpacho, del cual tanto me había reído cuando solo por descripciones conocía este raro y extravagante alimento. Después de cruzar los valles y despeñaderos, que aquí llaman caminos, y que cuando mas, lo serán para lobos ó conejos; después de recorrer lugares como Algatocin, Benadalid ó Benarrabá, donde toda incomodidad tiene su asiento; después de hospedarnos en ventas y mesones, que ni para caballos delicados son buenas, y en las cuales no tuvimos ni aun la ración de mal mojado y peor cocido bacallao, después de mil lances traducidos siempre de un modo festivo por mis alegres compañeros de viaje, llegamos á San Roque, pueblo importante, donde yo creia, según lo que me contaban, hallar buena cama y mediano alimento. No tome usted, amigo Benjumea, á cuento de estranjero lo que voy á referirle. De la posada en que nos alojamos, recuerdo dos particularidades: la una que la posadera tenia el mismo defecto que Horacio Cocles; y la otra que al llegar la hora del almuerzo, se presentó un alguacil, llamando en nombre de la justicia al dueño de la posada, que era demandado para el cumplimiento de cierto contrato. Produjo esto gran alarma en la casa, y no fue pequeña la que me causó que el patrón, llevándonos á la cocina, nos dijese las siguientes palabras: «Señores; en estas sartenes se halla el almuerzo para ustedes; poco lo falta para estar listo; aquí está el chocolate; yo me tengo que marchar: acaben ustedes de guisarlo, y sírvánselo ustedes, pues yo tiemblo de que la justicia se me eche encima.»"

La risa de mis compañeros me hizo hallar mérito á la escena que describo: me puse un mandil, y como usted sabe que no soy ageno á la culinaria, aderecé los platos de nuestro desayuno: otro desempeñó el papel de mozo de comedor y sazonamos la mesa con la persecución que la justicia española, (temible según la opinión general) hacia al buen Bachicha, que asi creo se llamaba nuestro huésped.

Pues bien, amigo mío, sí usted se fija en que la mayoría de los pueblos y posadas españolas se hallan hoy como en tiempos de Don Quijote; si usted me concede que en la actualidad son aplicables aquellas palabras de Cervantes cuando dice que la abundancia de las hosterías de Italia y Francia se recuerda al pasar hora en llegar un portero que con admirable calma por la estrecheza é incomodidades de las ventas y mesones de España; si lady Herbert (impressions of Spain — in 1866.—London 1867.) entusiasta como pocas y dispensadora de elogios á los españoles estampa, «que en las fondas no hay ni comodidad ni nada que comer ó beber; que todo en este pais es malo y primitivo; que á quien viaja por estudio bien puede gustarle todo esto, pero no al que lo hace por negocios, que debo renegar de tanta rudeza;» si usted me concede todo esto, ¿no quiere usted que hable con pasión del Gibraltar inglés, del pueblo en que las calles son calles, las casas son casas, las fondas son fondas, la comida es comida y las camas son camas? ¿Qué seria Gibraltar en manos de españoles? Un presidio triste, una peña roquera, un aduar de pescadores, un pueblo semejante á Ceuta ó á Melilla. En poder de los ingleses es aquello una admirable muestra de lo que puede la industria sobre la naturaleza; un reto del hombre para convertir en agradable mansión á una estéril roca; un punto del globo donde el pensador y el geólogo contemplan á la par la obra de Dios y la obra de la criatura.

Y prescindiendo de las antedichas ventajas, puramente materiales si se quiere llamarlas asi, prescindiendo de ellas, repito, ¿se ha fijado usted, amigo mió, en que el peñón de Gibraltar ha sido para los españoles un lugar de asilo y de refugio? En el período de medio siglo ¿cuántas víctimas de la tiranía del despotismo ó de la tiranía de la libertad no han salvado su vida bajo aquel pabellón del magnánimo pueblo inglés? ¿Cuántos castellanos ilustres viven hoy porque Gibraltar pertenece á la Gran Bretaña?

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He hablado á usted de la antigua Calpe comparada con los humildes pueblos españoles que se hallan en sus cercanías, y usted me responderá que nada estraña es la superioridad que sobre ellos tiene la colonia inglesa. Por esta causa referiré á usted mi entrada y salida en Gibraltar para compararla con mi arribo á la célebre y cultísima ciudad de Cádiz.

Menos de un minuto tardó un atento policeman inglés, alojado en una muy decente oficina, en tomar nuestros nombres y darnos la papeleta donde los escribió. Entregado tal documento al dueño de la fonda donde nos hospedamos, éste cuidó, sin ningún trabajo por nuestra parte, de conseguir el permiso necesario para permanecer en la ciudad. Salimos de ella el viernes 31 de julio de 1868, á las seis de la mañana, en el vapor Alegría mandado por el capitán don Pérez, y fuimos trasladados á bordo de dicho buque en un limpio y cómodo bote, tripulado por dos hombres, á los cuales abonamos una peseta, quedando muy reconocidos á nuestra paga, que sin duda consideraron generosa [1]

Ya entramos en España y empieza Cristo á padecer, me dijo mi compañero. Efectivamente, al llegar á Algeciras, se presentó una lancha vieja, sucia y ramplona: entraron en el vapor los señores que en ella venían, obsequiáronlos en la cámara con licores y cigarros, permanecieron allí tres cuartos de hora y se volvieron después, á tierra. Como noté que nada hicieron en el buque, pregunté y me explicó el capitán que aquella inútil demora era una formalidad de las leyes marítimas llamada visita de sanidad. Yo creo, que en dos minutos hubieran, cumplido este requisito, cualesquiera que no fuesen españoles; pero en su tierra de usted todo se hace poquito a poco, con el indispensable cigarro y la no menos indispensable mano de conversación.

Entre otros pasajeros iban cuatro militares vestidos de uniforme, y una señorita de Sevilla, cuyo apellido, si mal no recuerdo era Cañaveral. Llegamos con felicidad á Cádiz y dimos fondo á las cinco en punto de la tarde. Ocho dependientes de la Hacienda (creo que llamados carabineros) se presentaron en el acto, recogieron todo el equipaje de los pasajeros, y lo arrojaron desordenadamente en un sólo bote. Exigí recibo ele mi pequeñísima maleta y no me fue concedido: pedí ir sólo en una lancha y también se me negó. Parece, pues, que las ordenanzas españolas mandan que equipajes y viajeros, si estos no quieren exponerse á perder dé vista sus sacos de noche, han de ir juntos en una sola embarcación. Asi sucedió, y conducidos á modo de baúles y mezclados con paquetes, fardos y colchones, llegamos al muelle de Cádiz, donde hubo que abonar por flete de cada persona tres reales (según arancel oficial) y otros tres por cada bulto, ya fuese un abanico, ya una caja de azúcar, según me dijo el jefe ó capataz de aquel pequeño ejército de alhameles.

Abonado este rescate, me creia yo libre y desembarazado, pero me equivoqué de medio á medio. Puestos en tierra los bultos, contados y repasados por los carabineros, y escoltados, á modo de criminales, por seis, de ellos, caminamos hasta la Aduana. La puerta del local donde el registro debia verificarse se hallaba cerrada. Detuvímonos en la calle (¡en la calle, amigo Benjumea!) hacinadas nuestras maletas sobre las baldosas, y yo tuve la inocencia de sospechar que aquella espera seria ele pocos minutos. Segundo engaño, pues á pesar de la ira y autoridad y avisos y protestas de los militares que como pasajeros venían, tardó mas de medía hora en llegar un portero que con admirable calma abrió la puerta de madera, tras de ella otra de hierro y luego una tercera que nos dio franco ingreso á una especie de sombrío foso de la muralla de Cádiz. Allí hubo segunda demora (de sólo veinte minutos) hasta que Vino un empleado de la Aduana, que, haciéndonos entrar en un sucio y oscuro almacén ó sótano, desprovisto de todo mueble y hasta sin baldosas en su suelo, registró con todo despacio algunos de los fardos y baúles. Resultado de todo; que llegamos á Cádiz á las cinco de la tarde y hasta las ocho y media de la noche no penetré en mi posada. Yo respeto las leyes y disposiciones de todos los países, pero lo que no puedo consentir, á pesar de mi flema alemana, es el modo con que el mas humilde empleado español considera á la individualidad que forma parte del publico. He recorrido toda la Europa y gran parte de la América, y ni el Czar de Rusia trata á sus esclavos como en España se trata al subdito español por los delegados de su gobierno. No me quejo de los registros: me quejo si amargamente de la vejación que se sufre, y de esperar una hora y otra hora en medio de una calle pública la llegada del vista ó comisario de Aduana.

Parecíame que en una tierra donde todo ésto sucede, era imposible que penetrasen efectos de ilícito comercio. Pues por esas anomalías raras, que ustedes los españoles entenderán y que yo no comprendo, sucede lo contrario, ó al menos en la Gaceta de Madrid, leí un real decreto (Hacienda 27 julio 1868) en cuyo preámbulo se estampaba con todas sus letras que después de un maduro examen no puede menos de convenirse... en que el aumento de contrabando... es principalmente el origen de los considerables perjuicios... que sufren los intereses del Tesoro.

He sido demasiado minucioso y prolijo, y he citado nombres y fechas, para que los incrédulos no achaquen mi relato á exageraciones de extranjero que de España se ocupa. Vea usted pues las razones en que me fundo para opinar que Gibraltar debe pertenecer para siempre á los ingleses. Allí tienen ustedes un ejemplo práctico del orden, del respeto á la persona, de la buena administración de justicia, de la verdadera libertad. Creo que es una gloria para España respetar la posesión que el inglés tiene del pueblo de que nos ocupamos, y avanzo hasta decir, como indiqué al principio de esta carta, que asi como en las ciudades populosas hay de cuando en cuando una plaza con fuentes y árboles que halaguen la vista y purifiquen el aire, asi también debía haber en cada provincia de España un par de Gibraltares que moral y materialmente Sirviesen como barómetros ó casos prácticos de las ideas que más arriba dejo apuntadas, y que hoy aparecen, por escrito en la cabeza de una gran parte de los periódicos españoles.

Sabe usted que soy afectísimo de su país de usted, pero ésto no me priva de conocer lo que hay de malo (¿dónde no existen males?) en esa tierra. Usted mismo con su singular y privilegiado tacto, y despojándose por un momento del fanatismo patriótico, convendrá en que como dice un ilustre escritor castellano: «La «sociedad humana para las almas filosóficas y cristianas, no reconoce mas límites ni fronteras, que la ilustración y la virtud, y allí donde hay saber sólido y buena conciencia, y suaves costumbres, está la patria del hombre ilustrado y de bien: mas hermano nuestro es el amigo que sé entiende é identifica con «nosotros en espíritu y en verdad, que el descastado que no puede alegar mas relaciones que las sacadas de un árbol genealógico.»

Figuróme pues, que usted, amigo Benjumea, es mas amigo y profesa mas afecto á los ingleses de Gibraltar que á sus paisanos de usted, los que han turbado el orden recientemente en Málaga ó Antequera; y calculo wue usted preferiría hoy por hoy residir en la colonia inglesa, mejor que en cualquiera de las susodichas ciudades españolas. Creo con Alfonso Karr, que la palabra patriotismo es muy vaga y que conduce á muchos errores.

Ya con la pluma en la mano he de decir á usted todo lo que me ocurre. En el epígrafe de su artículo califica usted á España de regenerada. No comprendo la idea que se ha querido expresar con dicha palabra. Si usted alude ó quiere decir que esta regeneración es debida al cambio social y político ocurrido en la península, me permitirá usted algunas observaciones. España se halla en posición de regenerarse si puede, sabe y quiere hacerlo: de presente solo le cuadra el epíteto de revolucionada: su país de usted se encuentra en la primera linea del prólogo, y aun tiene que recorrer la lectura de largos volúmenes. Si usted, sale de este puerto de Lisboa, por ejemplo, en una magnífica fragata con intención de dar la vuelta al mundo, ¿considerará usted su viaje como ya pasado á la primera singladura? O valiéndome de otro símil, ¿llamará usted estatua al hermoso pedazo de mármol que ha de pasar á manos del escultor, pero que aun no ha desbastado el picapedrero! Creo que no. Espero que España se regenerará y confío en que no será estéril su última y presente revolución. Quiera el cielo, como se lo pido, que no digan en Europa (como algunos creen) que ustedes los españoles son ingobernables).

Perdone usted los dislates en que habré incurrido (que no serán pocos) y crea que, ya conformes, ya disconformes en opiniones, siempre es de usted con muy gran voluntad apasionado amigo y servidor

Doctor Thebussem.

  1. Nunca tributaré bastante gratitud a mi compañero en esta expedición Don José Emilio P. de F., oficial de la Marina Española. Contribuyó con sus conocimientos y con su chiste á hacer agradabilísimo el viaje sacando partido de risa y de broma hasta de las contrariedades que nos ocurrían.