Carta del Episcopado sobre la gravedad del proyecto de Constitución Republicana (25-VII-1931)
25 julio 1931
Episcopado a fieles
SOBRE EL PROYECTO DE CONSTITUCIÓN Y DEBERES DE LOS CATÓLICOS
SUMARIO
editar1. Se ha presentado a discusión de las Cortes el proyecto de Constitución: si se aprobara, crearía a la Iglesia una situación gravísima. 2. Se implanta sin atenuaciones el laicismo del Estado. 3. En el artículo primero se da por supuesto que el poder no dimana de Dios, sino únicamente del pueblo. 4. En el artículo 8 se suprime la religión del Estado, sustituido por el ateísmo del Estado. 5. Se separan Estado e Iglesia y 6, en virtud de los artículos 8, 12, 21 y 31, se subordina la Iglesia al Estado. 7. Se establecen en los artículos 12, 18 y 31 la libertad de cultos, de pensamiento, de cátedra y de conciencia. 8. Se recuerdan a los católicos, y especialmente a los periodistas católicos, sus deberes en circunstancias tan difíciles.
Venerables hermanos y muy amados hijos:
Indicadas las normas primordiales de respeto y obediencia a los poderes constituidos, que la Iglesia recomendó siempre para la conservación misma de la humana sociedad, y señalados los deberes que en orden a la elección de diputados para la formación de las Cortes Constituyentes incumbían a los católicos, creímos lo más oportuno esperar a que, aquietados los ánimos, se comenzasen a sentar establemente los principios reguladores de la vida nacional.
No hubiéramos, ciertamente, roto nuestro silencio, no obstante el vivísimo deseo de comunicarnos con vosotros en circunstancias tan extraordinarias y trascendentales, si no nos apremiara a hablar el deber de procurar el bien de vuestras almas. Callar por más tiempo sería dejar desamparados sacratísimos intereses de que el supremo Juez nos ha de pedir rigurosa cuenta.
Presentado ya, por una comisión jurídica asesora, al estudio, discusión y aprobación de las Cortes Constituyentes el proyecto de Constitución por la cual se ha de gobernar España en el nuevo régimen, es deber nuestro aleccionaros, con libertad y claridad apostólicas, sobre los puntos del referido proyecto que, directa o indirectamente, se refieren a nuestra santa Religión, exponiéndoos fidelísimamente la doctrina infalible de nuestra santa madre la Iglesia católica, que ninguno de sus hijos, bajo cualquier pretexto que sea, puede dejar de seguir, sin padecer naufragio en sus creencias y sin arriesgar su eterna salvación.
Porque, para decirlo desde el principio, el proyecto de Constitución tiene tan serios inconvenientes, que, si prevaleciera tal como ha sido presentado, crearía a la Iglesia en España una situación gravísima, que a todo trance es necesario precaver si queremos evitar perniciosísimos males, principalmente en el orden religioso y moral, aunque también trascendería al orden social y aun al mismo orden material.
El laicismo del Estado
editar
2. En primer lugar, implántase sin atenuaciones el absoluto laicismo del Estado, con sus diversas manifestaciones y consecuencias, que se concretan en el articulado en proposiciones explícitamente condenadas por la Iglesia y de las cuales haremos expresa mención.
En cuanto al laicismo, ved en qué términos lo condena y reprueba nuestro Santísimo Padre Pío XI: “Al disponer que todo el orbe católico rienda culto a Cristo Rey, tenemos por cierto que de esta manera aplicamos el principal remedio a la necesidad de los tiempos actuales y a la peste que inficiona a la humana sociedad. Y llamamos peste de nuestros tiempos al laicismo, con todos sus errores y dañados intentos: crimen que, como sabéis, venerables hermanos, no se ha fraguado y como madurado en un solo día, sino que de tiempo atrás estaba oculto en las entrañas de la sociedad” (Encicl. Quas Primas). Y, a mayor abundamiento, nos describe el Padre Santo esa “peste de nuestra época” con sus notas distintivas, que sin dificultad veréis retratadas en el proyecto de Constitución:
“Se comenzó, dice, por negar la soberanía de Cristo sobre las naciones; se negó a la Iglesia el derecho (consecuencia del derecho mismo de Cristo) de enseñar al género humano, de dar leyes, de gobernar los pueblos en orden a su bienaventuranza eterna. Luego, poco a poco, asimilaron la Religión cristiana a las falsas religiones y con el mayor descaro la colocaron al mismo nivel de éstas. La sometieron después a la autoridad civil y la entregaron, digámoslo así, al arbitrio de los príncipes y de los gobernantes. Algunos llegaron a intentar sustituir la religión divina por una religión puramente natural o por un simple sentimiento de religiosidad. Y aun no faltaron Estados que creyeron poder hacer caso omiso de Dios, y hacer consistir su religión en la irreligión y en el olvido deliberado y voluntario de Dios”.
¡Con cuánta razón afirma el Padre Santo que este crimen social, que esta peste mortífera, no maduró en un día, sino que, después de haber estado oculto en las entrañas de la sociedad, se manifestó en nuestros días con frutos de maldición!
También, en España, la impiedad inoculó los gérmenes de esta peste del laicismo, cuyos frutos estamos viendo. He aquí cómo los enumera el Papa en la misma encíclica ya citada:
“Frutos de esta apostasía, dice, son las semillas de odio sembradas en todas partes; las envidias y rivalidades entre pueblos, que mantienen las contiendas internacionales y retrasan aun actualmente la hora de una paz de reconciliación; las desenfrenadas ambiciones, que a menudo se cubren con la máscara del interés público y del amor patrio, con sus tristes consecuencias; las discordias civiles, un egoísmo ciego y desmesurado sin otro fin que las ventajas personales y el provecho privado. Fruto de esta apostasía son también: la paz familiar destruida por el olvido de los deberes y por el descuido de la conciencia; la unión y estabilidad de las familias, vacilantes; en una palabra, toda la sociedad perturbada y amenazada de ruina”.
No juzgamos preciso, venerables hermanos y amados hijos, refutar cada uno de los errores doctrinales que dimanan del laicismo y que, o se expresan, o se insinúan en el proyecto de Constitución. Bastará daros a conocer su existencia y su condenación.
El origen del poder civil (art. 1º)
editar
3. Dase por supuesto que la autoridad emana únicamente del pueblo; y de este postulado del ateísmo oficial, encarnado en las democracias sin Dios de nuestros días, derívanse terribles secuelas para el régimen de la sociedad; por lo cual no es extraño que la Iglesia, siguiendo las enseñanzas reveladas, tantas veces haya condenado esas perniciosas doctrinas.
“No hay potestad, dice el Apóstol (Rom. 12,1) que no provenga de Dios, y Dios es quien estableció las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a las potestades, a Dios desobedece”.
En conformidad con esta doctrina, escribió Su Santidad León XIII: “Y como no puede subsistir ninguna sociedad sin que haya uno que a todos presida y mueva a cada uno al bien común con el mismo eficaz impulso, síguese que es necesaria a la sociedad civil humana una autoridad que la rija y gobierne, la cual como la sociedad misma, nace de la naturaleza y, por tanto, tiene por autor a Dios. De donde se infiere que la sociedad pública, por sí misma, no procede sino de Dios. Porque sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas, al cual por fuerza ha de someterse y servir todo cuanto existe: de forma que cuantos tienen derecho de mandar no lo reciben sino de Dios, soberano Señor de todo lo creado” (Encícl. Immortale Dei).
Y no es menos explícito a nuestro Santísimo Padre Pío XI al resumir las consecuencias del principio democrático del origen del poder (Encícl. Ubi arcano): “Así, pues, dice, eliminado Dios de las leyes y de la sociedad, y admitido que la autoridad no proviene de Dios, sino de los hombres, vino a suceder que, además de quitarse a las leyes su verdadera y eficaz sanción, y destruirse los supremos principios de la justicia, que aun los filósofos gentiles, como Cicerón, entendían no poder cimentarse sino en la ley eterna de Dios, se socavaron los fundamentos mismos de la sociedad, como quiera que ya no había causa para que unos tuviesen el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Y así, forzoso fue que la sociedad humana se conmoviese, como falta de sólido fundamento y defensa, y entregada a los partidos que contendían por el poder mirando a su propio provecho, no al de la patria”.
El Estado sin religión (art. 8º)
editar
4. Después de veinte siglos en que nuestro divino Redentor pasó por las sociedades humanas, como por la tierra de Israel, “haciendo el bien” (Act 10,38); después de haberlas sacado de la barbarie y de la ruina moral, social y aun política en que, hasta las más privilegiadas, se hallaban sumidas; después de haberles dado por medio de la Iglesia una civilización que las hizo grandes y envidiables, se ha vuelto a repetir la escena del pretorio, y los pueblos de hoy, que por tantos títulos son deudores de nuestro Señor, repiten inconscientes las mismas palabras que, hace casi dos mil años, pronunció el pueblo judío: “Quítale de en medio, no tenemos otro rey que el César” (Jn 19,15); o, como más explícitamente se dice en la parábola: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lc 19,14).
Es imposible medir los males que los pueblos se acarrean al proscribir en sus códigos fundamentales el reinado social de Jesucristo. “Un diluvio de males, dice su Santidad Pío XI (Encícl. Quas primas) ha venido sobre el mundo porque los más de los hombres han desterrado de la vida de la familia y de la vida social a Jesucristo y su santísima ley; pudiendo tenerse por cosa asentada que no volverá a resplandecer esperanza cierta de paz en los pueblos mientras cada uno de los hombres y las sociedades aparte de sí y rechacen el imperio de nuestro Salvador”.
Asusta el pensar la responsabilidad en que incurren los supremos gobernantes y los legisladores que, al suprimir la religión del Estado, ciegan la fuente de la verdadera dicha y prosperidad de los pueblos. “No rehúsen los gobernantes de las naciones, decía el actual Pontífice, prestar por sí mismos y por el pueblo el público homenaje de reverencia y acatamiento debido al imperio de Jesucristo si quieren, conservando incólume su autoridad, fomentar y aumentar la prosperidad de la patria”
El ateísmo del Estado, tal como se proclama en el proyecto de Constitución, fue explícitamente condenado por Su Santidad Pío IX (Encícl. Quanta cura), al reprobar la doctrina que establece que “el mejor orden de la sociedad pública y el progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ésta no existiese, o al menos sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas”.
No puede, pues, admitirse por los católicos en modo alguno esa doctrina, conforme declaró León XIII con estas palabras: “No pueden las sociedades políticas obrar en conciencia como si Dios no existiese, ni volver la espalda a la Religión como si les fuese extraña, ni mirarla con esquivez o desdén, como cosa inútil y embarazosa; ni, en fin, otorgar indiferentemente carta de ciudadanía a los varios cultos; antes bien, tiene el Estado político obligación de admitir enteramente y profesar sin rebozo aquella ley y práctica del culto divino que el mismo Dios manifestó serle grata. Honren pues, los príncipes como cosa sagrada el santo nombre de Dios, y entre sus primeros y más gratos deberes cuenten el de favorecer con benevolencia y el de amparar con eficacia la religión, poniéndola bajo el resguardo y vigilante autoridad de la ley, ni den paso ni abran la puerta a institución o decreto que ceda en detrimento suyo”.
La separación de la Iglesia y del Estado
editar
5. Con estas indicaciones, venerables hermanos y amados hijos, ya podéis formar claro y seguro juicio de la cuestión, tan traída y llevada hoy en escritos y discursos, de la separación de la Iglesia y del Estado.
Mas, para evitar toda sombra de duda, citaremos algunos documentos pontificios, sin comentario alguno, pues ellos de suyo son harto claros y elocuentes.
“No podemos esperar para la Iglesia y el Estado, escribió Su Santidad Gregorio XVI, mejores resultados de las tendencias de aquellos que pretenden separar la Iglesia y el Estado, y romper la mutua concordia entre el sacerdocio y el imperio; y notorio es el temor con que los fautores de la libertad desenfrenada miran esta concordia. que tan provechosa fue siempre a los intereses religiosos y civiles” (Encícl. Mirari vos).
El soberano pontífice Pío IX condenó expresamente la doctrina que enseña que “la Iglesia debe separarse del Estado, y el Estado de la Iglesia”, y que “en nuestros tiempos no conviene que la Religión católica sea tenida por única religión del Estado con exclusión de otros cualesquiera cultos” (Syllabus, 55 y 57).
“Hemos de declarar, escribía su vez el papa León XIII, que es grande y pernicioso error excluir a la Iglesia, que Dios mismo estableció, de la vida pública, de las leyes y del hogar doméstico. Una sociedad sin religión no puede ser morigerada; y sobradamente conocidos son los frutos de la llamada moral cívica. La verdadera maestra de la virtud y la defensora de las buenas costumbres es la Iglesia de Jesucristo” (Encícl. Immortale Dei).
Dignas de especial meditación son las siguientes palabras del santo Papa Pío X: “La doctrina que proclama la conveniencia de la separación de la Iglesia y del Estado es absolutamente falsa y en gran manera perniciosa. En primer lugar, porque, tomando por fundamento que la sociedad civil en ninguna manera debe cuidarse de la Religión, infiere grave ofensa a Dios, autor y conservador no sólo de cada uno de los hombres, sino también de la misma sociedad; por lo cual debe tributársele culto no solo privado, sino también público.
“Además, esta doctrina niega el orden sobrenatural, ya que asienta como norma de la acción del Estado únicamente la prosperidad de esta vida caduca, y desatiende por entero, como si fuera cosa ajena a sus fines, el verdadero fin último de todo hombre, que es la eterna bienaventuranza, destinada al linaje humano para después de esta breve vida terrena; cuando, por el contrario, el poder civil, lejos de poner obstáculos, debiera cooperar eficazmente a la consecución de aquel absoluto y supremo bien al que todas las cosas perecederas están subordinadas.
“Fuera de esto, la mencionada doctrina altera el orden por Dios establecido, el cual requiere la concordia de entrambas potestades, civil y religiosa. Porque, como las dos, cada una en su propio orden, ejerce autoridad sobre los mismos súbditos, por necesidad han de ofrecerse a menudo cuestiones cuyo conocimiento y resolución sea de la competencia de ambas. Mas si no hay unión entre la Iglesia y el Estado, semejantes casos serán frecuente semillero de dolorosos conflictos de una y otra parte, los cuales, oscureciendo el concepto de la verdad, turbarán la paz de los espíritus.
“Por último, esta doctrina acarrea grandes daños a la misma sociedad civil, porque es imposible que ésta florezca y aun subsista por largo tiempo si se desprecia la religión, que es guía segura y maestra suprema del hombre, a la vez que salvaguardia eficaz de sus derechos y de sus deberes” (Encícl. Vehementer).
Finalmente, el Pontífice reinante, resumiendo en breve sentencia la doctrina de sus antecesores, condenó el régimen de separación de la Iglesia y del Estado con estas expresivas palabras: “A la luz de la fe católica, este régimen es tan disconforme con la doctrina de la Iglesia como con la naturaleza misma de la sociedad civil”.
Ante declaraciones tan explícitas y terminantes, por demás será que algunos pretendan conciliar la doctrina de la Iglesia con esta otra de la separación de la Iglesia y del Estado, invocando hechos particulares que la Iglesia desaprueba, aunque, en evitación de males mayores, se vea forzada a tolerarlos. Véase, si no, lo que León XIII decía a los arzobispos y obispos de Norteamérica: “Es necesario desarraigar el error de los que acaso lleguen a creer que es situación apetecible la que la Iglesia tiene en América y de los que tal vez piensen que, a imitación de lo que ahí sucede, es lícita y aun conveniente la separación de la Iglesia y del Estado” (Carta Longinqua oceani).
A este propósito será muy útil recordar lo que el mismo Pontífice escribió a los católicos franceses en 1892: “Los católicos deben guardarse muy bien de defender la separación de la Iglesia y del Estado. Querer que el Estado se separe de la Iglesia sería querer, por lógica consecuencia, que la Iglesia quedase reducida a la libertad de vivir conforme al derecho común de todos los ciudadanos. “Cierto que ésta es la situación de la Iglesia en algunas naciones. Esta manera de vivir, al lado de muchos y graves inconvenientes, ofrece algunas ventajas, mayormente cuando el legislador, por feliz inconsecuencia, no deja de inspirarse para gobernar, en los principios cristianos. Estas ventajas, aunque jamás podrán justificar el falso principio de la separación ni autorizar su defensa, todavía hace tolerable un estado de cosas que, prácticamente, no es el peor de todos.
“Pero en Francia, nación católica por tradición y por la fe que aún profesan los más de sus hijos, no debe consentirse que se ponga a la Iglesia en esa precaria situación en que se ve precisada a vivir en otras partes. Y tanto menos es lícito a los católicos defender esa separación cuanto les son más conocidos los designios de quienes la desean, los cuales no se recatan de decir que esta separación significa la absoluta independencia de la legislación política de toda la legislación religiosa; más aún: la total independencia del poder civil respecto de los intereses de la sociedad cristiana, es decir: de la Iglesia, y hasta la misma negación de su existencia… Para decirlo todo en una palabra, la aspiración de estos hombres es el regreso al paganismo: el Estado reconocerá a la Iglesia hasta el momento en que se le antoje perseguirla” (Encícl. Au milieu).
Por todo lo cual, su Santidad Pío X hubo de fulminar aquella su memorable condenación de la ley de separación de la Iglesia y del Estado en la vecina República con estas gravísimas palabras, que queremos transcribir como resumen de cuanto dejamos dicho sobre este particular y como saludable advertencia para cuantos, en nuestra Patria, creen lícito defender una doctrina que traerá funestísimas consecuencias:
“Por lo tanto, cumpliendo nuestro apostólico deber de defender contra toda impugnación y conservar íntegros los derechos de la Iglesia, y haciendo uso de la suprema autoridad que de Dios hemos recibido, reprobamos y condenamos la ley recientemente publicada por la cual se establece la separación entre la Iglesia católica y la República francesa…, porque irroga gravísima ofensa a Dios, de quien oficialmente reniega al declarar que la República reniega de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe debida a los pactos públicos; porque es contraria a la constitución divina de la Iglesia y a su libertad e inalienable derecho; porque es lesiva de la justicia conculcando el derecho de propiedad de la Iglesia, legítimamente adquirido por multitud de títulos y solemnemente reconocido por el Concordato; porque, en fin, ofende gravísimamente a la dignidad de la Sede Apostólica, así como a nuestra persona, al Episcopado, al clero y a los fieles católicos de Francia” (Encícl. Vehementer).
La subordinación de la Iglesia al Estado (art. 8, 12,21,31)
editar
6. Funesta consecuencia práctica de considerar el Estado separado de la Iglesia es el equiparar a ésta con otras corporaciones que viven dentro del Estado y que de él reciben su vida jurídica, dependiendo, por consiguiente, del mismo en su actuación y en sus atribuciones.
Siendo la Iglesia sociedad perfecta, soberana e independiente y por su naturaleza, origen y fin de condición superior al Estado, ni fue nunca ni, aunque por suprema injusticia se intentase, podrá ser considerada como corporación subordinada al poder civil.
Con razón el Papa Pío IX calificaba de depravado error el de aquellos que quieren someter a la Iglesia al Estado (Encícl. Quanta cura). Y León XIII, con su acostumbrada lucidez, escribía: “Otros, no pudiendo negar la existencia de la Iglesia, pretenden arrebatarle la naturaleza y derecho de sociedad perfecta y quisieran que su poder, despojado de toda autoridad legislativa, judicial y coercitiva, se limitase a dirigir, por medio de la exhortación y persuasión, a los que de buen grado y por propia voluntad a ella se sujetasen. Mas, quienes así opinan, pervierten la naturaleza de esta divina sociedad, coartan y extenúan su autoridad, su magisterio y toda su eficacia, o de tal forma exageran el poder civil, que intentan sojuzgar a la Iglesia, como una de las demás asociaciones libres de los ciudadanos, a la dependencia y dominación del Estado” (Encícl. Libertas).
Doctrina ésta que a ningún católico es lícito defender, pues, como asienta el mencionado Pontífice, “es cosa establecida por Dios que la Iglesia tenga toda aquello que corresponde a la naturaleza y derechos de una sociedad legítima, suprema y acabadamente perfecta”.
De esta falsa doctrina de la subordinación de la Iglesia al Estado nacen otras funestas consecuencias, que son proclamadas en nuestros días como conquistas de la soberanía popular, y que no son sino extralimitaciones del poder civil.
Aludimos, principalmente a los errores que a diario vemos propalados respecto de materias de trascendental importancia, como son: la educación de la niñez y de la juventud, la existencia y actuación de las órdenes religiosas, la independencia de los prelados y sacerdotes en su sagrado ministerio y la inmunidad eclesiástica.
Sobre todos estos puntos ha sido maravillosamente expuesta la doctrina católica en multitud de documentos pontificios, que debieran tener de continuo presente los católicos para precaverse contra el deletéreo ambiente doctrinal que nos rodea. Para nuestro propósito bastará recordar las enseñanzas contenidas en el “Syllabus”, de Pío IX.
Respecto de la enseñanza y educación de la juventud, el Papa condena la doctrina que afirma que todo el régimen de las escuelas públicas en donde se forma la juventud de algún Estado cristiano, a excepción en algunos puntos de los seminarios episcopales, puede y debe ser de la atribución de la autoridad civil; de tal manera que a ninguna otra autoridad se reconozca derecho de intervenir en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados y la elección y aprobación de los maestros.
Asimismo condenó el Romano Pontífice esta proposición: “La mejor constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares, a cualquier clase que pertenezcan los niños del pueblo que a ellas concurren, y en general los institutos públicos destinados a la enseñanza de las letras y a otros estudios superiores y a la educación de la juventud, estén exentos de toda autoridad, acción moderadora o injerencia de la Iglesia y que se sometan al pleno albedrío de la autoridad civil, a la voluntad de los gobernantes y según la norma de las opiniones corrientes en el siglo” (Syllabus, 45 y 47).
No es tampoco nueva la animadversión de los enemigos de la Iglesia hacia las órdenes religiosas, pues ya Su Santidad Pío IX hubo de reprobar la opinión de los que juzgan “que deben abrogarse las leyes que pertenecen a la defensa del estado de las comunidades religiosas y de sus derechos y obligaciones”, y que la autoridad civil “puede extinguir completamente las mismas comunidades religiosas” (Syllabus, 53).
No es nuestro intento hacer en este lugar una defensa de las órdenes religiosas; pero, cuando menos, queremos dejar transcritas, como respuesta a la inicua propaganda que contra ellas se está haciendo, unas palabras de Pío IX que constituyen su mejor apología: “Por lo cual, decía, hablando del desenfreno de los tiempos modernos, esta clase de hombres libertinos persigue con odio cruel a las comunidades religiosas sin tener en cuenta los inestimables servicios que han prestado a la Religión, a la sociedad y a las letras. Al denigrarlas como inútiles y destituidas de todo derecho a la existencia, hácese eco de las calumnias de los herejes… La abolición de las órdenes religiosas tiende a destruir un género de vida que hace profesión pública de seguir los consejos evangélicos; un estado recomendado por la Iglesia como conforme con la doctrina apostólica; y, finalmente, ofende a los insignes fundadores que hoy veneramos en los altares y que, por inspiración de Dios, establecieron sus institutos” (Encícl. Quanta cura).
La libertad e independencia del sagrado ministerio hállase indicada en la proposición 44 del “Syllabus”, la cual declara inadmisible la doctrina que sostiene que “la autoridad civil puede inmiscuirse en las cosas que tocan a la religión, costumbres y régimen espiritual; y que, por tanto, puede juzgar de las instrucciones que los pastores de la Iglesia suelen dar para dirigir las conciencias, según lo pide su mismo cargo, y aun dar normas para la administración de los sacramentos y sobre las disposiciones necesarias para recibirlos”.
Finalmente defiende el Papa la inmunidad eclesiástica, contra la que expresamente atentan los artículos 12, IV y 21 del proyecto de Constitución en las proposiciones del Syllabus 30, 31 y 32, cuyas doctrinas expresamente confirma el Código vigente del Derecho Canónico, en sus cánones 120 y 121. Nos contentaremos con citar la proposición 30, según la cual ningún católico puede sostener que “la inmunidad de la Iglesia trae su origen del poder civil”.
¡A cuán lastimosas consecuencias conduce el principio anticristiano, absurdo y disolvente, de que el Estado es la única fuente y origen de todos los derechos!
Las libertades modernas (arts. 12, 18, 31)
editar
7. Brevísimas consideraciones bastarán para orientaros acerca de las libertades llamadas “modernas”, que son consideradas como la más preciada conquista de la Revolución francesa, y tenidas como intangible patrimonio de las democracias enemigas de la Iglesia.
Dimanan estas libertades de la cenagosa fuente de la Reforma protestante del siglo XVI, la cual, después de haber causado tantos trastornos a la Religión, vino a subvertir, siglos más tarde, a través del filosofismo, a la misma sociedad civil.
“En esta fuente, dice el papa León XIII, se ha de buscar el origen de los modernos principios de la libertad desenfrenada, ideados y promulgados en las grandes perturbaciones del siglo último, como fundamento de un derecho nuevo, desconocido anteriormente y que está en disconformidad, no ya con el derecho cristiano, sino con el mismo derecho natural” (Encícl. Immortale Dei).
Ese derecho nuevo no es más, según frase de Pío IX, que “la aplicación a la sociedad civil del absurdo e impío principio del naturalismo” (Encícl. Quanta cura).
Los nombres mismos que los Romanos Pontífices han dado a estas libertades son ya una elocuente condenación de las mismas. “Locura” las llamó Gregorio XVI (Mirari vos); “libertades de perdición” las denominó Pío IX (Quanta cura) con frase de San Agustín; y León XIII (Immortale Dei) dijo de ellas que, “más que libertades, son libertinaje”.
De estas libertades modernas trató amplísimamente el citado sumo pontífice León XIII en su luminosa encíclica Libertas, en la cual, de antemano, refutó gravísimos errores que en diversos artículos del proyecto de Constitución se proclaman como otros tantos derechos del ciudadano. Séanos permitido transcribir, por lo menos, las siguientes líneas de aquel áureo documento: “De lo expuesto se sigue que en modo alguno es lícito pedir, defender ni conceder la libertad de pensar, de enseñar, de escribir y de cultos, como si estas facultades fuesen un derecho concedido al hombre por la naturaleza. Porque, si en verdad la naturaleza hubiera otorgado al hombre estas libertades, existiría el derecho de sustraerse a la soberanía de Dios y no habría ley capaz de regular la libertad humana”.
Y con mayor claridad aún, si cabe, escribía próximo ya a su muerte, al arzobispo de Bogotá: “De estos principios -habla de los principios del liberalismo- que la Santa Sede tantas veces ha condenado como falsos y opuestos a la doctrina católica, fluyen naturalmente, como de fuente cenagosa, las llamadas libertades modernas, conviene a saber: la libertad de cultos, la libertad de pensamiento, la libertad de cátedra y la libertad de conciencia” (Carta Plures).
Por especiales razones de oportunidad, recordaremos lo que en la citada encíclica se dice de la libertad de cultos. En el orden individual, la libertad de cultos “da a cada uno la facultad de profesar la religión que más le agrade o de no profesar ninguna. Lo cual es darles facultad para pervertir o abandonar una obligación santísima y tornarse al mal volviendo la espalda al bien inmutable; mas esto no es libertad, sino depravación de la libertad y servidumbre del alma envilecida bajo el pecado”.
La libertad de cultos aplicada a las naciones “pretende que el Estado no debe rendir a Dios ningún culto, y que ninguna religión debe tener trato de preferencia sobre los demás, sino que todas han de ser consideradas iguales, sin consideración alguna al pueblo, cuando éste profesa la Religión católica. Para lo cual sería preciso o que las sociedades civiles no tuvieran obligaciones para con Dios, o que impunemente puedan dejar de cumplirlas: cosas ambas iguales y manifiestamente falsas… La sociedad, en cuanto tal, debe reconocer a Dios por su autor y principio y, por consiguiente, debe rendir a su poder soberano y a su autoridad el homenaje de su culto. La justicia y la razón vedan al Estado el ser ateo, así como el guardar las mismas consideraciones y otorgar los mismos derechos a todas las llamadas religiones, lo cual equivale al ateísmo”.
Deberes de la hora presente
editar
8. De lo expuesto, venerables hermanos y amados hijos, se infiere con claridad meridiana la gravedad de la actual situación religiosa en nuestra Patria. Y de esta misma gravedad nacen deberes que ningún católico en conciencia puede eludir.
Nuestra primera obligación es mantenernos “firmes en la fe” (I Pe 5,9), unidos inseparablemente por el lazo de nuestras santas creencias, que a toda costa debemos conservar y defender, mirando siempre a la luz indeficiente de la verdad que resplandece en el Vaticano.
Ahora más que nunca hemos de guardar con filial sumisión aquella sapientísima norma que el papa León XIII daba a los obispos de Colombia: “Con todo ahínco han de procurar los obispos y los fieles que haya un solo pensamiento y un solo sentir en todo aquello que la Sede Apostólica haya determinado sin dejar lugar a diversidad de pareceres”. No ha sido otra la norma que hemos seguido en esta carta pastoral, en la que nada hemos querido decir de nuestra cosecha, sino que fielmente hemos reproducido las enseñanzas y aun las palabras mismas de los soberanos pontífices, oráculos de la verdad, que, a ejemplo del divino Maestro, “tienen palabras de vida eterna”.
Ellos, con suma prudencia y sabiduría, han guiado a la Iglesia a través de tiempos difíciles y peligrosos escollos. Guardianes vigilantes de la doctrina y de los derechos de la Iglesia, han procurado a la vez la paz y la concordia con los Estados. Y así estamos ciertos de que sucederá en la hora presente. “Siempre será para Nos, ha dicho Su Santidad Pío XI (Aloc. Gratum Nobis), norma inviolable el mantener incólumes los derechos de la Iglesia; pero deseamos también vivir pacíficamente con todos, y dispuestos estamos a conceder, en cuanto nos sea lícito, todo aquello que, favoreciendo a la vida de la Iglesia, sirva a un tiempo para promover la concordia de los ánimos”.
Graves son los peligros que os cercan en estos tiempos de iniquidad. “No os dejéis seducir”, os diremos con el apóstol San Pablo: “las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres. Estad alerta y guardaos del pecado; porque entre nosotros hay hombres que no conocen a Dios; dígolo para confusión vuestra” (I Cor 15,33).
Evitad, en cuanto sea posible, el trato con los enemigos de la Iglesia, y, sobre todo, huid como de un áspid de la mala prensa, de esa prensa impía, blasfema y procaz, que es ariete demoledor de la fe, de la buenas costumbres y aun del orden y prosperidad de los pueblos.
A esta firmeza y unidad de doctrina hemos de unir constancia y fortaleza en la acción; que luchamos por intereses muy sagrados, y para alcanzar la corona de la victoria es preciso pelear denodadamente. Los católicos que tienen representación en las Cortes Constituyentes están gravemente obligados en conciencia a propugnar, por cuantos medios legítimos estén en sus manos, los sacrosantos derechos de la Iglesia, preteridos en el proyecto de Constitución.
Los periódicos católicos, que tan abnegadamente y a costa de grandes sacrificios, sostienen enhiesta la bandera de la doctrina y de los derechos de Jesucristo, deben continuar combatiendo por la buena causa sin tregua y sin desmayo, con el apoyo de los buenos y con la bendición amplísima de la Iglesia, que contempla agradecida su abnegación y su valor. Los hijos todos de la Iglesia católica en España, ante el riesgo a que están expuestas su fe y sus santas tradiciones, deben actuar en la vida pública con prudente decisión y energía, luchando incansablemente pro aris et focis, “por sus altares y sus hogares”.
Pero no olvidemos que las armas más poderosas de la milicia cristiana fueron y serán siempre nuestras buenas obras unidas a la penitencia y a la oración. Se impone, pues, en esta hora de suprema trascendencia, una vida intensamente piadosa, apartada de las diversiones y pasatiempos del mundo; una santa austeridad de costumbres, con obras de penitencia y de propiciación; un retorno sincero a Jesucristo, nuestro Rey y soberano Dueño.
Y para que nuestros esfuerzos tengan mayor eficacia, os exhortamos muy encarecidamente que acudáis a la mediación todopoderosa de la que fue siempre refugio y auxilio de los cristianos, de nuestra Madre la Virgen Inmaculada, por medio de la cual hemos de renovar nuestra consagración a su divino Hijo, como expresión de una voluntad firmísisima de que Él reine siempre en nuestras almas y en nuestra vida, y también en esta amada patria nuestra, que, si en lo pasado fue “la nación católica” por excelencia, no renunciará en lo venidero, así lo esperamos, a este título sobre todos glorioso.
Prenda de las gracias celestiales que de corazón imploramos para todos, venerables hermanos y muy amados hijos, sea la bendición pastoral que os damos en el nombre del + Padre y del + Hijo y del + Espíritu Santo.
En la fiesta del apóstol Santiago, Patrón de España, a 25 de julio de 1931.
FUENTE
editar: "Documentos colectivos del Episcopado español".", B. A. C, Madrid, 1974